Capítulo CXXXI

En cuanto se marchó la condesa. Balsamo se dirigió al cuarto de las pieles, impaciente ya por ver a Lorenza, y porque del éxtasis resultaban por lo regular crisis nerviosas que hacían sufrir a la joven atrozmente, si la intervención del fluido reparador no iba a establecer un equilibrio satisfactorio entre las diversas funciones del organismo.

Así que Balsamo penetró en el cuarto, fijó la vista con rapidez en el canapé en que había dejado a Lorenza.

Esta no se encontraba allí; pero la fina mantela de cachemir bordada de flores de oro, con que se cubría, estaba sobre los cojines para afirmar que su dueño había permanecido en aquel aposento descansando en el sofá.

Balsamo quedó perplejo, con la vista clavada en el canapé, pero pensó que tal vez habría incomodado a Lorenza un olor muy particular que se había esparcido por el aposento después que él se marchó, y que, usurpando por medio de un movimiento maquinal los hábitos de la vida real y efectiva, habría cambiado de sitio por instinto.

La primera idea que se le ocurrió a Balsamo fue que Lorenza había vuelto a entrar en el laboratorio, donde poco hacía estuvo con ella.

Entró, pues, en él, pero a nadie encontró. Sin embargo como podía esconderse con facilidad una persona a la sombra del gigantesco hornillo, o detrás de los tapices que representaban personajes de Oriente, alzó aquellos y dio la vuelta alrededor del hornillo; mas en parte alguna halló ni aun señal de haber pasado por allí Lorenza.

Después pensó que estaría en su habitación y corrió a buscarla allí.

Empujó el resorte, pero tan vacía se hallaba aquella habitación como el laboratorio, y, según las trazas, Lorenza no había estado allí.

Entonces se apoderó del poco antes venturoso amante un pensamiento lleno de dolor, que ya había lastimado su corazón, como recordarán nuestros lectores, y que ahora fue a ahuyentar todas las suposiciones.

Lorenza habría disimulado, fingiendo dormir, para alejar toda desconfianza, toda inquietud, toda vigilancia en el ánimo de su esposo; y aprovechándose de la primera oportunidad en que este la había dejado libre, habría vuelto a escaparse más cierta de lo que debía hacer, habiéndola como debía haberla amaestrado a la primera tentativa de fuga.

Balsamo dio un brinco cuando se le ocurrió esta idea, y llamó a Fritz.

Luego presumiéndose en su impaciencia que este tardaba, corrió a su encuentro y le encontró en la escalera excusada.

—¿Y la señora? —dijo.

—¿Qué sucede, mi amo? —preguntó Fritz comprendiendo por lo conmovido que se encontraba Balsamo, que había sucedido algo de extraordinario.

—¿La has visto?

—No, señor.

—¿No ha salido?

—¿De dónde?

—De casa.

—La única persona que ha salido es la condesa, y yo mismo he cerrado la puerta.

Balsamo, delirante, registró detenidamente toda la casa llamando a Lorenza, pero el silencio sólo le contestaba.

Por fin salió de aquel estado de alucinación, pero medio loco metió la mano en un vaso de agua fría, se mojó con ella las sienes, y después, apretando las manos una contra otra, como para obligarse a sí mismo a permanecer inmóvil por medio de la voluntad, sintió el ruido importuno de aquel batidero de la sangre contra el cráneo, ruido funesto, constante y monótono, que cuando no se percibe indica vida, con tal que se mueva, pero cuando es perceptible y acelerado indica muerte o locura.

—Vamos —dijo—, pensemos, no hay subterfugios que valgan, Lorenza no está aquí, y, por lo tanto, ha salido. Sí, salido y muy salido.

Y volvió a mirar alrededor suyo llamándola otra vez.

—Nada, ha salido —repitió—, y en vano asegura Fritz que no la ha visto. Ha salido, ha salido. Dos casos se presentan aquí: o ciertamente nada ha visto, lo cual a todo evento es posible, porque el hombre está sujeto a equivocaciones, o bien la ha visto, y Lorenza le ha ganado… ¡Ganar a Fritz…! ¿Y cómo no? En vano aboga en favor de esta suposición su anterior fidelidad, pues Lorenza, si el amor, si la ciencia han conseguido engañar y mentir hasta tal extremo, ¿por qué no ha de engañar también una criatura humana, cuya naturaleza es tan frágil y falible?… ¡Oh, yo lo averiguare todo! ¿No me queda la señorita de Taverney? Sí, por Andrea sabré la traición de Lorenza y de Fritz; y, ¡oh!, lo que es esta vez, como el amor no haya sido verdad, como la ciencia haya sido un error, y la fidelidad un lazo tendido a mi confianza, Balsamo castigará sin lástima, sin reserva, como un hombre poderoso que venga, para lo cual desecha la misericordia, y conserva la soberbia… Vamos, todo se reduce a salir cuanto antes, no dejar que Fritz adivine mi intención, y correr a Trianón.

Y cogiendo su sombrero, que se le había caído en el suelo, se dirigió hacia la puerta.

Empero de pronto se detuvo, y dijo:

—¡Oh!, mi pobre viejo antes que nada. ¡Dios mío!, me había olvidado de él, y es necesario que le vea antes de salir. Durante mi delirio, durante este espasmo de amor, he descuidado al desgraciado Althotas, y esto es una ingratitud, una inhumanidad.

Y Balsamo, con esa actividad febril que daba ánimo a todos sus movimientos desde hacía un momento, se acercó al resorte que servía para mover la báscula del techo.

Este bajó al instante con rapidez.

Balsamo se colocó en él, y con el auxilio del contrapeso empezó a subir; pero entregado completamente su corazón a lo que acababa de sucederle, y pensando siempre en Lorenza.

Tan pronto llegó al nivel del cuarto de Althotas escuchó la voz de este, voz que fue a sacarle de su dolorosa distracción.

Empero con gran sorpresa de Balsamo sus primeras palabras no fueron una reconvención como pensaba, sino una franca demostración de alegría.

El discípulo miró a su maestro, lleno de asombro.

El viejo se hallaba recostado en su sillón de resortes, y respiraba con delicia, como si a cada aspiración recuperara un día de vida, clavando con impertinencia en el que iba a verle unos ojos llenos de un fuego sombrío, si bien es cierto que la alegre sonrisa que brillaba en sus labios disminuía algún tanto su siniestra expresión.

Balsamo procuró tomar fuerzas y coordinar sus ideas para que no comprendiese lo turbado que se encontraba, su maestro, tan poco indulgente con las debilidades de la humanidad.

Durante aquel momento de recogimiento, Balsamo sintió en el pecho una opresión singular, sin duda porque el aire estaba viciado con un olor pegajoso, desabrido, tibio y nauseabundo. Sí, el olor que ya había respirado abajo, pero en menor cantidad, se esparcía por el aire, condensándose y empañando los cristales como esos vapores que se desprenden en el otoño, igual al salir el sol que al ponerse, de los lagos y charcos.

En aquella atmósfera espesa y fuerte se le oprimió a Balsamo el corazón, se le turbó la cabeza, le acometió un mareo y, vio que iban faltándole a la vez la respiración y las fuerzas.

—Maestro —dijo buscando un punto de apoyo sólido en que poder sostenerse e intentando ensanchar el pecho—; no sé como podéis vivir aquí pues esto no es respirar.

—¿Te parece a ti así?

—¡Oh!

—¡Pues no obstante yo respiro divinamente! —contestó Althotas con socarronería—, y ya ves si vivo.

—Maestro, maestro —dijo Balsamo cada vez más mareado—: Permitid que abra una ventana, porque no parece sino que de este suelo sale un vapor de sangre.

—¡De sangre!, ¡ah! ¿Te huelo a sangre? —exclamó Althotas riendo a carcajadas.

—¡Oh!, sí, sí, huelo los miasmas que despide un cuerpo recién muerto; tanto es lo que gravitan sobre mi cerebro y mi corazón, que me atrevería a pesarlos.

—Eso es —dijo el anciano con su irónica sonrisa—, eso es, eso, y ya lo había notado yo; eres muy sensible, Acharat.

—Maestro —dijo Balsamo señalando con el dedo al viejo—, lleváis sangre en las manos, la hay en esa mesa, y en todas partes, hasta en vuestros ojos, que relumbran como dos llamas. Maestro el olor que se respira aquí, el olor que me marca, el olor que me sofoca es un olor a sangre.

—Y bien —dijo Althotas tranquilamente— ¿es esta la primera vez que respiras ese olor?

—No.

—¿No me has visto alguna vez hacer experimentos? ¿No los has hecho tú también?

—¡Pero no con sangre humana! —dijo Balsamo pasándose la mano por la frente cubierta de sudor.

—¡Ah, qué olfato tan delicado posees! —dijo Althotas—; no presumía que pudiera distinguirse la sangre del hombre de la de un animal cualquiera.

—¡Sangre humana! —murmuró Balsamo.

Y al intentar apoyarse, porque se tambaleaba, en algún mueble que estuviese a mano, descubrió horrorizado un gran barreño de cobre, cuyos brillantes bordes reflejaban el color purpúreo de sangre recién sacada.

La enorme vasija se hallaba llena hasta la mitad.

Balsamo retrocedió espantado, exclamando:

—¡Oh!, ¿de quién es esa sangre?

Althotas no respondió, pero no se le escapaba ninguno de los movimientos, mareos y terrores de Balsamo.

De pronto exhaló este un rugido terrible, y bajándose como si quisiera apoderarse de una presa, se dirigió a un punto de la habitación y recogió del suelo una cinta de seda recamada de plata, de la cual pendía una larga trenza de pelo negro, reinando después de aquel grito un silencio supremo.

Balsamo levantó lentamente aquella cinta y examinó estremeciéndose, el pelo, de cuya punta pendía clavado en la seda un alfiler de oro, comprendiéndose que aquel mechón había sido cortado de una cabellera sujeta con una franja, en cuyo extremo se veían manchas encarnadas y espumosas que parecían de sangre.

A medida que Balsamo iba levantando la mano temblaba esta más y más.

A medida que Balsamo examinaba con más atención aquella cinta manchada, se tornaban sus mejillas amoratadas.

—¡Oh! ¿De dónde proviene esto? —murmuró, pero en tono bastante alto, no obstante, para que sus palabras fuesen una pregunta para cualquier otro que no fuera él.

—¿Eso? —contestó Althotas.

—Sí, esto.

—Es una cinta de seda para el cabello.

—¿De qué está mojado este cabello?

—De sangre, ya lo ves.

—¿Y qué sangre es esa?

—¡Cuál ha de ser, vive el cielo! La que necesitaba para mi elixir, la que no quisiste darme y me he proporcionado yo mismo.

—Pero ¿a quién habéis cortado esta, trenza, de quién es esta cinta? Esto pertenece a un niño.

—¿Y quién te ha dicho que he degollado a un niño? —preguntó Althotas tranquilamente.

—¿No os era precisa sangre de un niño para hacer vuestro elixir? ¡Vamos, no me habíais dicho esto!

—O de una virgen, Acharat, de una virgen.

Y Althotas alargó su descarnada mano, cogiendo de encima del brazo del sillón una redoma cuyo contenido saboreó con delicia.

Después, con el tono más natural del mundo, con afectuoso acento, dijo:

—Muy bien, Acharat; obraste con prudencia y previsión colocando a esa mujer debajo de este piso, y casi donde yo pudiera alcanzarla, porque de este modo no tiene de qué quejarse la humanidad, ni que reprender la ley cosa alguna. No has sido tú quien me has dado la virgen sin cuya sangre hubiera muerto tu maestro, que la he tomado yo; gracias, pues, amado discípulo, gracias, mi querido Acharat.

Y volvió a saborear el contenido de la redoma.

Balsamo dejó caer el mechón de pelo que guardaba en la mano, y una luz horrible deslumbró su vista.

Enfrente de él había una gran mesa de mármol que el viejo tenía siempre llena de plantas, libros y redomas; pero a la sazón se hallaba cubierta con un largo paño de damasco blanco, salpicado de flores oscuras, dando en él la rojiza luz que despedía la lámpara de Althotas, la cual dibujaba unas formas siniestras que Balsamo no había visto hasta entonces.

Este agarró el paño por una punta y tiró con fuerza.

Mas entonces se le erizaron los cabellos, y su boca entreabierta no pudo dejar salir el horroroso grito que se ahogó en el fondo de su garganta.

Bajo aquel sudario encontró el cadáver de Lorenza; de Lorenza, tendida sobre la mesa, con el rostro amoratado, pero risueño aún, y cuya cabeza pendía hacia atrás como arrastrada por el peso de sus luengos cabellos.

Por cima de la clavícula tenía una ancha herida y ni una gota de sangre salía ya.

Sus manos estaban tiesas y sus ojos cerrados bajo unos párpados de color de violeta.

—Sí, sangre, sangre de virgen, las tres últimas gotas de la sangre arterial de una virgen; esto era lo que me era preciso —dijo el viejo saboreando por tercera vez el contenido de su redoma.

—¡Miserable! —exclamó Balsamo, cuyo desesperado grito se escapó al fin por cada uno de sus poros—; ¡muere, miserable, porque hace cuatro días que era mi querida, mi amante, mi esposa! La has matado para nada, porque no estaba virgen…

Althotas se estremeció al escuchar esto; sus pupilas se dilataron de un modo horrible, sus encías, porque no tenía dientes, rechinaron, y su mano dejó caer la redoma sobre el entarimado, no sin que se hiciese mil pedazos, entre tanto que él, estupefacto, anonadado, herido en el cerebro a la vez que en el corazón, caía con todo el peso de su cuerpo sobre el sillón.

Balsamo se desmayó encima del cadáver de Lorenza.