Capítulo CXXXVII

Al volver de su sorpresa Taverney, se determinó a tener una conferencia con su hija y se dirigió al aposento de Andrea, que se hallaba acatando su tocador.

Andrea oyó los pasos de su padre en la antesala en el instante en que con su libro debajo del brazo iba a atravesar la habitación.

—¡Ah!, buenos días, Andrea —dijo M. de Taverney—: ¿Pensabas salir?

—Sí, papá.

—¿Sola?

—Ya lo estáis viendo.

—¿Conque todavía no tienes a nadie?

—Desde que ha desaparecido Nicolasa no he vuelto a tomar doncella.

—Así no puedes continuar, Andrea, porque ni puedes vestirte, ni brillar en la corte; ya sabes que te recomendé otra cosa.

—Perdonadme, papá, pero me esta esperando Su Alteza.

—Te aseguro, Andrea —replicó Taverney, acalorándose a medida que hablaba—; os aseguro, señorita, que con esa sencillez, terminaréis por caer aquí en ridículo.

—Papá…

—El ridículo mata en cualquier parte, pero en la corte mucho más.

—Bien, señor, trataré de aplicar el remedio; pero lo que es en este momento, la señora delfina me dispensará el que no me haya vestido con más elegancia, por la prisa que tengo de ir a su lado.

—Vete, pues, y vuelve así que te veas libre, porque tengo que hablarte de un asunto muy importante.

—Bien, papá —dijo Andrea.

Y trató de continuar su camino.

El barón fijó en ella la vista y exclamó:

—Aguardad, aguardad; así no podéis salir, se os ha olvidado el colorete, señorita, y tenéis una palidez que asusta.

—¿Yo, papá? —dijo Andrea deteniéndose.

—¿En qué pensáis cuando os miráis al espejo? Vuestras mejillas están amarillas como la cera, y tenéis ojeras de una cuarta. Cuando se está así no se sale, señorita, so pena de causar repugnancia a la gente.

—No he tenido tiempo de componerme papá.

—Es una cosa terrible —exclamó Taverney encogiéndose de hombros—; en el mundo no se hallará una mujer parecida, y sin embargo es hija mía. ¡Qué cambio tan atroz! Andrea, Andrea.

Pero Andrea estaba al pie de la escalera.

Desde allí se volvió.

—A lo menos —dijo Taverney—, decid que estáis mala, haceos la interesante, ¡vive Cristo!, ya que no deseáis parecer bella.

—¡Oh!, en cuanto a eso, papá, es cosa fácil y no mentiré si digo que estoy enferma, porque verdaderamente sufro en este momento.

—Bien —dijo el barón refunfuñando—; sólo nos faltaba que se pusiera mala.

Y agregó entre dientes:

—¡Mal hayan las mujeres gazmoñas!

Y volviendo al gabinete de su hija buscó cuanto pudiera ayudar sus conjeturas y formar una opinión.

En tanto Andrea cruzaba la explanada y costeaba los jardines, alzando de vez en cuando la cabeza como si quisiera buscar en el aire aspiraciones más fuertes, porque el perfume de las flores penetraba con excesiva violencia en su cerebro conmoviendo todas sus fibras.

Presa de un malestar desconocido, llegó Andrea a las antesalas de Trianón, donde la señora de Noailles, que se encontraba de pie en el gabinete de la delfina, dio a entender desde luego a Andrea que ya era hora y que la estaban aguardando.

Efectivamente, el abate ***, lector en propiedad de la princesa, almorzaba con Su Alteza Real, quien concedía este favor a las personas a quienes trataba con intimidad. En vez de leer hablaba el abate y refería a la delfina todas las noticias de Viena que pudo adquirir en casa de los redactores de gacetas y diplomáticos.

Andrea entró, y como también tenía la delfina días de capricho y dolor de cabeza, el abate le había interesado, molestándole que Andrea llegase con el libro después de aquella conversación.

Por lo tanto dijo a su lectora que hiciese por no faltar otra vez a la hora señalada, agregando que había cosas que eran buenas por la oportunidad con que se hacían.

Llena de vergüenza Andrea, en vez de disculparse, inclinó la cabeza, y como si fuera a morir cerró los ojos y perdió el equilibrio.

A no evitarlo la señora de Noailles hubiera caído al suelo.

—¡Qué poca firmeza de ánimo tenéis señorita! —murmuró la señora Etiqueta. Andrea no respondió.

—Duquesa, se pone enferma —exclamó la delfina, levantándose para acudir a socorrer a Andrea.

—No, no —replicó Andrea con viveza e inundados los ojos de lágrimas—: Estoy bien, o mejor dicho me siento mejor.

—Mirad, duquesa, está tan blanca como su pañuelo. Yo tengo la culpa por haberle reñido. ¡Pobre niña! Vamos, tomad asiento.

—Señora…

—¡Cuando yo lo mando…! ¡Abate, dejadme vuestra silla de tijera!

Sentóse Andrea, y bajo la dulce influencia de aquella bondad, poco a poco se serenó su imaginación y sus mejillas recobraron el color.

—¿Y bien, señorita, podéis leer ahora? —interrogó la delfina.

—¡Oh!, sí, ciertamente, o a lo menos así lo espero.

Y Andrea abrió el libro por el sitio en que había suspendido su lectura la víspera, y con voz que trató fuese reposada para hacerla más inteligible y grata, comenzó a leer.

No bien habían recorrido sus ojos el contenido de dos o tres páginas, comenzaron a revolotear aquellos átomos negros que tenía a la vista, arremolináronse y no pudo descifrarlos.

Palideció nuevamente, un sudor frío se desprendió de su pecho y subió a la frente, y el negro círculo que Taverney vio en los párpados de su hija se ensanchó, pero de tal manera, que la delfina, a quien la vacilación de Andrea había hecho alzar la cabeza, exclamó:

—¡Otra vez…!, duquesa, esta niña está mala; mirad cómo pierde el conocimiento.

Y lo que es aquella vez la misma delfina recurrió a un frasquito de sales que hizo respirar a su lectora. Reanimada Andrea con esto, trató de recoger el libro, pero fue inútil.

—No hay duda, duquesa —dijo la delfina—; Andrea está mala y no consiento que se ponga peor quedándose aquí.

—En ese caso —dijo la duquesa—, será necesario que la señorita se vuelva a su aposento cuanto antes.

—¿Y por qué, señora? —interrogó la delfina.

—¿Por qué? —replicó la camarera mayor haciendo una profunda reverencia—. Porque así comienzan las viruelas.

—¿Las viruelas?

—Sí, por desmayos, síncopes y calofríos.

El abate se vio muy comprendido en el peligro que señalaba la señora de Noailles, porque levantó el campo, y gracias a la libertad que le proporcionaba aquella indisposición de una mujer, se escabulló de puntillas y con tanta destreza que no notaron su desaparición.

Cuando Andrea se vio por decirlo así, en brazos de la delfina, le devolvió las fuerzas, o mejor dicho el valor, la vergüenza que le causaba el haber incomodado hasta tal punto a una princesa tan grande, y se aproximó a la ventana para respirar.

—Así no se toma el aire, querida mía —dijo la delfina—; volved a vuestra habitación, que yo haré os acompañen.

—¡Oh!, os aseguro señora —dijo Andrea—, que ya estoy bien, y podré marchar sola, ya que Vuestra Alteza tiene la bondad de permitirme que me retire.

—Sí, sí, y no tengáis cuidado —siguió la delfina—; otra vez no se os reñirá, puesto que sois tan sensible.

Conmovida Andrea con tanta bondad, propia de una hermana cariñosa, besó la mano a su protectora y salió de la habitación.

Cuando se hallaba al pie de las gradas, le dijo la delfina desde la ventana:

—No entréis enseguida en vuestro aposento, señorita, sino dad un paseo por los jardines, seguramente ese sol os hará mucho bien.

—¡Cuán amable es Vuestra Alteza! —murmuró Andrea.

—Tened la bondad de enviarme el abate, que está allá abajo estudiando botánica en un cuadro de tulipanes de Holanda.

Andrea tuvo que dar un rodeo y cruzar el jardín para ir adonde se hallaba el abate.

No vio a veinte pasos de distancia de donde ella se encontraba dos hombres que se hallaban hablando, y uno de los cuales la seguía con la vista alarmado y confuso. Aquellos dos hombres eran Gilberto y M. de Jussieu. El primero, apoyado sobre su azada, escuchaba al sabio profesor, quien le estaba explicando cómo se riegan las plantas ligeras, de manera que el agua no haga más que pasar por las tierras sin detenerse en ellas.

—Mira, hijo —decía M. de Jussieu—, aquí tienes cuatro clases de terreno, y si yo quisiera podría descubrir otras diez más, mezcladas con esas cuatro principales. Siempre resulta que el florista, ha de probar la tierra como el jardinero la fruta; ¿me has comprendido bien, Gilberto?

—Sí, señor —contestó este, con los ojos fijos y la boca medio abierta, porque había visto a Andrea, y situado como estaba, podía seguir viéndola sin dar que sospechar al profesor que su demostración no era escuchada y entendida religiosamente.

—Para probar la tierra —dijo M. de Jussieu, creyendo equivocadamente que Gilberto prestaba atención—, se pone un puñado en una coladera; se echa sobre ella con tiento algunas gotas de agua, y se prueba esa agua cuando se filtre por la tierra.

—¡Oh Dios mío! —exclamó Gilberto, extendiendo los brazos hacia adelante.

—¿Qué sucede?

—Que se desmaya, señor, que se desmaya.

—¿Quién? ¿Estás loco?

—Ella, ella.

—¿Ella?

—Sí —dijo, apresuradamente Gilberto—, una dama.

Y su espanto y su palidez le hubieran vendido tanto como la palabra ella, si M. de Jussieu no hubiera separado de él la vista para seguir la dirección de su mano.

Mirando en aquella dirección M. de Jussieu divisó a Andrea que había ido arrastrando hasta unos hojaranzos, y que al llegar allí cayó sobre un banco, permaneciendo inmóvil y expuesta a perder el último soplo de vida que le restaba.

Precisamente a aquella hora Luis XV tenía la costumbre de ir a visitar a la delfina, y en aquel momento desembocaba por el huerto, trasladándose de Trianón el grande al chico y llevando en la mano un albaricoque de color de escarlata, lo cual era un milagro de precocidad, si no sería mucho mejor, para dicha de Francia, comerse él aquella fruta, que no la delfina, y se interrogaba a sí mismo, como verdadero rey egoísta.

El afán con que M. de Jussieu corrió hacia Andrea, a quien apenas divisaba el rey, merced a su cortedad de vista, y a quien no conoció absolutamente, así como los gritos sofocados de Gilberto, gritos que expresaban un profundo terror, hicieron que Su Majestad acelerase el paso.

—¿Qué sucede? —preguntó Luis XV aproximándose a los hojaranzos.

—¡El rey! —exclamó M. de Jussieu, sosteniendo en sus brazos a la joven.

—¡El rey! —exclamó Andrea, desmayándose del todo.

—¿Quién es? —interrogó Luis XV—, ¡ah!

—Señor, se ha desmayado.

—¡Ah!, veamos —dijo Luis XV.

—Ha perdido el conocimiento, señor.

El rey se acercó, conoció a Andrea, y estremecióse.

—¿Otra vez?… ¡Oh!, esto es terrible, el que tiene semejantes enfermedades no puede salir de su casa, porque no es decoroso morirse así todos los días delante de la gente.

Y Luis XV deshizo lo andado para dirigirse al pabellón de Trianón el chico, diciendo pestes contra Andrea.

M. de Jussieu, que no sabía los antecedentes se quedó estupefacto por un momento; pero se volvió enseguida, y viendo a Gilberto a diez pasos en la actitud del temor y la ansiedad dijo:

—Ven, Gilberto, lleva a esta señorita.