Corrieron las horas, esas hermanas que corren tan rápidas para el que disfruta, como despacio para el que sufre: pasaron en aquella habitación poblada por la muerte y la agonía.
Balsamo no había vuelto a pronunciar una palabra desde el grito desgarrador que destrozó su garganta.
Desde que salió de su boca la fulminante revelación que disipó el feroz júbilo de Althotas no había hecho Balsamo ni un solo movimiento.
Respecto al horrible viejo, había vuelto violentamente a la vida.
El estupor impreso en aquel semblante lívido y descompuesto demostraba la inconmensurable extensión de su atontamiento.
Ciertamente, ni aun se tomaba Althotas el trabajo de pensar, desde que vio el objeto a que se dirigían sus pensamientos, y que se evaporaban como el humo, siendo así que los creía tan fuertes como una roca.
Su desesperación, triste y silenciosa, tenía algo de embrutecimiento, y aquellos cuya imaginación no estuviese acostumbrada a amoldarse a la suya, hubieran creído tal vez que aquel silencio era una señal de que meditaba lo que había de hacer; mas para Balsamo, que por lo demás ni siquiera le miraba, no era sino la agonía del poder de la razón, de la vida.
Althotas no separaba la vista de aquella redoma destrozada.
Alguna vez también, cuando el dolor que le causaba aquel desengaño era demasiado vivo, fijaba el viejo sus apagados ojos en Balsamo, y después en el cadáver de Lorenza.
Entonces se parecía a estos animales cogidos en una trampa, que el cazador halla por la mañana sujetos por las patas, dándoles de puntapiés durante largo tiempo sin conseguir que vuelvan la cabeza, pero que si se les pincha con la punta del cuchillo de monte alzan oblicuamente sus sangrientos ojos, llenos de odio, venganza, reconvención y sorpresa.
—Parece mentira —decía aquella mirada, tan expresiva aún a pesar de encontrarse en la agonía—, parece mentira que me sobrevengan tantas desgracias y derrotas por culpa de un ser tan pequeño como es ese hombre, a quien estoy viendo hincado de rodillas a cuatro pasos de mí, a las plantas de un objeto tan vulgar como es esa mujer que ya no vive. ¿No es una cosa monstruosa, en fin, que un grano de polvo haya conseguido pasar la rueda de un carro tan soberbio como rápido por su poder y su inmortal vuelo?
En cuanto a Balsamo, se hallaba anonadado, sin voz, sin movimiento y apenas con vida; ningún pensamiento humano había penetrado aún en su cerebro por entre los sangrientos vapores que lo empañaban.
¿Y qué si había perdido para siempre a Lorenza; a Lorenza que era suya, que era su esposa y su ídolo; esa criatura tanto más hermosa cuanto que a la vez era ángel y amante; Lorenza, es decir, el placer y la gloria, lo presente y lo porvenir, la fuerza y la fe; Lorenza, es decir, su alma entera?
Balsamo no lloraba, no gritaba, ni siquiera suspiraba.
Apenas le quedaba tiempo para admirarse de que se hubiera desplomado sobre su cabeza tan grande desgracia, a la manera de esos infelices a quienes sorprende una inundación encontrándose en el lecho y a oscuras, que sueñan que están rodeados de agua, despiertan, abren los ojos, y viendo que se les viene encima mugiendo una ola espantosa ni aun siquiera les queda tiempo para exhalar un grito en el tránsito de la vida a la muerte.
Durante tres horas se creyó Balsamo sepultado en los profundos abismos de la huesa, y en medio de su inmenso dolor atribuyó lo que le sucedía a uno de esos fatídicos sueños que visitan a los muertos en la eterna y silenciosa noche del sepulcro.
Para él no existía Althotas, es decir, que para él no había ni rencor, ni espíritu de venganza.
Para él no existía Lorenza, es decir, que para él no había tampoco ni vida ni amor.
Así transcurrió el tiempo, lúgubre, silencioso e infinito, en aquella habitación donde la sangre se enfriaba después de enviar su parte fecundante a los átomos que la reclamaban.
De repente sonó tres veces una campanilla en medio del silencio y las tinieblas.
Balsamo sin duda pensaba; pero sin que llamase la atención de Fritz el que su amo se encontrara en la habitación de Althotas, pues en esa misma habitación resonó la campanilla.
La campanilla sonó nuevamente con más fuerza; pero también continuó inmóvil Balsamo.
Después, así que pasó un rato más corto que el que medió entre el primero y segundo tin-tin, enojada la campanilla esparció por el cuarto un repiqueteo chillón e impaciente.
Sin estremecerse, Balsamo alzó lentamente la cabeza, y preguntó al espacio, con la fría solemnidad de un muerto que saliese de su sepulcro.
Así debió mirar Lázaro cuando Cristo le llamó tres veces por su nombre.
La campanilla no cesaba de sonar.
Su energía, que cada vez iba en aumento, desperté al fin la inteligencia en el amante de Lorenza.
Entonces apartó su mano de la del cadáver; el calor había abandonado su cuerpo sin pasar al de Lorenza.
—Eso revela una gran noticia o un peligro de gravedad —dijo Balsamo—. ¡Con tal que sea esto último…!
Y se levantó.
—Mas ¿para qué he de contestar a ese llamamiento? —prosiguió diciendo sin advertir el lúgubre efecto que causaban sus palabras bajo aquella bóveda sombría y en aquella fúnebre estancia—, ¿puede haber en el mundo alguno que me interese o asuste?
La campanilla, como si quisiera responderle, hirió con tal fuerza sus costados de bronce, que la lengüeta de metal se desprendió y cayó sobre una retorta de vidrio la cual se rompió produciendo un ruido metálico, y sembrando el suelo de pedazos.
Balsamo no dudó más, considerando, por otra parte, que importaba que nadie, incluso Fritz, fuese a acosarle donde se hallaba; se aproximó con tranquilo paso hacia el resorte, lo empujó y fue a colocarse sobre la plancha, la cual bajó con lentitud hasta dejarle en medio del aposento de las pieles.
Al pasar junto al sofá, rozó la manteleta que se había desprendido de los hombros de Lorenza cuando el inhumano viejo la alzó en sus brazos, tan impasible como la muerte.
Aquel contacto, más vivo aún que Lorenza, hizo estremecer a Balsamo de una manera dolorosa.
Tomó la manteleta y la besó ahogando sus gritos con la tela misma.
Después fue a abrir la puerta de la escalera.
En los últimos escalones se encontraba Fritz sumamente pálido, respirando agitado, con una antorcha en la mano izquierda y tirando con la derecha del cordón de la campanilla lleno de temor e impaciente.
Al ver a su amo lanzó un grito de alegría, pero enseguida se escapó de su pecho otro de sorpresa y espanto.
No comprendiendo Balsamo de qué provenían aquellos diversos gritos, le preguntó en silencio.
Fritz no contestó nada; pero cogiendo a su amo le llevó delante del gran espejo de Venecia colocado encima de la chimenea que conducía a la habitación de Lorenza.
—¡Oh!, mirad —dijo, señalándole su propia imagen en el cristal.
Balsamo se estremeció.
Después brilló en sus labios una sonrisa, una de esas sonrisas hijas de un dolor infinito e incurable una sonrisa mortal, en fin…
Ciertamente, comprendió el espanto de Fritz. Balsamo había envejecido en una hora tanto como en veinte años, y en sus ojos no se veía su anterior brillo; la sangre no circulaba bajo la piel; por todas sus facciones se había esparcido una expresión de estupor y falta de inteligencia; una espuma sanguinolenta enrojecía sus labios, y en la blanca batista de su camisa se veía un gran salpicón de sangre.
Balsamo se miró a sí mismo durante un instante sin conseguir conocerse, y después clavó con aire resuelto la vista en la del extraño personaje que reflejaba en el espejo.
—Tienes razón, Fritz —dijo—; sí, tienes razón.
Al momento, notando la inquietud de su fiel criado, le preguntó:
—¿Para qué me llamabas?
—Por ellos, mi amo.
—¿Dices que por ellos?
—Sí.
—¿Y quiénes son ellos?
—Mi amo —murmuró Fritz aproximando la boca al oído de Balsamo—, los maestres. Balsamo se puso a temblar.
—¿Todos? —preguntó.
—Sí, los cinco.
—¿Y están ahí?
—Ahí están.
—¿Están solos?
—No, que cada uno de ellos viene acompañado de un criado armado que aguarda en el patio.
—¿Y han venido juntos?
—Sí, mi amo, y viendo yo que estaban impacientes he llamado fuerte muchas veces.
Balsamo, sin esconder siquiera bajo un pliegue de su pechera de encaje la mancha de sangre, ni tratar de arreglar la descompostura de su peinado, se dirigió al salón donde aguardaban los visitantes.
Fritz detuvo a su amo, y le dijo:
—¿Tenéis algo que ordenarme, mi amo?
—Nada, Fritz.
—Vais… —continuó Fritz balbuceando.
—¿Qué dices? —preguntó Balsamo dulcemente.
—¿Qué si vais a ir sin armas?
—Pues es claro.
—¿No lleváis siquiera la espada?
—¿Para qué, Fritz?
—Lo ignoro —dijo el fiel criado bajando la vista—, pero pensaba… me figuraba… creía… temo…
—Está bien, vete, Fritz.
Este dio algunos pasos como para obedecer, pero volvió.
—¿No has oído? —interrogó Balsamo.
—Deseaba deciros, mi amo, que las pistolas de dos tiros están en el cofre de ébano, encima del velador dorado.
—Bien, ya te he dicho que te vayas —contestó Balsamo—. Y entró en el salón.