Todavía se prolongó mucho más tiempo la conversación de los dos hermanos.
Apenas dieron las siete, cuando Felipe se dirigió hacia el pabellón de la reina, en busca del doctor Luis, cuya figura noble y majestuosa, le había señalado Andrea.
El doctor leía atentamente un grueso libro publicado en Colonia acerca de los padecimientos del estómago, cuando Felipe se acercó a él.
—Perdonadme, caballero —dijo—, ¿tengo el honor de hablar al señor doctor Luis?
—Sí señor —respondió el doctor cerrando su libro.
—Permitidme, pues, que os diga dos palabras.
—Caballero, perdonadme; pero mi servicio exige que vaya a ver a la señora delfina, y como ya es hora, no puedo hacerme esperar.
—Caballero —y Felipe hizo un ademán de súplica para interceptar el paso del médico—, caballero, la persona para quien necesito vuestro auxilio sirve también a la señora delfina, y está muy mala, en tanto que la señora delfina no lo está.
—Ante todo, ¿de quién habláis? —preguntó el doctor.
—De una persona en cuyo aposento fuisteis introducido por la misma delfina.
—¡Ah!, ¡ah! ¿Se trata acaso de la señorita de Taverney?
—Justamente, caballero.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo el doctor levantando apresuradamente la cabeza para examinar al joven.
—Es necesario que sepáis que está muy mala.
—Sí, tiene espasmos, ¿no es verdad?
—Sí, caballero, constantemente se está desmayando; y hoy ha perdido el conocimiento tres o cuatro veces en mis brazos, en el espacio de algunas horas.
—¿Se encuentra peor acaso?
—¡Ay!, no lo sé, pero ya comprenderéis, doctor, que cuando se ama a una persona…
—¿Amáis a la señorita Andrea de Taverney?
—¡Oh!, más que a mi vida, doctor.
Felipe dijo estas palabras con tal exaltación de amor fraternal, que el doctor Luis interpretó mal su significado.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo—, conque vos sois…
El médico se detuvo vacilante.
—¿Qué queréis decir, caballero? —preguntó Felipe.
—Que si sois vos…
—¿Qué he de ser yo, caballero?
—¡Qué demonio!, el amante —dijo el doctor con impaciencia.
Felipe retrocedió dos pasos, llevándose la mano a la frente y poniéndose más lívido que la muerte.
—Caballero —dijo— ved que ofendéis a mi hermana.
—¿Vuestra hermana?, ¿la señorita Andrea de Taverney es hermana vuestra?
—Sí, señor, y creo que no he dicho nada que os haya inducido a cometer una equivocación tan extraña.
—Dispensadme, caballero: la hora en que os habéis aproximado a mí, el aire misterioso con que me habláis… creí, supuse que un interés más tierno que el cariño de hermano…
—¡Oh!, no habrá amante ni marido que ame a mi hermana tanto como yo.
—Muy bien: entonces no es extraño que os ofenda mi suposición, y os pido mil perdones; permitidme, caballero…
Y el doctor hizo un movimiento como para pasar.
—Doctor —insistió Felipe—, os ruego que no me dejéis sin tranquilizarme acerca del estado de mi hermana.
—¿Y por qué os habéis alarmado?
—¡Dios mío!, por lo que he observado.
—Habréis observado síntomas que anuncian una indisposición…
—¿Grave doctor?
—Según.
—Escuchadme, doctor, aquí sucede algo extraño, y cualquiera diría que no queréis o no os atrevéis a responder.
—Lo que debéis suponer es que me hallo impaciente por trasladarme al lado de la delfina que me espera…
—Doctor, doctor —dijo el joven pasándose la mano por la frente inundada de sudor—, ¿conque me tomasteis por amante de la señorita de Taverney?
—Sí, pero me habéis desengañado.
—¿Es decir que imagináis que la señorita de Taverney tiene un amante?
—Perdonadme, caballero, pero no tengo obligación de comunicaros mi modo de pensar.
—Doctor, tened compasión de mí; doctor, habéis pronunciado una palabra que se ha clavado en mi corazón como la hoja de un puñal que se rompe; doctor, no tratéis de darme una dedada de miel, porque serán inútiles vuestra delicadeza y habilidad: ¿qué enfermedad, pues, es esa de que pensabais hablar a un amante y pretendéis ocultar a un hermano? Respondedme, doctor, yo os lo ruego.
—Y yo os suplico, al contrario, que me dispenséis que no os responda, caballero, pues según el modo con que me hacéis preguntas, veo que estáis acalorado.
—¡Oh Dios mío!, ¿no conocéis, caballero, que cada palabra que pronunciáis me arrastra más y más hacia ese abismo que columbro no sin estremecerme?
—¡Caballero!
—Doctor —repuso Felipe con más violencia—, es decir que tenéis que revelarme un secreto tan terrible, que son necesarios para oírlo toda mi sangre fría y todo mi valor.
—Esa es una suposición vuestra, señor de Taverney, porque yo no he dicho eso.
—Vuestro silencio es cien veces peor que decir, pues toleráis que yo crea las cosas. ¡Oh! ¡Eso no es tener caridad, doctor! Ya veis que mi corazón está traspasado, pero oculto mi impaciencia; ya veis que ruego, que suplico; hablad pues, hablad, os juro que tendré sangre fría, que tendré valor… Esa enfermedad, esa deshonra quizá… ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Y no me interrumpís, doctor…!
—Señor de Taverney, nada he manifestado, ni a la señora delfina, ni a vuestro padre, ni a vos; conque no exijáis más.
—Sí, sí… pero ya estáis viendo que interpreto vuestro silencio, ya veis que voy con vuestro pensamiento por el camino oscuro y fatal en que se oculta; detenedme a lo menos si es que me extravío.
—Adiós, caballero —contestó el doctor con voz alterada.
—¡Ah!, no me dejéis así sin decirme que sí o que no. Una palabra, una sola y no deseo más.
El doctor se detuvo.
—Caballero —dijo—, hace poco, y esto fue causa de la fatal equivocación que os ha molestado…
—¡Oh!, dejemos eso, caballero.
—Al contrario, hablemos; hace poco, algo tarde tal vez, me manifestasteis que la señorita de Taverney era hermana vuestra pero antes, con una exaltación que ha producido mi error, me habíais dicho que queríais a la señorita Andrea más que a vuestra vida.
—Es cierto.
—Y si el cariño que la profesáis es tan grande, supongo que os pagará en la misma moneda.
—Andrea me quiere como no quiere a nadie en este mundo.
—Pues bien, siendo así volveos a su lado, y preguntadle, caballero; preguntadle, penetrando en ese camino que yo me veo obligado a abandonaros; y si es que os quiere como vos la queréis a ella, contestará a vuestras preguntas. Hay infinidad de cosas que se comunican a un amigo y no a un médico, y tal vez entonces consienta en deciros a vos lo que no quisiera haberos dejado entrever, aunque para ello necesitase cortarme un dedo de la mano. Adiós, caballero.
—¡Oh!, no, no, eso no es posible —exclamó Felipe, loco de sentimiento y entrecortando las palabras con sollozos—; no, doctor, he entendido mal; no, no podéis haber dicho eso.
Suavemente se deslizó el doctor y luego con una dulzura llena de conmiseración, dijo:
—Haced lo que acabo de indicaros, señor de Taverney, y, creedme, es lo mejor que podéis hacer.
—¡Oh!, comprended que creerlo es renunciar a la religión de toda mi vida, acusar a un ángel, tentar a Dios: si exigís que crea, probad a lo menos, probad.
—Quedaos con Dios, caballero.
—¡Doctor! —gritó Felipe lleno de desesperación.
—Ved que si habláis con esa violencia vais a dar a conocer que yo me había propuesto callar a todo el mundo y hubiera deseado ocultaros a vos también.
—¡Ah!, tenéis razón, doctor —dijo Felipe con voz tan baja que moría el aliento apenas salía de la boca—; pero al fin la ciencia puede equivocarse: ¿os habéis engañado vos?
—Caballero, rara vez —respondió el doctor—; he hecho unos estudios muy serios, y mi boca no dice que sí sino una vez que mis ojos y mi mente han dicho: «he visto, sé, estoy seguro». Sí, tenéis razón, caballero, alguna que otra vez he podido equivocarme como se engañan todos los hombres; pero, según todas las probabilidades, ahora no. Ea, tranquilidad, y separémonos.
—Voy a suplicaros el último favor, caballero, favor que para mí tiene un valor supremo. Ya veis el estado en que se encuentra mi razón; siento una cosa que se asemeja a la locura, y necesito para saber si debo vivir o morir, ver probada esa realidad que me amenaza. Me vuelvo al lado de mi hermana, y no le hablaré hasta que no la hayáis visto nuevamente, reflexionadlo.
—Vos sois quien debe reflexionar, caballero, porque lo que es por mí no tengo que agregar una palabra a lo que he dicho ya.
—Caballero, prometédmelo: ¡Dios mío!, es un favor que ni el verdugo podría negar a su víctima; prometedme que volveréis a ver a mi hermana una vez que visitéis a Su Alteza la señora delfina: doctor, en nombre del cielo, prometedme lo que os suplico.
—No puede ser, caballero; pero ya que os empeñáis en ello, en mi deber está hacer lo que deseáis; así que salga de la cámara de la señora delfina volveré a ver a vuestra hermana.
—¡Oh!, gracias, gracias. Sí, venid, y entonces confesaréis que os habéis equivocado.
—Lo deseo de todo corazón, caballero, y si me he engañado lo confesaré lleno de gozo. Adiós.
Al fin vióse libre el doctor marchándose enseguida y dejando a Felipe presa de la mayor agitación y sin saber qué decidir.