El mariscal Richelieu tomaba su chocolate de vainilla en su elegante dormitorio de Versalles escuchando con distraimiento las cuentas que le daba M. Rafté, y contemplando su rostro en un espejo.
De pronto anunció una visita cierto ruido de zapatos que crujían en la antesala, y el duque terminó con presteza lo que le restaba del chocolate, mirando con inquietud hacia la puerta.
Había dos horas en que M. de Richelieu, igual que las viejas coquetas, no tenía gusto en recibir a todo el mundo.
El ayuda de cámara anunció al señor de Taverney.
Sin duda iba a contestar el duque por medio de alguna escapatoria, que hubiera dejado para otro día, o a lo menos para otra hora, la visita de su amigo; pero así que se abrió la puerta penetró en la habitación el petulante viejo, dio al mismo tiempo la punta de los dedos al mariscal, y corrió a sepultarse en una butaca, que crujió con el golpe mucho más que con el peso.
Richelieu vio pasar a su amigo a manera de esos hombres fantásticos, en cuya existencia nos ha hecho creer después Hoffman, oyó el crujido de la butaca y un enorme suspiro, y dirigiendo la vista hacia su visitante, le preguntó:
—¿Qué te pasa, barón, que estás más triste que un muerto?
—¿Triste? —dijo Taverney—, ¿triste?
—Sí, pardiez, porque me figuro que el suspiro que acabas de exhalar no es de alegría.
El barón contempló al mariscal con un aire que quería decir que mientras Rafté permaneciese allí no explicaría la causa de aquel suspiro.
Rafté lo entendió sin tomarse el trabajo de volverse, porque también él, igualmente que su amo, miraba de vez en cuando los espejos, y se retiró.
El barón le siguió con la vista, y así que se cerró la puerta tras él, dijo:
—Duque, no me encuentro triste, sino mortalmente inquieto.
—¡Bah!
—Sí, parece que te admiras. Pronto hace un mes que me estás conllevando con palabras vagas, como por ejemplo: «no he visto al rey»; o bien «el rey no me ha visto»; o bien también: «el rey no me pone buena cara». ¡Vive Dios, duque, que no es así como se responde a un amigo antiguo! ¡Es necesario que tengas entendido que un mes es una eternidad!
Richelieu se encogió de hombros.
—¿Y qué quieres que haga yo? —replicó.
—Decirme la verdad.
—Pues ya te la he dicho, ¡voto al diablo!, siempre te estoy diciendo al oído la verdad, sólo que tú no quieres creerla.
—¿Cómo quieres que crea que un duque, un par, un mariscal de Francia, y todo un gentilhombre de cámara no ve al rey, puesto que va todas las mañanas a palacio al tiempo de levantarse Su Majestad?
—Lo he dicho y lo vuelvo a decir, y no porque no sea creíble deja de ser menos cierto. Yo, duque y par, yo, mariscal de Francia, yo, gentilhombre de cámara, voy todos los días a palacio cuando se levanta el rey…
—¿Y no te habla —interrumpió Taverney—, ni hablas tú con él? ¡Mira que yo no me paso semejantes bolas!
—Mira, barón, veo que te vuelves un poco impertinente, y me desmientes como sí tuviéramos cuarenta años menos, y nuestra antigua viveza estuviese en su punto.
—¡Pues si es cosa de volverse loco, duque!
—¡Ah!, eso es otra cosa, querido, desespérate todo lo que se te antoje, que también me vuelvo loco yo.
—¿Tú?
—Y creo que hay motivo, pues ya te he dicho que desde aquel día no me ha mirado el rey, que Su Majestad me ha vuelto la espalda constantemente, que siempre que he creído debía mostrarle una grata sonrisa me ha contestado con un gesto espantoso, y, en resumen, que estoy cansado de ir a Versalles para que me hucheen. Vaya, ¿qué quieres que haga a esto?
Taverney se mordía cruelmente las uñas durante aquella réplica del mariscal.
—No lo comprendo —dijo por último.
—Ni yo, barón.
—Seguramente, creería cualquiera que el rey se divierte con tus inquietudes, porque al fin…
—Eso es lo que digo, barón. Al fin…
—Salgamos de este apuro, duque, tratemos de apelar a algún medio que nos valga alguna explicación.
—Barón, barón —replicó Richelieu—, cuidado que es peligroso provocar explicaciones por parte de los reyes.
—¿Te lo figuras así?
—Sí. ¿Quieres escucharme?
—Habla.
—Pues bien, desconfío algo.
—¿Y de qué? —interrogó el barón con arrogancia.
—Vuelta a enfadarse.
—Creo que hay motivo.
—Pues entonces no tratemos más de esto.
—Todo lo contrario, hablemos, pero explícate.
—Está visto que el demonio te ha cogido por las explicaciones, y de veras te digo que es una monomanía, Tenlo presente.
—Me encanta tu tranquilidad, duque estás viendo que todos nuestros planes se han paralizado, y que en todos mis asuntos se nota una estancación que no se explica, y me aconsejas que espere.
—¿En qué consiste esa paralización? Sepamos.
—En primer lugar, mira.
—¿Una carta?
—Sí, de mi hijo.
—¿Del coronel?
—Sí, ¡valiente coronel!
—¿Qué tienes que decir sobre esto?
—Que también hace próximamente un mes que Felipe espera en Reims el nombramiento que el rey le ha ofrecido; que este nombramiento no llega, y el regimiento va a salir dentro de dos días.
—¡Diablo! ¿Conque sale el regimiento?
—Sí, a Estrasburgo; de manera que si para dentro de dos días no ha recibido Felipe el real despacho…
—¿Qué pasará?
—Nada, dentro de dos días estará aquí.
—Sí, ya lo comprendo, se han olvidado del pobre muchacho, como suele pasar en las oficinas organizadas como lo están las del nuevo ministerio. ¡Ah!, si hubiese yo sido ministro, ya se habría expedido el despacho.
—¡Hum! —exclamó Taverney.
—¿Qué dices?
—Que no puedo creer nada.
—¿Cómo es eso?
—Si hubieras sido ministro, habrías mandado a Felipe a todos los diablos.
—¡Oh!
—Y a su padre lo mismo.
—¡Oh!, ¡oh!
—Y a su hermana igualmente.
—Me agrada hablar contigo, Taverney, porque eres hombre de talento pero pasemos la hoja.
—Harto lo deseo por mí; pero lo que es mi hijo no puede pasarla se halla en muy mala posición. Duque, es necesario absolutamente ver al rey.
—Ya te he dicho que no hago otra cosa.
—Y hablarle.
—Piensa, querido, que no se habla al rey cuando él no nos habla a nosotros.
—Pues obligarle a ello.
—¡Ah!, yo soy el Papa para eso.
—Entonces —dijo Taverney—, me determino a hablar a mi hija, porque en todo esto hay algún registro oculto, señor duque.
Estas palabras causaron un mágico efecto.
—No te enfades —dijo—, volveré a dar otro paso; pero necesito un pretexto.
—¿Pues no cuentas con él?
—¿Yo?
—Ciertamente.
—¿Y cuál?
—El rey ha hecho un ofrecimiento.
—¿A quién?
—A mi hijo, y…
—Continúa.
—Puede recordársele esa oferta.
—Es verdad, es un medio. ¿Tienes ahí la carta?
—Sí.
—Pues dámela.
Taverney la sacó del bolsillo y la entregó al duque, recomendándole que fuese tan atrevido como circunspecto.
—Sí; une el fuego y el agua —dijo Richelieu—: Bien se ve que estamos disparatando, pero no importa: el vino está echado y es necesario beberlo.
Esto diciendo tocó la campanilla.
—A vestirme, y que me preparen el coche —dijo el duque.
Enseguida, volviéndose a Taverney preguntó como alarmado:
—¿Vas a presenciar mi toilette barón?
Taverney entendió que no daría mucho gusto a su amigo si se quedaba, y así dijo:
—No, querido, me es imposible, porque necesito dar una vuelta por ahí; cítame para alguna parte.
—Bien nos veremos en palacio.
—Está bien.
—Es conveniente que también tú veas a Su Majestad.
—¿Lo crees tú así? —dijo Taverney lleno de gozo.
—No sólo lo creo, sino que lo exijo, porque quiero que te convenzas por ti mismo de la exactitud de mi palabra.
—No dudo, pero, al fin, si tú deseas…
—Te gusta esto más, ¿eh?
—Sí, te lo digo francamente.
—Pues bien, en la galería de los Espejos debes colocarte a las once, mientras yo esté con Su Majestad.
—Corriente, adiós.
—No me tengas rencor, querido —dijo Richelieu, quien tenía empeño en no atraerse un enemigo, que aun no sabía si tendría o no poder.
Taverney entró en su carroza y se marchó solo y pensativo a dar un paseo por el jardín. Mientras el vencedor de Mahon se rejuvenecía en manos de sus ayudas de cámara.
Después del tocador, que duró dos horas, salió el mariscal, y Taverney, que estaba acechando, vio que la carroza de aquel se paraba frente a las gradas de palacio, donde los oficiales que estaban de servicio saludaban a Richelieu, entretanto que los porteros le introducían.
Taverney se perdió suspirando entre la multitud, teniendo, no obstante, la precaución de coger un esquinazo, junto al que debía pasar el mariscal cuando saliese de la regia cámara.
—¡Oh! —murmuraba entre dientes—, ¡que me vea yo confundido con estos hidalgos pelones y esos oficiales de sucio plumero, yo que comí mano a mano con Su Majestad hará un mes!
Y de su arrugado entrecejo salía más de una sospecha infame que hubiera avergonzado a la pobre Andrea.