Capítulo CXLIV

Gilberto, oculto en su escondite, observaba todas estas escenas, y su conciencia sufría remordimientos horribles y profunda tristeza al advertir que se marchitaba la hermosura de Andrea.

Un grito acusador sonaba incesantemente en sus oídos, diciendo:

—Tú la perdiste.

Y entonces hubiera dado toda su vida por postrarse un solo instante a los pies de Andrea.

Observó detenidamente cuanto en torno de Andrea pasaba, y desde el momento en que llegó Felipe y celebró la entrevista con el doctor Luis, se creyó perdido y aun decidió morir; pero luego que vio a Felipe adorar como siempre a su hermana, Gilberto adoptó una nueva resolución, y se dijo:

—Puesto que la señorita de Taverney no me acusa, no hay medio de descubrir el delito. Además, yo he visto al rey en el aposento de Andrea, y en caso necesario manifestaré cuanto he presenciado, delante del hermano, y a pesar de la negativa de Su Majestad, me darán crédito… Sí, pero este sería un partido muy peligroso… Callaré, pues, porque el rey tiene sobrados medios para probar su inocencia o anular mi testimonio. Pero a falta de rey, cuyo nombre no puede ser invocado en todo esto, so pena de prisión perpetua o de muerte, ¿no tengo a ese desconocido, por quién aquella misma noche bajó al jardín la señorita de Taverney?… ¿Cómo se defenderá ese? ¿Cómo han de adivinar quién es, y aun cuando lo adivinen, cómo lo han de hallar? Ese es un hombre ordinario, yo valgo tanto como él y me defenderé en su contra. Por otra parte, ni siquiera se piensa en mí; sólo Dios me ha visto —agregó riéndose con amargura—. Pero ese Dios que tantas veces vio mis lágrimas y pesares sin decir nada, ¿por qué habrá de cometer la injusticia de revelarme en esta ocasión, la única que me ha proporcionado de ser tan feliz?… Y luego, si el delito existe, suyo es y no mío, pues M. de Voltaire demuestra perfectamente que ya no hay milagros. Me he salvado y estoy tranquilo, porque nadie sabe mi secreto. El porvenir es mío.

Después de hacer estas reflexiones, o más bien esta composición con su conciencia, Gilberto encerró sus útiles de labor y fue a tomar con sus compañeros la especie de cena. Mientras duró se mantuvo alegre, decidor y aun provocativo, pues había tenido remordimientos, había tenido miedo y esta es una debilidad que un hombre, un filósofo, debe apresurarse a extinguir.

Con todo, el mancebo no contaba con su conciencia, y no durmió aquella noche.