En tanto que la escena entre los maestres y Balsamo tenía lugar, todo seguía lo mismo en el cuarto de Althotas, que volvió en sí al ver a su discípulo que se llevaba el cadáver de Lorenza, y temiendo quedar abandonado, le llamó diciendo:
—¡Acharat! ¡Acharat!
Este era el nombre que le daba cuando Balsamo era niño, y confiaba en que fuese el que más influencia había conservado sobre el que ya era hombre.
Pero Balsamo continuaba bajando, sin embargo, y una vez abajo ni siquiera pensó en hacer subir la plancha, y se perdió en las profundidades del corredor.
—¡Ah! —exclamó Althotas—, siempre igual; el hombre es un animal ciego y desagradecido. Acharat, vuelve: ¡ah!, ¡prefieres el ridículo objeto llamado mujer a la perfección de la humanidad que yo represento; prefieres la vida, que es un fragmento a la inmortalidad…! Pero ese infame me engaña, no desea que viva, porque como le aventajo tanto en saber, ha querido heredar la obra que casi había llevado yo hasta su fin, y me ha tendido un lazo, a mí que soy su maestro y bienhechor. ¡Oh! ¡Acharat!
Y la cólera del viejo aumentaba por grados y gritaba:
—Vuelve, Acharat, vuelve, piensa lo que haces: ya sabes que poseo conjuros que evocan el fuego y suscitan los espíritus infernales; en los montes de Gad evoqué a Satanás, a quien los magos llamaban Fégor, y por mí salió de los oscuros abismos presentándose a mí vista; en el mismo monte en que Moisés recibió las tablas de la ley he hablado con los siete ángeles ministros de la furia de Dios; mi sola voluntad encendió la gran trípode de siete llamas que Trajano arrebató a los judíos: ¡cuidado, pues, Acharat, mira lo que haces! Pero nadie le contestaba.
Entonces, turbada cada vez más su razón, decía con voz ahogada:
—¿No ves, desgraciado, que va a sorprenderme la muerte como a una criatura vulgar? Oye, Acharat: bien puedes volver, porque no he de hacerte daño; vuelve, pues, renuncio al fuego, nada tienes que temer del demonio ni de los siete ángeles vengadores: renuncio a vengarme, y eso que puedo darte tal espanto que te volverías idiota, quedándote tan frío como el mármol, porque sé detener la circulación de la sangre, Acharat. Vuelve, pues, que no te ocasionaré ningún daño; al contrario, mira, ¡puedo hacerte tanto bien…! Acharat, no me abandones, vela por mi vida y todos mis tesoros, todos mis secretos serán tuyos; haz que viva, Acharat, haz que viva, y te los enseñaré ¡Mira…!, ¡mira…! Y con su dedo descarnado, señalaba los papeles y rollos que había extendidos por aquella habitación.
Luego esperaba, renaciendo, para observar sus propias fuerzas, que se debilitaban cada vez más.
—¡Ah, ven, me estás matando, insensato! Aun cuando supieras leer los manuscritos que sólo mis ojos han conseguido descifrar; aun cuando el talento te diese mi saber durante una vida, dos y aun tres veces centenaria; aunque te enseñara el uso de todos estos materiales recogidos por mí, no me heredarías, no. Vuelve, Acharat, vuelve, aun cuando no sea más que para presenciar la ruina de toda esta casa, aunque no sea más que para presenciar el hermoso espectáculo que te he preparado. ¡Acharat! ¡Acharat! ¡Acharat!
Mientras, Balsamo mostraba a sus acusadores el cadáver de Lorenza; pero los gritos del viejo eran tan intensos que Balsamo los oyó y con Lorenza en brazos subió nuevamente.
—¡Ah!, al fin vuelves —gritó el anciano, lleno de gozo—, ¡sin duda has tenido miedo! Has visto que podía vengarme, y por eso has vuelto: has hecho bien en venir, pues si tardas un instante prendo fuego a esta habitación.
Balsamo hizo un gesto de indiferencia.
—Tengo sed —dijo Althotas—, Acharat, dame agua.
Balsamo no se movió, pero fijaba la vista en el moribundo como si tratara de no perder ni un minuto de su agonía.
—¿Lo oyes, Acharat? —gritó Althotas.
El taciturno espectador conservó el mismo silencio y la misma inmovilidad que antes.
—¿No me oyes, Acharat? —dijo el viejo, desgarrando la garganta para permitir paso a su furia—; ¡mi agua, dame mi agua!
El semblante de Althotas se descomponía rápidamente, se apagó el brillo que despedían sus ojos, y sólo brotaba de ellos un resplandor fatídico e infernal; la sangre no circulaba bajo su piel, no hacía gesto alguno, casi no salía de su boca ningún aliento; sus nervudos y largos brazos, en que había conducido a Lorenza como si fuese una niña, se alzaban todavía, pero inertes y flotantes como las membranas del pólipo; y la ira había gastado las pocas fuerzas que la desesperación resucitó en él por un momento.
—¡Ah! —dijo—, te presumes que no muero tan pronto y quieres que muera de sed. ¡Ah!, devoras con la vista mis manuscritos y tesoros, y te figuras que ya los tienes en tu poder… Pues bien, espera.
Y haciendo un esfuerzo supremo sacó de debajo de los almohadones de su sillón un frasquito: enseguida lo destapó y con el contacto del aire salió una llama líquida del recipiente de vidrio, escapándose un espíritu que Althotas vertió en torno suyo.
El fuego prendió a los manuscritos apilados alrededor del sillón del viejo, a los libros esparcidos por el cuarto, y los rollos de papel sacados con tanto esfuerzo de las pirámides de Cheops y de los primeros registros que se hicieron en Herculano. Un mantel de fuego se extendió sobre el pavimento de mármol.
Althotas esperaba sin duda que Balsamo se precipitase en medio de la llama para ver de salvar aquella herencia que el viejo destruía destruyéndose a sí mismo; pero se equivocaba, pues Balsamo siguió tranquilo, retirándose a la movible plancha a fin de que la llama no le alcanzase.
La llama envolvía a Althotas, pero en vez de asustarse no parecía sino que el viejo se encontraba en su elemento, y que la llama, como sucede con la salamandra esculpida en nuestros desmoronados castillos, le acariciaba en lugar de abrasarle.
Balsamo continuaba mirándole, mientras la llama seguía su curso apoderándose de las maderas y rodeando por completo al viejo; a poco rastreaba al pie del sillón de encina maciza en que aquel se hallaba sentado, siendo lo más extraño que aunque comenzó a devorar la parte baja de su cuerpo parecía que no lo sentía.
Al contrario, con el contacto de aquel fuego purificador, al parecer, se aflojaron los músculos del moribundo gradualmente, y una serenidad asombrosa invadió todas sus facciones, lo mismo que si se hubiera puesto una careta. Aislado del cuerpo en su última hora, parecía que el viejo profeta se disponía para subir al cielo en su carro de fuego; omnipotente en aquella hora suprema, el espíritu se olvidaba de la materia; y, cierto de que nada tenía que aguardar, se trasladaba con energía hacia las esferas superiores a que el fuego parecía querer conducirle.
Desde aquel instante los ojos de Althotas que recobraron la vida, cuando se extendió el primer reflejo de la llama, tomaron como punto de vista una cosa vaga y perdida, que ni era el cielo ni la tierra, sino que pretendía al parecer cruzar el horizonte tranquilo y resignado, analizando las sensaciones y escuchando hasta el menor dolor. Entonces, como si fuera la postrera vez que resonaba en el mundo, el mago se despidió, con sordo acento, del poder, la vida y la esperanza.
—Vamos, vamos —dijo—, muero sin sentimiento, porque todo lo he alcanzado, todo lo he conocido, he podido cuanto es dable que pueda la criatura, y rayaba en los límites de la inmortalidad.
Una sonora carcajada de Balsamo interrumpió estas palabras del viejo.
Entonces le lanzó Althotas, a través de las llamas que le envolvían como un velo, una mirada llena de una majestuosidad feroz.
—Sí —dijo—, tienes razón, hay una cosa que no había previsto; no había previsto que existe un Dios.
Y como si esta palabra poderosa hubiese arrancado de lleno su alma, Althotas se recostó en su sillón y dio su último suspiro a Dios, a pesar de que había aguardado sustraerse a él.
Balsamo exhaló un suspiro, y sin cuidarse de preservar nada de la hoguera preciosa en que se había tendido aquel nuevo Zoroastro para morir, se dirigió al lado de Lorenza y soltó el resorte de la plancha, la cual fue a encajarse en el techo, escondiendo a su vista la inmensa fragua que hervía como el cráter de un volcán.
Toda la noche siguió mugiendo la llama sobre la cabeza de Balsamo, un huracán, sin que este procurase apagarla o libertarse de ella, porque era insensible a todos los peligros junto al cuerpo también insensible de Lorenza; pero contra lo que esperaba, después que el fuego lo consumió todo; dejando desunida la bóveda de ladrillo, cuyos preciosos adornos había destruido, se apagó, y Balsamo escuchó sus últimos rugidos, que se parecían a los de Althotas, y que degenerando en quejas como las del viejo, acabaron también en suspiros.