Richelieu se situó donde pudiera verle el rey, a quien ayudaba a vestir M. de Conde.
Cuando el rey vio al mariscal, hizo un movimiento tan brusco, al querer volver la cara a otro lado, que faltó poco para que la camisa cayese al suelo, y el príncipe retrocedió con sorpresa.
—Dispensadme, primo —dijo Luis XV, a fin de demostrar al príncipe que no era por este aquel brusco movimiento.
Así es que Richelieu vio perfectamente que él era la causa de aquella furia; pero como iba decidido a provocarla, en caso preciso, a fin de tener una explicación formal, varió de aspecto como en Fontenoy, y fue a colocarse en un sitio por donde debía pasar el rey para entrar en su gabinete.
Cuando el monarca ya no vio al mariscal, se puso a hablar libremente y con gracia, vistióse, proyectó una cacería en Marly, y trató acerca de ella largo y tendido con su primo, porque los señores de Conde siempre han pasado por muy buenos cazadores.
Cuando iba a penetrar en su gabinete, vio a Richelieu preparado con gracioso ademán a hacerle la reverencia más bonita que se ha hecho desde Lauzun, quien, como es sabido, saludaba tan bien.
Luis XV se detuvo casi aturullado.
—¿Todavía os encontráis aquí, señor de Richelieu? —dijo.
—Sí, a las órdenes de Vuestra Majestad.
—¿Conque no abandonáis a Versalles?
—En el espacio de cuarenta años, señor, muy pocas veces me he alejado de aquí para otra cosa que no sea el servicio de Vuestra Majestad.
El rey se paró enfrente del mariscal.
—Vamos —dijo—, vos deseáis alguna cosa, ¿no es verdad?
—¡Yo, señor! —dijo Richelieu sonriente— ¿y qué he de querer?
—Pues entonces, ¿por qué me perseguís, duque? Sí, voto al demonio, me estáis persiguiendo.
—Me alegro que lo hayáis conocido, señor; efectivamente, os persigo, pero es con mi cariño y respeto.
—¡Oh!, fingís que no me entendéis, pero no es así. Pues bien, entended, señor, mariscal, que yo nada tengo que deciros.
—¿Nada, señor?
—Nada en absoluto.
Richelieu se armó de profunda indiferencia.
—Señor —dijo—, siempre he tenido la suerte de decirme a mí mismo, en mi alma y conciencia, que mi asistencia continúa al lado del rey era sin interés y esto, señor, es de importancia, porque lo mismo ha sido en los cuarenta años de que he hablado a Vuestra Majestad. Así es que jamás dirán los envidiosos que el rey me ha concedido alguna cosa; por suerte lo que es sobre esto tengo mi reputación bien sentada.
—Vamos, duque, si deseáis algo para vos, pedidlo, pero que sea pronto.
—Señor, nada necesito, y por ahora me limito a rogar a Vuestra Majestad…
—¿El qué?
—Que consintáis en que os dé las gracias personalmente…
—¿Quién?
—Señor, un sujeto que os debe un gran favor.
—¿Pero de quién se trata?
—De un sujeto, señor, a quien Vuestra Majestad ha dispensado la insigne honra… ¡Ah!, cuando uno ha tenido el honor de sentarse a la mesa de Vuestra Majestad; cuando ha gozado de esa conversación tan delicada, y de esa alegría tan arrebatadora que convierte a Vuestra Majestad en el anfitrión más divino que puede idearse, nunca lo olvida, y se acostumbra a un trato tan dulce…
—Poseéis un pico de oro, señor de Richelieu.
—Señor…
—En resumen, ¿de quién queréis hablarme?
—De mi amigo Taverney.
—¡Vuestro amigo! —repuso el rey.
—Señor…
—¡Taverney! —continuó el monarca con una especie de espanto que causó gran admiración al duque.
—¿Qué queréis, señor? Es un antiguo camarada…
Y se detuvo un momento.
—Hombre que sirvió a las órdenes de Villars conmigo.
Y se detuvo nuevamente.
—Ya sabéis, señor, que en este mundo se llama amigos a cuantos conocemos, o mejor dicho, a cuantos no son enemigos nuestros; pero esta es una palabra cortesana que muchas veces no significa gran cosa.
—Esa palabra compromete mucho, duque —repuso el Rey con aspereza—, y es conveniente usarla con reserva.
—Los consejos de Vuestra Majestad son preceptos de sabiduría. Por lo tanto M. de Taverney…
—Es un hombre inmoral.
—Pues bien, señor, palabra de caballero que lo había sospechado.
—Un hombre sin delicadeza, señor mariscal.
—En cuanto a su delicadeza, señor, no hablaré de ella en presencia de Vuestra Majestad, porque yo sólo puedo garantizar lo que conozco.
—¡Cómo es eso! ¿Conque no garantizáis la delicadeza de vuestro amigo, de un servidor antiguo, de un hombre que ha servido con vos a las órdenes de Villars, y que me habéis presentado? No obstante le conocéis, ¿no es verdad?
—Verdaderamente que sí, señor, pero no su delicadeza. Sully decía a vuestro abuelo Enrique IV que vio salir su fiebre vestida con un traje verde; mas yo confieso humildemente, señor, que jamás he sabido cómo se viste la delicadeza de Taverney.
—En fin, mariscal, os digo que es un tunante, y que ha desempeñado un papel muy feo.
—¡Oh!, si Vuestra Majestad lo dice…
—¡Sí, señor, lo digo yo!
—Pues bien —contestó Richelieu—, con hablar así me saca Vuestra Majestad de un apuro. Sí, lo confieso, M. de Taverney no es un pimpollo de delicadeza, y demasiado lo había conocido; pero, en fin, señor, hasta que Vuestra Majestad no se dignara manifestar su opinión…
—Mi opinión es bien terminante, mariscal; le aborrezco.
—¡Ah!, una vez pronunciada la sentencia no hay más que hablar, señor: afortunadamente para ese infeliz —siguió diciendo Richelieu—, influye por él una consideración poderosa.
—¿Qué es lo que queréis decir?
—Que si el padre ha tenido la fatalidad de disgustar al rey…
—Y mucho.
—No lo niego, señor.
—Pues entonces, ¿qué es lo que decís?
—Digo que un ángel de ojos azules y pelo rubio.
—No os comprendo, duque.
—Eso se concibe muy bien, señor.
—Pero desearía entenderos.
—Un profano como yo, tiembla, señor, a la idea de levantar un pico del velo que oculta tantos misterios amorosos y encantadores; pero, lo repito, ¡cuántas gracias no tiene que dar Taverney a la que calma en favor suyo la regia indignación! ¡Oh!, sí, la señorita Andrea debe ser un ángel.
—La señorita Andrea es un monstruo de fealdad, lo mismo que su padre lo es de inmoralidad —dijo el rey.
—¡Oh! —dijo Richelieu, cuyo asombro llegaba a su colmo—; todos nos equivocábamos, y aquella apariencia de hermosura…
—Jamás me habléis de esa joven, duque, porque me estremezco tan sólo al pensar en ella.
Richelieu juntó las manos con hipocresía y dijo:
—¡Oh, Dios mío, lo que son las exterioridades! Si Vuestra Majestad, que es el primer apreciador del reino; si Vuestra Majestad, que jamás se equivoca, no me asegurase eso, ¿cómo había de poderlo creer?… ¡Cómo!, señor. ¿Conque tanto ha variado?
—No sólo ha cambiado, sino que está atacada de una enfermedad horrible… ha sido una alevosía. Pero, por Dios, no me digáis ni una palabra más respecto de ella, si no queréis que muera.
—¡Cielos! —exclamó Richelieu—, no volveré a nombrarla, señor. ¡Matar a Vuestra Majestad! ¡Oh! ¡Qué tristeza! ¡Qué familia! ¡Qué desventurado debe ser ese pobre mozo!
—¿De quién habláis?
—¡Oh!, lo que es ahora de un servidor de Vuestra Majestad, tan fiel y sincero como adicto. ¡Oh!, este sí que es un modelo, señor, y bien lo ha comprendido así Vuestra Majestad. Lo que es ahora yo respondo de que no han recaído los favores en un mal súbdito.
—¿Pero de quién se trata, duque? Hablad, que llevo prisa.
—Hablo —contestó Richelieu con dulzura—, del hijo del uno, señor, y del hermano de la otra; hablo de Felipe de Taverney; de ese guapo muchacho a quien Vuestra Majestad ha concedido un regimiento.
—¡Yo! ¿Yo he dado un regimiento?
—Sí, señor, un regimiento que Felipe de Taverney aguarda aún a estas horas, es cierto, pero que al fin y a la postre ha dado Vuestra Majestad.
—¿Yo?
—Ciertamente, señor.
—Estáis loco.
—¡Bah!
—Yo no he concedido tal cosa, mariscal.
—¿De veras?
—¿Pero a qué demonios os metéis en esas cosas?
—Señor…
—¿Tenéis algo que ver en esto?
—¿Yo? Absolutamente nada.
—Entonces habéis jurado quemarme a fuego lento con ese haz de espinas.
—¿Qué queréis, señor? Ahora veo que me engañaba; pero me parecía que Vuestra Majestad había ofrecido…
—Eso no es cosa mía, duque; para eso está el ministro de la guerra; yo no concedo regimientos… ¡Un regimiento! ¡Vaya una bola que os han contado! Vamos, está visto que sois el procurador de toda esa carnada: cuando yo decía que no hacíais bien en hablarme; me habéis revuelto toda la sangre.
—¡Oh!, señor.
—Sí, revuelto; en todo el día no podré digerir la píldora. ¡Maldito procurador!
Y esto diciendo, el rey volvió la espalda al duque y se metió furioso en su gabinete, dejando a Richelieu agobiado bajo el peso de su desgracia.
—¡Ah!, lo que es ahora —pensó el mariscal—, ya sabemos a qué atenernos.
Y limpiándose con el pañuelo, porque en el calor del choque se había empolvado de arriba abajo, se encaminó hacia la galería, en cuyo ángulo esperaba su amigo con devoradora impaciencia.
Apenas apareció el mariscal, cuando del mismo modo que una araña cae sobre su presa, acudió el barón para adquirir noticias nuevas.
Con los ojos avizorados, llevando el corazón en la boca, y formando con los brazos una guirnalda, se presentó a Richelieu interrogándole:
—¿Qué hay de nuevo?
—Lo que hay de nuevo, señor barón —contestó Richelieu irguiéndose, poniendo una boca desdeñosa y dando un ataque despreciativo a la pechera de su camisa, es que os ruego no volváis a dirigirme la palabra.
Taverney miró al duque lleno de admiración.
—Sí, habéis disgustado de un modo atroz al rey —continuó Richelieu—, y el que disgusta al rey me ofende a mí.
Taverney se quedó estupefacto y clavado en el pavimento, como si sus pies hubiesen echado raíces en el mármol.
Entretanto Richelieu continuó su camino. Después, así que llegó a la puerta de la galería de los espejos, donde le aguardaba el lacayo, dijo:
—A Luciennes. Y se marchó.