Capítulo CXLIII

Reinaba un silencio profundo.

De repente, el médico, que no cesaba de mirar a Andrea, examinándola a la luz del velón, le cogió la mano como un amigo o un confesor, y no como un médico que toma el pulso.

—Señorita, ¿habéis querido vos volver a verme, o viniendo aquí no he hecho otra cosa sino acceder a los deseos de vuestro hermano?

—Caballero —contestó Andrea—, mi hermano ha venido a decirme que ibais a volver; pero según lo que tuvisteis la bondad de indicarme esta mañana acerca de lo poco grave que es mi mal, no me hubiera tomado la libertad de molestaros de nuevo.

El doctor se inclinó.

—Vuestro señor hermano, parece que es hombre fogoso, y cuidadoso de su honra e insufrible acerca de ciertas materias, y este debe ser el motivo sin duda de que os hayáis negado a franquearos con él.

Andrea miró al doctor como antes había mirado a Felipe.

—¿Vos también, caballero? —dijo con suprema altanería.

—Dejadme terminar.

Andrea hizo un gesto que indicaba paciencia o más bien resignación.

—Es, pues, muy natural —prosiguió el doctor—, que para ver el sentimiento, y presintiendo la cólera de ese joven, hayáis callado vuestro secreto con obstinación; pero, frente a frente conmigo, señorita, conmigo, que soy, creedlo, médico de las almas igual que del cuerpo; conmigo que veo y sé conmigo que os ahorro la mitad del penoso camino de las revelaciones, tengo derecho para confiar en que seáis más franca.

—Caballero —contestó Andrea—, si no hubiese visto que el rostro de mi hermano se entristecía y expresaba un grande sentimiento, y si no consultase vuestro venerable exterior y la reputación de gravedad que tenéis, creería que ambos estáis de acuerdo para hacer a costa mía un papel de comedia, a fin de que tome, después de la consulta, alguna medicina muy negra y amarga.

—Señorita, os suplico que os detengáis en el camino del disimulo.

—¡Del disimulo! —exclamó Andrea.

—¿Deseáis mejor que diga hipocresía?

—¡Pero, caballero —exclamó la joven—; pensad que me ofendéis!

—Decid más bien que acierto vuestro modo de pensar.

—¡Caballero!

Andrea se incorporó; pero el médico la obligó con suavidad a volver a sentarse.

—No —continuó diciendo—, no, hija mía; no os ofendo, os presto un servicio y como consiga convenceros os salvaré… Por lo tanto, ni vuestras coléricas miradas, ni la falsa indignación de que os halláis animada, me hará variar de resolución.

—¡Pero, Dios mío! ¿Qué es lo que deseáis? ¿Qué exigís de mí?

—Confesad, o bajo palabra de honor os digo que me haréis formar muy baja opinión de vos.

—Caballero, os lo repito, mi hermano no está aquí para defenderme, y tal vez por eso me insultáis. No os comprendo, y os mando que os expliquéis clara y terminantemente sobre esa soñada enfermedad.

—Por última vez os lo pregunto, señorita —repuso el doctor, lleno de admiración—, ¿deseáis evitarme el sentimiento de tener que avergonzarme?

—No os entiendo, no os entiendo, y no os entiendo —repitió tres veces Andrea, contemplando al doctor con ojos que chispeaban como por una interrogación enérgica, desafío y aun amenaza.

—Pues bien, yo si os entiendo, señorita; dudáis de la ciencia médica, y confiáis poder ocultar vuestra situación a todo el mundo; pero desengañaos, con una palabra voy a abatir vuestro orgullo: ¡estáis en cinta!

Andrea lanzó un grito terrible, y cayó de espaldas encima del sofá.

—A aquel grito siguió el ruido de una puerta empujada con fuerza, y Felipe se presentó de un brinco en medio de la habitación, con la espada en la mano, ensangrentados los ojos y temblándole los labios.

—¡Mentís, miserable! —dijo al doctor.

Volvióse este hacia el joven sin soltar el pulso de Andrea que palpitaba medio muerta.

—Caballero, lo dicho, dicho —dijo el doctor con menosprecio—, y no será vuestra espada, ya esté en vuestra mano, ya la tengáis envainada, la que me obligará a mentir.

—¡Perdón, doctor! —murmuró Felipe, dejando caer la espada.

—Deseabais que comprobara con un segundo examen mi primera opinión, y así lo he hecho, ahora la seguridad es fundada y nadie se disuadirá de ello. Lo siento en extremo, joven, pues me inspiráis tanta simpatía como odio me inspira vuestra hermana por la constancia con que miente.

Andrea seguía inmóvil; pero Felipe hizo un movimiento.

—Soy padre de familia, caballero —continuó el doctor—, y no ignoro cuánto sufriréis. Os ofrezco, pues, mis servicios lo mismo que mi discreción; mi palabra es sagrada, caballero, y todo el mundo os manifestará que antes que faltar a ella perdería primero la vida.

—¡Oh! ¡Pero eso no es posible!

—No sé si es posible; pero es cierto. Quedaos con Dios, señor de Taverney.

Volvióse por donde había venido, después de mirar cariñosamente al joven, quien se hallaba agobiado de pena, y que en el mismo instante en que se cerraba la puerta tras el médico, cayó abismado de sentimiento sobre un sillón que había a dos pasos de Andrea.

En cuanto se marchó el médico, Felipe se levantó, cerró la puerta del corredor, la de la sala, las ventanas, y aproximándose a Andrea, que le miraba como atontada hacer todos aquellos preparativos, dijo cruzándose de brazos:

—Me habéis engañado cobarde y neciamente; cobardemente, porque soy vuestro hermano y he tenido la debilidad de amaros, preferiros a todo, estimaros más que nada, y esta confianza debía a lo menos haber movido la vuestra a falta de cariño: y neciamente, porque el infame secreto que causa nuestra deshonra, está hoy en poder de una tercera persona, porque a pesar de vuestra discreción, quizá lo hayan descubierto otros: porque, en fin, si me hubierais confesado desde luego la situación en que os hallabais, hubiera podido evitaros la deshonra, si no por cariño, a lo menos por egoísmo, pues al fin yo también me libertaba de ella. He aquí cómo y en qué habéis faltado: vuestra honra, en tanto que no estéis casada, pertenece de mancomún a todos aquellos cuyo nombre lleváis, es decir, mancháis. De consiguiente, desde este instante dejo de ser hermano vuestro, puesto que habéis desconocido este título; desde este momento soy un hombre interesado en arrancaros por todos los medios posibles el secreto que ocultáis, a fin de que esa confesión obtenga una reparación, cualquiera que sea. Me acerco, a vos furioso, decidido, y os digo: puesto que habéis sido tan infame que habéis confiado en salvaros por medio de una mentira, seréis castigada como se castiga a los menguados. Confesad, pues, vuestro delito, o…

—¡Amenazas! —repuso la orgullosa Andrea—; ¡amenazas a una mujer!

Y levantóse pálida y también en actitud amenazadora.

—Sí, amenazas, no a una mujer sino a una criatura sin fe y sin honor.

—¡Amenazas! —prosiguió Andrea exasperándose poco a poco—; ¡amenazas a mí que no sé nada, que nada entiendo, y que os contemplo a todos como unos locos sanguinarios que pretendéis matarme de pesadumbre, ya que no de vergüenza!

—Pues bien —exclamó Felipe—, muere, ya que no confiesas; muere ahora mismo. Voy a matarte y Dios te juzgará.

Y cogió nerviosamente la espada, apoyando la punta sobre el pecho de su hermana con la velocidad del rayo.

—Bien, matadme —exclamó esta sin que le asustase el brillo de la hoja, ni intentara evitar el dolor de la herida.

Y se lanzó hacia adelante, llena de pena y dominada por la fiebre; y tan rápido fue su movimiento, que la espada le hubiera atravesado el pecho, a no ser porque a Felipe le acometió de repente un terror inmenso al ver algunas gotas de sangre que mancharon la muselina que su hermana tenía ceñida al cuello.

Sintióse el joven sin bríos ni furor, retrocedió, dejó caer el acero de entre las manos, se hincó de rodillas sollozando, y enlazó con los brazos el cuerpo de la joven.

—¡Andrea! ¡Andrea! —murmuró—; ¡no, no!, yo seré el que muera, ya no me quieres, ya no me conoces, y nada tengo que hacer en este mundo. ¡Oh!, ¿hasta tal extremo amas a otro que prefieres la muerte a depositar tu secreto en mi seno? ¡Oh! Andrea, no eres tú lo que debe morir, sino yo.

Y ejecutó un movimiento como para retirarse; pero Andrea se asió a su cuello con ambas manos, cubriéndole de besos e inundándole en lágrimas.

—No, no —repuso la joven—, teníais razón en lo que dijiste al principio; mátame, Felipe, supuesto que afirman que soy criminal. Pero tú, que eres tan noble, tan puro, tan bueno; tú, a quien nadie acusa, vive y tenme compasión en vez de maldecirme.

—Pues bien, hermana, en nombre del cielo y por la amistad que me tenías antes, te suplico que nada temas, ni por ti, ni por el hombre a quien amas: sea quien fuere será sagrado para mí, aunque fuese mi más mortal enemigo, aunque fuese el último de los hombres. Pero yo no tengo enemigos, Andrea, y tu corazón es tan noble, tan delicada es tu manera de pensar, que debes haber elegido un amante digno. Pues bien, iré en su busca, y le llamaré hermano… Mas veo que nada dices a esto: ¿es imposible que os caséis? ¿Es eso lo que quieres significar? Pues bien, corriente, todo el dolor será para mí, y ahogaré la voz imperiosa del honor que pide sangre. Nada exijo ya de ti, ni aun que me declares cómo se llama ese hombre: te ha gustado, y esto basta para que yo le quiera; pero saldremos de Francia y escaparemos juntos. Según me han dicho te ha dado el rey un rico aderezo; lo venderemos, pues, y enviaremos la mitad del importe a papá, viviendo con la otra mitad en un lugar ignorado. Serás para mí, Andrea, cuanto hay en el mundo; séalo yo también para ti, porque yo no amo a nadie, y ya ves que te soy adicto. Andrea, reflexiona lo que hago, ya ves que puedes contar con mi amistad: vamos, ¿me negarás aún tu confianza después de lo que te he dicho? ¿No me llamarás hermano tuyo?

Andrea oyó en silencio cuanto acababa de decir el joven desatinado.

Solamente los latidos de su corazón revelaban que tenía vida; solamente su mirada demostraba que no había perdido la razón.

—Felipe —dijo la joven después de un gran rato de silencio—, ¿conque has pensado que ya no te quiero? ¡Pobre hermano mío! ¡Conque supones que amo a otro hombre, y que he olvidado las leyes del honor, yo que soy noble y comprendo todas las obligaciones a que esta palabra me obliga con respecto a deslices…! Amigo mío, te lo perdono; sí, sí, en vano has creído que soy una mujer infame, en vano me has llamado indigna; sí, sí, te perdono, pero no te perdonaré si piensas que soy tan irreligiosa y vil que me atreva a jurar en falso. Felipe, por el Dios que me está oyendo, por el alma de mi madre, que según parece me ha defendido ¡ay de mí!, lo bastante; por el cariño que te tengo, en fin juro que nunca ha entretenido mi razón un pensamiento de amor, que nunca me ha dicho hombre alguno: «te amo»; que jamás he sentido un beso en mi mano; que soy tan pura de pensamiento y tan virgen de deseos como el día en que nací. Ahora, Felipe, mi alma pertenece a Dios, y a ti mi cuerpo.

—Está bien —dijo Felipe después de meditar largo tiempo—, Andrea, te doy las gracias. Ahora veo claramente hasta el fondo de tu corazón. Sí; eres pura e inocente; pero hay bebidas mágicas, filtros ponzoñosos, y alguien te ha tendido un lazo infame; lo que nadie hubiera podido arrebatarte sino con la vida, te lo han robado estando dormida. Has caído en un lazo, Andrea; pero ahora ya estamos unidos, y por lo tanto somos fuertes. ¿Me confías el mirar por tu honra y vengarte?

—¡Oh!, sí, sí —dijo Andrea en un sombrío arrebato—; sí, porque si necesito venganza será de un crimen.

—Pues bien —continuó Felipe—. Vamos, ayúdame, sosténme. Averigüemos, recordemos día por día los ya transcurridos; sigamos el hilo de los recuerdos, hasta dar con el primer nudo de esta oscura trama.

—¡Oh!, bien —dijo Andrea—, indaguemos.

—¿Has advertido que alguien te siguiera o acechara?

—No.

—¿Te ha escrito alguien?

—Nadie.

—¿No te ha declarado ningún hombre que te ama?

—Ni uno siquiera.

—Las mujeres tienen para esto un instinto maravilloso: a falta de cartas, a falta de declaración, ¿has advertido alguna vez que alguien te… desease?

—Nunca he notado nada por ese estilo.

—Hermana mía, recuerda las circunstancias de tu vida, los detalles más íntimos.

—Guíame tú.

—¿Has dado algún paseo sola?

—Jamás, que yo me acuerde, a no ser para ir a Casa de la señorita delfina.

—¿Y cuando penetrabas en el jardín o en el bosque?

—Siempre iba acompañada de Nicolasa.

—A propósito, ¿fue Nicolasa la que te dejó?

—Sí.

—¿Recuerdas la fecha?

—Creo que el día que tú te marchaste.

—Las costumbres de esa muchacha dan que sospechar. ¿Has averiguado los pormenores de su fuga?

—No, lo único que sé es que se marcho con un joven a quien amaba.

—¿Cuáles fueron tus últimas relaciones con Nicolasa?

—¡Oh! ¡Dios mío!, a eso de las nueve entró en mi cuarto como lo tenía de costumbre, me desnudó, preparó mi vaso de agua y salió.

—¿Advertiste si echó algún licor en el agua?

—No; y esta circunstancia carecería de todo valor, pues recuerdo que cuando me iba a llevar el vaso de agua a la boca, sentí una sensación extraña.

—¿Qué sensación?

La misma que ya había experimentado un día en Taverney.

—¿En Taverney?

—Sí, cuando se hospedó allí aquel extranjero.

—¿Qué extranjero?

—El conde de Balsamo.

—¿El conde de Balsamo? ¿Y cómo era esa sensación?

—¡Oh!, algo así como un mareo, como un vahído, y luego perdí todas mis facultades intelectuales.

—¿Y dices que sentiste en Taverney esa extraña sensación?

—Sí.

—¿De qué modo?

—Estaba sentada al piano, y sentí decaimiento; entonces miré hacia adelante, y vi al conde en un espejo. Desde ese instante no me acuerdo de nada, sino que desperté junto al piano, sin poder calcular el tiempo que había estado dormida.

—¿Y es la única vez que has sentido una sensación particular?

—Y también en otra ocasión, el día, o más bien la noche de los fuegos artificiales, arrastrada por el tropel, estaba a punto de ser aplastada, y reunía todas mis fuerzas para luchar: de repente se me aflojaron los brazos y pasó una nube por mi vista, pero en medio de esa nube tuve tiempo para ver a ese hombre.

—¿Al conde de Balsamo?

—Sí.

—¿Y te dormiste?

—Me dormí o me desmayé, no se cual de estas dos cosas sucedió. Por lo demás, ya sabes que me sacó en brazos, y condujo a casa de papá.

—Sí, sí; ¿y esa noche, la noche que se marchó Nicolasa, le viste de nuevo?

—No; pero experimenté los síntomas que anunciaban su presencia: la misma sensación, el mismo vahído nervioso, el mismo encogimiento de miembros y el mismo sueño.

—¿El mismo sueño?

—Sí, un sueño con mareos, cuya influencia conocía mientras que luchaba contra él, hasta que sucumbí.

—¡Gran Dios! —exclamó Felipe—: Sigue, sigue.

—Quedé dormida.

—¿Dónde?

—En mi cama, estoy segura de ello, y me desperté en el suelo, sobre el tapiz, sola, dolorida y tan helada como una muerta que concluyera de resucitar. Entonces llamé a Nicolasa, pero inútilmente, pues había desaparecido.

—¿Y ese sueño era el mismo que las anteriores veces?

—El mismo.

—¿El mismo que te acometió en Taverney?, ¿el mismo que sentiste el día de las funciones?

—Sí, sí.

—Y las dos veces primeras, antes de dormirte, ¿viste a José Balsamo, al conde de Fénix?

—Lo vi claramente.

—¿Y la tercera vez no?

—No —dijo Andrea asustada porque empezaba a comprender—; no, pero lo adiviné.

—¡Bien! —exclamó Felipe—; ahora no pases cuidado, tranquilízate, Andrea, y envanécete, porque ya sé el secreto: ¡gracias, querida hermana! ¡Nos hemos salvado!

Felipe cogió a Andrea en brazos, la estrechó cariñosamente contra su corazón, y llevado del ardor de la resolución, se lanzó fuera del aposento, sin esperar ni oír más.

Corrió a las caballerizas, él mismo ensilló su caballo, saltó sobre él, y dirigiéndose a París a todo escape.