Los visitantes de Balsamo no habían ido ciertamente a su casa en son de paz, pues eran cinco hombres a caballo que acompañaban un coche de camino en que habían ido los maestres, y otros cinco hombres de sombrío y altanero rostro y armados de punta en blanco que habían cerrado la puerta de la calle, y la guardaban como si estuviesen aguardando a sus amos.
Hasta el cochero y los lacayos llevaban ocultos bajo sus capas cuchillos de monte y mosquetes todo lo cual demostraba, más bien que una visita, una expedición.
Aquella invasión nocturna de una gente terrible, y el haber como habían tomado por asalto el palacio, infundieron desde luego a Fritz un miedo indecible, y cuando vio por el ventanillo la escolta y las armas, quiso negar la entrada a todo el mundo; pero aquellas poderosas insignias, testimonio irresistible del derecho que asistía a los visitantes, no le dejaron replicar. Apenas se apoderaron del puesto, colocáronse los advenedizos, a fuer de buenos capitanes, en todas las salidas de la casa, sin tomarse el trabajo de ocultar sus malévolas intenciones.
Colocados los escuderos en el patio y los pasillos, los maestres en el salón, nada bueno demostraba esto a Fritz, y he aquí por qué rompió la campanilla a fuerza de llamar.
Balsamo, sin admirarse ni prepararse, penetró en el salón que Fritz había alumbrado de manera conveniente para honrar como debía a los visitantes que fuesen a ver a su amo.
Los cinco visitantes se hallaban sentados en sillones, y ni uno siquiera se levantó al verle.
El amo de la casa les saludó cortésmente, y ellos se levantaron y correspondieron a su saludo de un modo ceremonioso.
Balsamo se sentó frente a los visitantes, sin notar, o sin dar a entender que notaba, el extraño modo en que estaban colocados; porque los cinco sillones formaban un hemiciclo igual al de los antiguos tribunales, con un presidente asistido de dos asesores, y el sillón de Balsamo, situado frente al del presidente, ocupaba el sitio que se da a los procesados en los concilios o pretorios.
—Hermano —dijo el presidente, o más bien el que ocupaba el sillón del medio—; por lo visto no has comprendido, pues has tardado bastante en venir, y ya estábamos deliberando si debíamos enviar en busca tuya.
—No entiendo lo que decís —fue lo único que contestó Balsamo.
—No lo creía así al ver que has ocupado respecto a nosotros el puesto y la actitud de un reo.
—¿De un reo? —tartamudeó Balsamo vagamente y encogiéndose de hombros—. Repito que no comprendo lo que decís.
—Ya haremos que nos entiendas, y esto será tanto más fácil, cuanto que cualquiera que notase la palidez de tu frente, tus apagados ojos y tu voz temblona, diría que harto nos entiendes.
—Ya se ve que entiendo —contestó Balsamo, moviendo la cabeza como para hacer que se desprendiesen de ella los pensamientos que la tenían sitiada.
—¿Recuerdas, hermano —siguió diciendo el presidente—, que la comisión suprema te avisó en sus últimas comunicaciones que un gran sostén de la orden pensaba hacernos traición?
—Puede… sí… no digo que no.
—Respondes según te dicta una conciencia atropellada y llena de sobresalto; pero no hay que abatirse; cálmate y contesta con la seguridad y precisión que exige la terrible posición en que te hallas; respóndeme con la certeza de que puedes convencernos, porque ni abrigamos prevenciones, ni nos anima el odio. Somos aquí representantes de la ley, la cual no habla sino una vez que el juez ha oído.
Nada contestó Balsamo.
—Te lo repito, y una vez hecha mi advertencia, esta será lo mismo que el aviso que se dan entre sí dos combatientes cuando se van a atacar. Yo voy a atacarte con armas leales, pero de mucho poder ¡defiéndete, pues!
Al ver los circunstantes la flema e inmovilidad de Balsamo, se miraron, no sin asombro, y al momento volvieron a fijar la vista en el presidente.
—¿Me has comprendido, no es verdad, Balsamo? —repitió este último.
Balsamo dijo que sí con la cabeza.
—Por lo tanto, como hermano leal y benévolo que soy, te he dado a conocer la causa de mi interrogatorio, y ya estás advertido. Continúo: la junta dio la comisión a cinco individuos de su seno de que siguieran los pasos al que se nos señalaba como traidor, y sabido es que las revelaciones que se nos hacen son infalibles, pues a ti mismo te consta que las adquirimos, ya de agentes adictos por lo que hace a los hombres, ya de indicios ciertos respecto a cosas, ya de síntomas y signos infalibles entre las misteriosas combinaciones que la Naturaleza a ninguno ha revelado hasta ahora sino a nosotros. Ahora bien, habiendo tenido uno de los nuestros una visión con respecto a ti, y sabiendo como sabíamos que jamás se ha engañado, nos pusimos en guardia y te hemos vigilado.
Balsamo oyó impasible todo aquello.
—Era difícil vigilar a un hombre como tú, puesto que entras en todas partes, por efecto de tu misión para su causa. Durante largo tiempo flotamos en un mar de dudas, al ver entrar en tu casa a enemigos como Richelieu, la du Barry y Rohán; además de que en la última reunión que tuvimos en la calle de Plastrière, hiciste un discurso lleno de hábiles paradojas que nos hizo creer seguías un papel de importancia, adulando y frecuentando el trato de esa raza incorregible que se trata de extirpar de la tierra. Durante algún tiempo respetamos, pues, los misterios de tu conducta, aguardando un feliz resultado; pero al fin llegó el desengaño.
Balsamo seguía inmóvil.
—Hace tres días que se prendió a cinco hermanos nuestros, tan fieles como adictos, que viven en París. Unos están en la Bastilla, donde se encuentran en completa incomunicación; otros en Vincennes, sentenciados a reclusión perpetua, y otro en Bicètre, habiendo ido a ocupar un calabozo cuyo aire es mortal. ¿Tenías noticia de esta circunstancia?
—No —contestó Balsamo.
—Es muy extraño que tal digas cuando estamos enterados de las relaciones que tienes con las personas poderosas del reino. Empero mucho más extraño es lo que voy a decir.
Balsamo escuchó con atención.
—Para mandar prender a esos cinco amigos nuestros, ha necesitado tener a la vista M. de Sartine la única nota en que se contiene de una manera legible los nombres de las víctimas, y esa nota te la dirigió a ti en 1769 el Consejo Supremo, siendo tú quien has debido recibir a los nuevos individuos y darles seguidamente el rango que les había señalado dicho Consejo Supremo.
Balsamo manifestó con un gesto que no recordaba de nada.
—Yo haré que te acuerdes. Las cinco personas de que se trata se hallaban representadas por medio de cinco caracteres árabes, cuyos caracteres correspondían en la nota que se les comunicó a los nombres y cifras de los nuevos hermanos.
—Bueno —contestó Balsamo.
—¿Lo confiesas?
—Como queráis.
El presidente miró a sus asesores para que tomasen acta de aquella confesión.
—Pues bien —prosiguió—; en esa misma nota, que es la única, tenlo presente, que ha podido comprometer a esos hermanos, había además otro nombre; ¿recuerdas?
Balsamo calló.
—Ese nombre era el de conde de Fénix.
—Convenidos —dijo Balsamo.
—Y entonces, habiéndose expedido mandamiento de prisión contra esos cinco, ¿por qué es respetado tu nombre, por qué eres bien acogido, por qué se oye pronunciar favorablemente en la corte o en las antesalas de los ministros? Si nuestros hermanos merecieron ser encarcelados, también tú; ¿qué tienes que contestar a esto?
—Nada.
—¡Ah!, ya acierto tu objeción; podrás decir que con los medios de que dispone la policía ha podido averiguar los nombres de los hermanos más oscuros; pero que ha tenido que respetar el tuyo, porque eres embajador y hombre de valimiento; dirás igualmente que no ha podido tener sospechas de ese hombre.
—Yo no digo nada.
—Porque si tu honra ha muerto, tu orgullo vive aún; esos nombres los ha averiguado la policía en la nota confidencial que el Supremo Consejo te remitió, y he aquí cómo la ha leído. La guardabas en un cofre, ¿no es cierto?
—Sí.
—Un día salió de tu casa una señora con ese cofre debajo del brazo, y habiéndola visto nuestros agentes, la siguieron hasta el palacio del teniente de policía en el barrio de San Germán. Nosotros pudimos evitar la desgracia en su origen, pues con apoderarnos del cofre y detener a esa mujer hubiéramos estado tranquilos; pero hemos obedecido los artículos de la constitución, en la cual se dispone respetemos los medios reservados de que se aprovechan ciertos socios para servir a la causa común, aunque estos medios parezcan una imprudencia o un viso de traición.
Balsamo aprobó aquel aserto, pero con un gesto tan poco significado, que a no ser por su anterior inmovilidad, nadie hubiera visto aquel gesto.
—Esa mujer de quien hablaba llegó hasta el teniente de policía —dijo el presidente—, entregó el cofre y todo se descubrió. ¿Es cierto?
—Y tanto como lo es.
El presidente se puso en pie, y exclamó:
—¿Quién era esa mujer?… Hermosa, apasionada, unida a ti por los lazos del cuerpo y del alma, la quieres en extremo, y es tan hábil, tan capciosa y de tanto talento, como uno de esos ángeles que en la oscuridad ayudan al hombre a alcanzar sus malos fines. ¡Esa mujer es Lorenza Feliciani!
Balsamo dejó escapar un rugido de desesperación.
—Confiesas —exclamó el presidente.
—Sacad, pues, vuestras deducciones —dijo Balsamo.
—No he concluido. Al cabo de un cuarto de hora de haber entrado esa mujer en casa del teniente de policía, entraste tú también; porque ella había sembrado la traición y tú ibas a recibir la recompensa; ella había tomado sobre sí, como criada obediente, la perpetración del crimen, y tú ibas a dar la última mano a aquella delación infame. Lorenza salió sola, sin duda renegaste de ella, y no quisiste comprometerte acompañándola: tú saliste triunfante con la du Barry, llamada allí para oír de tu boca los indicios que deseabas te pagasen… Subiste a la carroza de esa prostituta, como el barquero en la lancha con la pecadora María la Egipciaca, y abandonaste a M. de Sartine las notas que nos perdían; pero te llevaste el cofre que podía perjudicarte ante nosotros. Por fortuna no nos falta para las buenas ocasiones la luz del Señor y hemos visto…
Balsamo se inclinó sin responder.
—Ahora ya puedo hacer deducciones —añadió el presidente—. Para la orden hay dos delincuentes, una mujer cómplice tuya que tal vez inocentemente, pero de hecho, ha causado perjuicio a la causa común, descubriendo uno de nuestros secretos; y tú, el maestre, tú el gran copto, tú el rayo luminoso, que has cometido la infamia de resguardarte con esa mujer para que apareciera tan a las claras la traición.
Balsamo levantó la cabeza y fijó una mirada llena de fuego en los maestres.
—¿Por qué motivo acusáis a esa mujer? —dijo.
—Bien, ya sabemos que procurarás defenderla, porque la quieres y la prefieres a todo; no ignoramos que para ti es un tesoro de ciencia, dicha y fortuna; ya sabemos que para ti es un instrumento más precioso que el mundo entero.
—¿Sabéis todo eso? —preguntó Balsamo.
—Sí, y por lo mismo mayor será el castigo que le impongamos que a ti.
—Terminad…
El presidente se incorporó.
—He aquí la sentencia: José Balsamo es un traidor que ha faltado a sus juramentos; pero como su saber es muy grande, es muy útil a la orden. Balsamo debe vivir para la causa a que ha hecho traición; pertenece a sus hermanos por más que ha renegado de ellos.
—¡Ah! ¡Ah! —dijo Balsamo con aire feroz y sombrío.
—Una prisión perpetua protegerá a la asociación centra sus nuevas perfidias; a la vez que permitirá a los hermanos recoger de Balsamo la utilidad que tiene derecho a esperar de cada uno de sus individuos. Respecto a Lorenza Feliciani, un castigo terrible…
—Esperad —dijo Balsamo con voz completamente, tranquila—; se os ha olvidado que no me he defendido, y que al reo debe escuchársele antes de sentenciarle. Una palabra me es suficiente, un documento nada más; esperadme un minuto, y os traeré la prueba que he prometido.
Los comisarios consultaron entre sí un momento.
—¡Oh! ¿Teméis no me mate? —dijo Balsamo con amarga sonrisa—. Si hubiese querido, ya lo hubiera hecho, porque con lo que contiene esta sortija hay para mataros a todos vosotros, como la abriera. Si teméis que huya, comisionad una o más personas que me acompañen.
—Ve —dijo el presidente.
Balsamo desapareció, pero al cabo de un momento se le oyó bajar la escalera con pesadez.
A poco penetró en la habitación llevando al hombro el cadáver tieso, frío y descolorido de Lorenza, cuya blanca mano colgaba hacia el suelo.
—Aquí tenéis —dijo— a esta mujer a quien adoraba, que era mi tesoro, mi único bien, mi vida. Ciertamente, señores, esta mujer ha cometido una traición; os la entrego, pues; Dios no os ha aguardado para castigarla.
Y con un movimiento tan rápido como un relámpago bajó el cadáver del hombro a los brazos y lo tiró sobre el tapiz a los pies de los jueces, a quienes rozaron, causándoles un horror profundo, los fríos cabellos y las manos inertes de la difunta, entretanto que a la luz de las lámparas se veía, en medio de un cuello tan blanco como el del cisne, una larga y profunda herida de un rojo siniestro.
—Sentenciad ahora —agregó Balsamo.
Espantados los jueces, lanzaron un grito terrible, y se apoderó de ellos tal terror, que salieron huyendo en una confusión inexplicable. Al momento se oyó el relincho de los caballos en el patio, rechinó la puerta sobre sus goznes, y enseguida reinó de nuevo un silencio solemne junto a la muerte y la desesperación.