Felipe encontró a su hermana reclinada en el sofá con la cabeza inclinada, presa de un general malestar; pero tan inmóvil que únicamente oyendo su respiración hubiera podido creerse que vivía.
Su hermano permaneció mucho rato contemplándola; pero al ver aquel tan triste y abatido aspecto no pudo reprimir un grito, grito que hizo levantar la cabeza a Andrea.
—¿Tú, Felipe, tú aquí? —dijo—. Y la abandonaron las fuerzas antes de poder continuar hablando.
Por otra parte, ¿qué otra cosa podía decir, si sólo pensaba en eso?
—Sí, sí, soy yo —contestó Felipe abrazándola y sosteniéndola porque conocía que se doblegaba entre sus brazos—; yo que estoy de vuelta y te hallo mala. ¡Ahí!, ¡pobre hermana!, ¿qué tienes?
La risa nerviosa de Andrea afligió a Felipe en vez de tranquilizarle como la enferma hubiera deseado.
—¿Qué qué tengo me preguntas? ¿Tengo cara de estar mala, Felipe?
—¡Oh!, sí, Andrea, te veo muy pálida, y tiemblas.
—¿Pero en qué lo conoces, hermano? Ni siquiera estoy indispuesta. ¡Dios mío! ¿Quién te ha enterado tan mal? ¿Quién ha cometido la necedad de alarmarte? En verdad que no sé qué es lo que quieres decir, y me siento buena, exceptuando algunos vahídos que me acometen y me desaparecerán con la misma facilidad con que me han acometido.
—¡Oh!, pero estás tan pálida, Andrea…
—¿Tengo ordinariamente mucho color?
—No, pero a lo menos tenías vida mientras que hoy…
—No es nada.
—Mira, mira, hace un momento que te echaban fuego las manos, y ahora están más frías que el hielo.
—Es la sensación que tu presencia me ha producido.
—Pero si te tambaleas, y a no ser por mí no te tendrías en pie, Andrea.
—No, lo que hago es abrazarte, ¿no deseas que te abrace, Felipe?
—¡Oh!, querida Andrea.
Y estrechó a la joven contra su pecho en tanto que esta era acometida por un nuevo vahído.
—¿Lo ves, lo ves cómo me engañabas? —exclamó Felipe—. ¡Ah!, querida hermana, tú sufres, tú estás mala.
—El frasquito, el frasquito —murmuró Andrea procurando sonreír.
Y con sus apagados ojos y su mano, que casi no podía levantar, mostraba a Felipe un frasquito colocado en el ropero que estaba junto a la ventana.
Lanzóse Felipe hacia aquel mueble, sin apartar la vista de su hermana, a quien dejaba con sentimiento.
Acto seguido abrió la ventana y volvió con el frasco, el cual aplicó a la crispada nariz de la joven.
—Bien, bien —dijo respirando con ansia el aire y la vida—, ya ves que resucito: vamos ¿piensas que estoy muy mala? Habla.
Felipe, por toda respuesta, la miraba fijamente.
Andrea fue restableciéndose lentamente, se enderezó en el sofá, cogió con sus sudosas manos las de Felipe que temblaban, endulzóse su mirada, la sangre volvió a colorear las mejillas, y parecía que jamás había estado tan bonita.
—Ya ves Felipe —dijo—, que todo se ha pasado y nada hubiera ocurrido a no ser por la sensación que me causa verte, a ti, que eres mi vida.
—Sí, todo esto es muy bueno, muy amable, Andrea; pero te suplico que me digas a qué atribuyes esa dolencia.
—Lo ignoro, quizá sea la vuelta de la primavera, el olor sofocante de las lilas persas me atacó a los nervios.
—Sí tienes razón, quizá será eso; las flores son muy peligrosas: acuérdate que cuando yo era niño, se me antojó en Taverney rodear mi cama de una guirnalda de lilas que recogimos en el seto. Los dos decíamos que parecía un altarcillo; pero ya sabes que a la mañana siguiente no desperté; todos suponían que me había muerto, tú que nunca quisiste convencerte de que te hubiese dejado de aquel modo sin despedirme de ti, y únicamente tú, pobre Andrea, fuiste quien (apenas tenías seis años en aquella época) me hiciste recobrar el sentido, a fuerza de besos y lágrimas.
—Y de aire, Felipe, porque lo mejor de todo en tales casos es el aire, y siempre parece que me falta.
—¡Ah!, hermana, hermana; si te hubieras acordado de eso, no hubieras traído flores a tu aposento.
—No, Felipe, no; ciertamente que hace quince días que no ha entrado aquí una margarita, y lo más extraño es que a pesar de que tanto me agradaban las flores, ahora las aborrezco; pero dejémonos de flores. El hecho es que he tenido jaqueca, sí, Felipe, la señorita de Taverney ha tenido jaqueca, ¡y, qué dichosa es esa señorita, pues ha alborotado a la corte y la villa por esa jaqueca que ha ocasionado un desmayo…!
—¿Cómo es eso?
—Como lo oyes. La señora delfina se ha dignado venir a visitarme. ¡Oh! ¡Felipe, qué protectora tan buena tengo, y qué amiga tan cariñosa es la señora delfina! Me ha cuidado, me ha mimado, me ha enviado un médico de cámara, y cuando un personaje de tanta gravedad como el doctor, cuyos fallos son infalibles, me tomó el pulso y me examinó los ojos y la lengua, ¿sabes hasta dónde llega mi buena suerte?
—No.
—Pues resultó que no tenía nada.
—El tonto de Gilberto tiene la culpa.
—¡Gilberto! —dijo Andrea haciendo un gesto visible de impaciencia.
—Sí, me ha dicho que estabas muy enferma.
—¿Y has creído a ese idiota, a ese holgazán, que sólo es bueno para hacer daño o decir cosas que incomoden?
—¡Andrea, Andrea!
—¿Qué sucede?
—Te pones pálida otra vez.
—No, sino que ese Gilberto me excita los nervios: no basta hallarse en mi camino, sino que también he de oír hablar de él cuando no está aquí.
—Vamos, está visto que vas a desmayarte de nuevo.
—¡Oh!, sí, sí, ¡Dios mío…! Pero es que…
Y los labios de Andrea se volvieron pálidos, paralizándoseles la voz.
—¡Vaya una cosa rara! —murmuró Felipe.
Hizo Andrea un esfuerzo y dijo:
—No, no es nada, no hagas caso de todos estos mareos y vapores; observa cómo me sostengo en pie, Felipe: mira, si me creyeras, iríamos a dar una vuelta juntos, y ya verías cómo a los diez minutos estaba buena.
—Me parece que te equivocas acerca de tus propias fuerzas, Andrea.
—No, tu vuelta me devolvería la salud, aunque estuviera muriéndome. ¿Quieres que salgamos, Felipe?
—De aquí un instante, querida Andrea —dijo Felipe cariñosamente a su hermana—: Todavía no te has tranquilizado del todo.
—Corriente.
Andrea cayó otra vez sobre el sofá, arrastrando consigo a Felipe, que la tenía cogida de la mano.
—¿Y por qué —siguió diciendo la joven—, has venido de repente, sin tener ninguna noticia de ti?
—Contéstame antes, querida Andrea, ¿por qué dejaste de escribirme?
—Sí; pero sólo ha sido de algunos días acá.
—Hará unos quince días, Andrea.
La joven bajó la cabeza.
—¡Perezosa! —dijo Felipe en tono de dulce reconvención.
—No. Felipe, sino que estaba mala. Mira, dices bien, mi indisposición se remonta al día en que dejaste de recibir noticias mías; desde ese día empezaron a molestarme las cosas que más quería, sentía hastío.
—A pesar de todo, estoy muy satisfecho por lo que dijiste hace poco.
—¿Qué dije?
—Que eres muy feliz; tanto mejor, pues si a ti te quieren y piensan en ti, no me sucede a mí lo mismo.
—¿A ti?
—Sí, a mí, porque todos me olvidan, incluso mi hermana.
—¡Oh! Felipe.
—¿Creerás, querida Andrea, que desde que marché, a pesar de que se dijeron que corría tanta prisa, no he recibido noticia alguna de ese regimiento de que iba a tomar posesión, y que el rey me había ofrecido por mediación de M. de Richelieu y aun de papá?
—¡Oh!, no me admiro de eso —dijo Andrea.
—¿Cómo que no te admiras?
—No. Si tú supieras, Felipe… M. de Richelieu y papá están completamente trastornados, y parecen dos cuerpos sin alma. Ciertamente que no entiendo el modo de vivir de esta gente. Por la mañana va papá en busca de su antiguo amigo, que es como le denomina, le persigue en Versalles, hasta en la cámara del rey, y después vuelve a aguardarle aquí, donde emplea el tiempo en hacerme preguntas que no entiendo. Transcurre el día y no consigue las noticias que desea, y entonces se enfurece papá, diciendo que el duque le hace andar de acá para allá, que le vende. Y yo pregunto: ¿en qué le vende el duque? La verdad es que no sé una palabra, y te confieso que tengo poco empeño en saberlo. Por lo demás, el barón vive como un condenado en el purgatorio, siempre aguardando una cosa que no le traen, o a alguna persona que nunca llega.
—Pero ¿y el rey, Andrea, y el rey?
—¿Cómo el rey?
—Sí, el rey, que tan propicio se mostraba en nuestro favor.
Andrea miró en torno suyo con timidez.
—¿Qué es eso?
—Escúchame. El rey, hablemos bajo, se me figura muy caprichoso, Felipe. Al principio me manifestó Su Majestad, como ya sabes, mucho interés lo mismo que a ti, a papá y a toda la familia, pero de repente se ha enfriado este interés, sin que yo pueda adivinar por qué ni cómo. Lo cierto es que Su Majestad no me mira, hasta me vuelve la espalda, y que ayer, cuando tuve la desgracia de desmayarme en el jardín… Empieza Llaudet.
—¡Ah!, ya ves cómo Gilberto tenía razón; ¿conque te desmayaste, Andrea?
—¿Qué precisión tenía ese miserable de Gilberto de decirte eso, y acaso de decirlo a todo el mundo? ¿Qué le importa que me desmaye o no? Bien sé, querido Felipe —agregó Andrea riéndose—, que no es político desmayarse en casa de un rey, pero al fin no se desmaya una por gusto, ni yo lo hice expresamente.
—Pero ¿quién te lo censura, querida hermana?
—¿Quién ha de ser?, el rey. Sí; Su Majestad llegaba de Trianón el grande por el huerto, justamente en el momento fatal. Yo estaba hecha una tonta, una estúpida, tendida en un banco, en brazos del bondadoso M. de Jussieu, quien me socorría lo mejor que le era posible, cuando el rey me divisó. Debes comprender, Felipe, que el desmayo no priva totalmente del conocimiento, y que se acuerda el que lo padece de lo que ha pasado a su alrededor; pues bien, cuando el rey me vio, aunque parecía que yo no sentía nada, advertí que frunció el entrecejo, me miró furioso y dijo entre dientes algunas palabras descorteses. Enseguida se fue Su Majestad muy escandalizado, supongo, de que me hubiese atrevido a ponerme mala en sus jardines, y ya ves, Felipe, que yo no tenía la culpa.
—Pobrecita hermana mía —dijo Felipe estrechando con cariño las manos de Andrea—, ya lo creo que tú no tienes la culpa; ¿y qué más, qué más?
—Nada más, amiguito; el señor Gilberto hubiera hecho muy bien en no hacer comentarios.
—Vaya, de nuevo vuelves a cebarte en ese pobre muchacho.
—Sí, defiéndele; ¡cómo es tan buen sujeto!
—Andrea, te lo suplico por favor, no trates con tanta dureza a ese joven, porque así ajas su amor propio y haces que se vuelva áspero… ¡Oh!, ¿qué tienes, Andrea?
Aquella vez Andrea cayó de espaldas sobre los cojines del sofá, sin pronunciar una palabra. Entonces no la hizo volver en sí el frasquito y fue necesario esperar a que pasase el mareo y se restableciera la circulación.
—Decididamente —murmuró Felipe—, estás mala, hermana, hasta el punto de asustar a hombres más animosos de lo que yo soy cuando se trata de tus padecimientos; dirás lo que quieras, pero creo que esta indisposición no debe ser considerada con la ligereza que afectas.
—Pero si el médico ha dicho…
—Eso no me convence, ni me convencerá nunca. ¡Que no hubiera hablado yo al médico! ¿Dónde podré verle?
—Todos los días viene a Trianón.
—¿A qué hora? ¿Por la mañana?
—Y por la tarde, cuando se encuentra de servicio.
—¿Lo está ahora?
—Sí, y a las siete en punto de la tarde, porque es muy puntual, subirá la gradería de piedra que conduce a los aposentos de la señora delfina.
—Bien, aguardaré en tu habitación.