Capítulo CXXXVIII

—No —exclamó Gilberto—, no la tocaré yo nunca. Y echó a correr pidiendo socorro.

A sus voces llegaron otros dos jardineros que por orden de M. de Jussieu condujeron a Andrea a su habitación.

M. de Jussieu no la abandonó hasta que la dejó al lado del barón que quedó solo con su hija.

—Perdonadme, papá —fue lo primero que dijo Andrea—, pero tened la bondad de abrir la ventana, porque no puedo respirar.

—Es que deseaba hablar contigo algo seriamente, y como esta habitación parece una jaula, hasta el aliento se oye de fuera; pero no importa, hablaré despacio.

Y abrió la ventana.

Al momento volvió a juntarse con su hija.

—En verdad —dijo—, que el rey, que tanto interés nos manifestó en un principio, da muy pocas pruebas de galantería cuando permite que vivas en este zaquizamí.

—Papá —contestó Andrea—, en Trianón no hay donde albergarse, pues ya sabéis que es el defecto que tiene este real sitio.

—Que para otros no hubiera aposentos —dijo Taverney con una sonrisa insinuante—, lo concibo, pero para ti, no lo entiendo.

—Habéis formado de mí una opinión muy favorable, papá —replicó Andrea sonriéndose—, pero desgraciadamente no todo el mundo piensa así.

—No lo creas, cuantos te conocen piensan lo mismo que yo.

Andrea se inclinó como hubiera hecho con un extraño para darle las gracias, porque aquellos cumplidos por parte de su padre comenzaban a causarle inquietud.

—Presumo —continuó diciendo Taverney en tono almibarado—, que el rey te conoce.

Y mientras hablaba asestó a la joven una mirada cuyo escudriñamiento no se podía sufrir.

—¿El rey? —dijo Andrea con el tono más natural del mundo—. Apenas me conoce, y me figuro soy muy poca cosa para él.

El barón dio un brinco al oír estas palabras.

—¡Poca cosa! —exclamó—, no te entiendo. Conque poca cosa, ¿eh? ¡Vaya un valor que das a tu persona!

Miró Andrea a su padre asombrada.

—Sí, sí —dijo el barón—, lo digo y lo repito, es tanta tu molestia que raya en olvido de la dignidad personal.

—Todo lo exageráis, señor; es cierto que el rey se ha interesado por las desgracias de nuestra familia, y que se ha dignado hacer algo por nosotros; pero hay tantos infortunios cerca del trono de Su Majestad, salen tantas larguezas de su regia mano, que por necesidad debía recaer sobre nosotros el olvido después de hecho el beneficio.

Taverney miró detenidamente a su hija, y no sin cierta admiración al ver su reserva e impenetrable discreción.

—Vamos —le dijo acercándose a ella—, querida Andrea, tu padre va a ser el primer pretendiente que se dirige a ti, y espero que no le desairarás.

Andrea miró entonces a su padre como pidiéndole una explicación.

—Vamos —continuó Taverney—, todo te lo suplico, aboga por nosotros, haz algo por tu familia…

Andrea no podía comprender a su padre, el barón no entendía lo que él presumía que no era más que un exceso de disimulo en su hija, y desesperado ya iba a abordar de frente la cuestión y a preguntar a su hija acerca de la visita del rey, cuando le interrumpió un ruido de pasos que se oyó en la escalera.

El barón calló al momento y corrió al pasamano para ver quien iba a la habitación de su hija.

Andrea observó con asombro que su padre se arrimaba a la pared.

Casi en el mismo instante penetró en el cuarto la delfina, acompañándola un hombre vestido de negro y que se apoyaba en un largo bastón.

—¡Vuestra Alteza aquí! —exclamó Andrea haciendo un esfuerzo para ir a recibir a la delfina.

—Sí —respondió esta—, os vengo a consolar y os traigo un médico. Venid, doctor. ¡Ah!, señor de Taverney —continuó diciendo la princesa luego que conoció al barón—, vuestra hija está muy enferma y no la cuidáis.

—Señora… —tartamudeó Taverney.

—Venid, doctor —dijo la delfina con aquella bondad encantadora que en tan alto grado poseía—, venid, tomadle el pulso, mirad lo abatido de sus ojos, y manifestadme qué tiene mi ahijada.

—¡Oh!, señora, cuán bondadosa sois… —murmuró la joven—, no sé cómo he podido atreverme a recibir a Vuestra Alteza Real.

—En este chiribitil, ¿no es así, querida mía? Tanto peor para mí que os he dado tan mal aposento, pero ya se pondrá remedio. Vamos, hija mía, dad la mano al señor Luis, mi médico-cirujano, y cuidado, porque es un filósofo que adivina, y un sabio que ve.

Andrea tendió la mano al doctor sonriéndose.

Este, aún joven, y cuya inteligencia fisonomía revelaba cuanto la delfina había dicho de él, no cesaba desde que entró en la habitación, de examinar primero a la enferma, luego la habitación y por último la extraña figura del padre, que no anunciaba inquietud, sino mortificación.

El hombre sabio iba a ver, cuando ya había adivinado tal vez el filósofo.

Consultó el doctor durante largo rato el pulso de la joven, y le preguntó qué era lo que sentía.

—Mucha inapetencia —contestó Andrea—, estremecimientos repentinos, ardores que me suben de pronto a la cara, espasmos, palpitaciones y desmayos.

A medida que Andrea hablaba se ponía más serio el médico.

Por fin, soltó la mano de la joven y separó la vista.

—Y bien, doctor —dijo la princesa—, ¿quid?, como dicen los que preguntan a un médico. ¿Está amenazada esta niña y la sentenciáis a morir?

El doctor volvió a fijar la vista en Andrea, y la examinó nuevamente en silencio.

—Señora —dijo—, la enfermedad de esta señorita no tiene nada de particular.

—¿Pero no es peligrosa?

—Regularmente no —respondió el doctor sonriéndose.

—¡Ah!, muy bien —dijo la princesa respirando con más libertad—, no la atormentéis demasiado.

—¡Oh!, podéis estar segura, señora, de que no la atormentaré en manera alguna.

—¿Y no la recetáis?

—Para la enfermedad que sufre esta señorita no se aplica ningún remedio.

—¿De veras?

—Como lo ha oído Vuestra Alteza.

—¿Ninguno?

—Ninguno.

Y procurando evitar una explicación más larga, el doctor se despidió de la princesa pretextando que tenía que visitar otros enfermos.

—Doctor, doctor —dijo la delfina—, si lo que decís es tan sólo para tranquilizarme, entonces estoy yo más mala que la señorita de Taverney; traedme, pues, sin falta, cuando esta noche vayáis a visitarme, los anises que me habéis ofrecido para conciliar el sueño.

—Señora, así que vaya a casa yo mismo los prepararé.

Y se marchó.

Permaneció la delfina junto a su lectora.

—Querida Andrea, tranquilizaos —dijo con benévola sonrisa—: Vuestra enfermedad no debe ser alarmante cuando el doctor se marcha, sin recetaros nada.

—Señora, tanto mejor —replicó Andrea—; con eso nada interrumpirá mi servicio al lado de Vuestra Alteza Real, que es lo que más sentía: sin embargo, diga lo que diga el médico, padezco, señora, os lo juro.

—No será grave ese mal cuando el médico se ríe de él. Acostaos, pues; hija mía, os enviaré una persona que os asista, pues noto que estáis sola. Señor de Taverney, tened la bondad de acompañarme.

Diciendo esto, dio la mano a Andrea y salió después de haberla consolado como ofreció al entrar.