Capítulo CXXX

La que aguardaba era la condesa du Barry que, mientras llegaba Balsamo, se entretenía hojeando un libro muy curioso sobre la muerte, grabada en Maguncia, y cuyas láminas, dibujadas con un arte prodigioso, presentan la muerte presidiendo todas las acciones de la vida del hombre, aguardándole al salir de un baile en que acaba de estrechar la mano de su querida, atrayéndole al fondo del agua en que se baña, u ocultándose en el cañón de la escopeta con que va a cazar.

La du Barry contemplaba una lámina que representaba una mujer bellísima perifollándose y contemplándose al espejo, cuando Balsamo empujó la puerta y fue a saludarla sonriéndose con el rostro radiante de felicidad.

—Perdonadme, señora, que os haya hecho esperar, pero había calculado mal la distancia o no conocía bien lo que corren vuestros caballos y supuse que aún estabais en la plaza de Luis XV.

—Pues qué —preguntó la condesa—, ¿sabíais que iba a venir?

—Sí, señora, hará dos horas próximamente que os vi en vuestro retrete forrado de raso azul, mandando poner el coche.

—¿Y decís que me encontraba en mi retrete forrado de raso azul?

—Salpicado de flores de un colorido natural. Sí, condesa, y recostada en un sofá. Entonces se os ocurrió una buena idea, y dijisteis: «vamos a visitar al conde de Fénix». Y tocasteis la campanilla.

—¿Y quién entró?

—Vuestra hermana, condesa; ¿no es verdad? Entonces le encargasteis que diera las órdenes oportunas, órdenes que fueron inmediatamente ejecutadas.

—En verdad, conde, que sois brujo. ¿Miráis muchas veces al día lo que pasa en mi retrete? Lo digo porque en tal caso será preciso que esté prevenida.

—¡Ah!, no tengáis cuidado, condesa, pues sólo miro cuando las puertas no están cerradas.

—¿Y porque se encontraban abiertas visteis que pensaba en vos?

—Y que vuestra intención era muy buena para mí.

—¡Ah!, no os engañáis, querido conde; las intenciones que abrigo con respecto a vos son las mejores del mundo; pero reconoced que merecéis algo más que intenciones por lo bondadoso y útil que sois, porque estáis destinado, según parece, a hacer para conmigo el papel de tutor, esto es, el papel más difícil que conozco.

—En verdad, señora, que me honráis demasiado; ¿conque os he sido útil en algo?

—¡Cómo es eso! ¿Sois adivino y no adivináis?

—Permitid a lo menos que sea modesto.

—Corriente, mi querido conde, voy, pues, a deciros antes que nada lo que he hecho por vos.

—No lo consiento, señora, al contrario, hablemos de vos, os lo ruego.

—Pues bien, mi querido conde, empezad desde luego por prestarme esa piedra que hace a una invisible, porque en mi viaje creo haber visto, a pesar de la velocidad de mi carroza, a uno de los lacayos de Richelieu disfrazado.

—¿Y qué hacía ese lacayo, señora?

—Seguir mi carruaje con un postillón.

—¿Y a qué atribuís eso? ¿Qué objeto suponéis que tiene el duque al disponer que os sigan?

—Jugarme alguna mala pasada, pues por muy modesto que seáis, señor conde de Fénix, no ignoráis que Dios os ha dotado de bastante mérito personal para poder causar celos a un rey, ora venga yo a veros a vuestra casa, ora vayáis a la mía.

—M. de Richelieu, señora —respondió Balsamo—, no puede ser peligroso para vos en ningún caso.

—Pero lo era, querido conde, antes de suceder lo que ha sucedido.

Balsamo comprendió que aquellas palabras encerraban un misterio que Lorenza no le había descubierto, y por el cual no quiso engolfarse en un terreno desconocido y se limitó a responder con una sonrisa.

—Sí, lo era —repitió la condesa—, y poco ha faltado para haber sido yo víctima de la intriga mejor urdida que pueda concebirse, intriga en que vos tenéis alguna parte, conde.

—¡Yo intrigas contra vos! ¡Nunca, señora!

—¿No fuisteis vos quién proporcionó el filtro a M. de Richelieu?

—¿Qué filtro?

—Uno que hace enamorarse locamente al que lo toma.

—No, señora, esos filtros los confecciona M. de Richelieu mismo, porque hace mucho tiempo que conoce la receta; lo que yo le he dado es un narcótico y nada más.

—¡Ah! ¿Es cierto?

—Mi palabra de honor.

—¿Y qué día entregasteis al duque ese narcótico? Acordaos —de la fecha, caballero.

—Fue el sábado último, señora, la víspera del día en que tuve el honor de enviaros, por conducto de Fritz, la esquela en que os suplicaba tuvieseis la bondad de ir a buscarme a casa de M. de Sartine.

—La víspera de ese día —repuso la condesa—, fue cuando el rey se trasladó a casa de la chica de Taverney. ¡Oh!, todo lo comprendo ahora.

—Entonces sabréis que yo no hice otra cosa sino dar el narcótico.

—Sí, y ese narcótico nos ha salvado.

Balsamo aguardó, porque no sabía de qué se trataba.

—Mucho me alegro, señora —respondió—, de haberos sido útil en algo, aunque sin intención.

—¡Oh!, sois para mí un amigo inmejorable; pero aún podéis hacer en mi favor más de lo que hasta ahora habéis hecho. ¡Oh!, doctor, poéticamente hablando, he estado muy mala y me cuesta trabajo creer que me encuentro en la convalecencia.

—Señora —dijo Balsamo—, no extrañaréis que el médico, puesto que lo hay, investigue los pormenores de la enfermedad que debe curar. Servíos, pues, informarme exclusivamente de lo que habéis sentido, sin olvidar ningún síntoma, a ser esto posible.

—Eso es muy fácil, querido doctor, o querido hechicero, como os plazca. La víspera del día en que se administró vuestro narcótico, Su Majestad no quiso acompañarme a Luciennes, alegando para quedarse en Trianón que estaba fatigado; pero después supe que mi mentiroso rey deseaba cenar con el duque de Richelieu y el barón de Taverney.

—¡Ah!, ¡ah!

—Vais comprendiendo, ¿no es así? Durante la cena dieron al rey el filtro amoroso, y como sabían que estaba enamorado de la señorita de Taverney y que no iría a verme a la mañana siguiente, es evidente que querían obrase en favor de esa joven.

—¿Y qué más?

—¿Qué más?…

—Que hizo efecto el filtro.

—¿Y qué sucedió entonces?

—Difícil es saberlo de un modo positivo. No obstante, personas bien informadas vieron que Su Majestad se dirigía hacia el departamento de la servidumbre, es decir, hacia el aposento de la señorita de Taverney.

—Sé donde vive: ¿y luego?

—¡Qué ejecutivo sois, conde! Luego… sabed que es peligroso seguir a un rey que se esquiva de las miradas de otro.

—Pero, en fin…

—En fin, sólo he averiguado que Su Majestad en medio de la tormenta espantosa que hizo aquella noche volvió a Trianón pálido, y temblando y con una fiebre que le hacía delirar.

—¿Y suponéis —preguntó Balsamo—, que el rey no sólo tenía miedo de la tormenta y no de alguna otra cosa?

—Sí, porque el ayuda de Cámara le oyó exclamar frecuentemente: «¡estaba muerta, muerta!».

—¡Oh! —dijo Balsamo.

—Sin duda era el narcótico —continuó la du Barry—, y como nada infunde tanto miedo al rey como un muerto y la imagen de un cadáver, encontró a la célica de Taverney dormida de un modo extraño, y creyó que estaba muerta.

—Sí, sí, muerta efectivamente —dijo Balsamo acordándose de que había huido del lado de Andrea sin despertarla—; muerta o a lo menos con todas las apariencias de la muerte. ¿Y qué más, señora, qué más?

—Nadie ha sabido, pues, lo que ocurrió aquella noche, o más bien el principio de ella. Lo cierto es que al rey le entró una calentura muy fuerte y acometiéronle estremecimientos nerviosos que no desaparecieron hasta la mañana siguiente, cuando la delfina tuvo la idea de mandar abrir las ventanas de la regia estancia, y mostrar a Su Majestad varios semblantes risueños iluminados por un sol hermoso. Entonces desaparecieron las visiones que le habían martirizado durante la noche; a eso del medio día mejoró el rey, tomó un caldo y se comió un alón de perdiz, y por la tarde…

—¿Qué ocurrió por la tarde? —preguntó Balsamo.

—Por la tarde —repitió la du Barry—, no queriendo, sin duda, Su Majestad permanecer en Trianón, donde tanto miedo había pasado la víspera, fue a visitarme a Luciennes, donde conocí aquella noche, querido conde, que M. de Richelieu es casi tan brujo como vos.

El aspecto triunfante de la condesa y el picaresco gesto con que contempló estas palabras, tranquilizaron por completo a Balsamo acerca del dominio que ejercía aún la favorita sobre el rey.

—¿Estáis satisfecha de mí, señora?

—Entusiasmada, conde, os lo juro; he conocido que cuando me hablasteis de crear imposibles decíais la verdad.

Y como para darle las gracias le extendió aquella mano tan blanca, suave y perfumada, que no era tan fresca como la de Lorenza, pero cuyo calor tenía además su poco de elocuencia.

—Ahora toca hablar de vos, conde —dijo.

Balsamo se inclinó como hombre que está decidido a escuchar.

—Si me habéis librado de un gran riesgo —prosiguió diciendo la du Barry—, creo que yo también os he librado de un peligro enorme.

—No necesitaba eso —dijo Balsamo ocultando su emoción—, para estaros agradecido; queréis decirme no obstante…

—Sí, aún andamos con el cofre a vueltas.

—¿Pues qué ocurre señora?

—Que contenía muchas cifras que M. de Sartine ha ordenado traducir a todos sus empleados, los cuales han firmado su respectiva traducción, dando todas ellas el mismo resultado; de suerte que M. de Sartine llegó esta mañana a Versalles, encontrándose yo allí, con las referidas traducciones y el diccionario de cifras diplomáticas.

—¡Ah, ah!, ¿y qué ha dicho el rey?

—Al principio se sorprendió, y después se asustó, porque Su Majestad oye fácilmente a cuantos le hablan de peligro, y desde la puñalada de un cortaplumas de Damiens, todo el que dice a Luis XV que se ande con cuidado, consigue su propósito.

—¿Es decir que M. de Sartine me ha acusado de conspirador?

—Ante todo trató M. de Sartine de hacer que yo saliera; pero me negué a ello, manifestando que, como persona más adicta que nadie al rey, ninguno tenía derecho para hacerme salir cuando se le decía que corría riesgo. M. de Sartine insistió, pero yo me negué, y el rey dijo sonriéndose y mirándome de cierto modo que conozco muy bien: «Dejadla, Sartine, pues hoy nada le puedo negar». Entonces, ya supondréis, conde, que acordándose M. de Sartine de nuestra última despedida, temió desagradarme si os amaba. La tomó, pues, con la mala voluntad que el rey de Prusia tiene a Francia, y acerca de lo dispuestos que se encuentran los ánimos a valerse de cosas sobrenaturales para facilitar la marcha de su rebelión, acusando, para decirlo de una vez, a una porción de gente, y demostrando con las cifras que tenía en la mano, que esa gente es culpable.

—¿Y de qué?

—¿De qué?… Conde, ¿debo descubriros secretos de Estado?

—Esos secretos son nuestros también, señora, y nada arriesgáis a fe mía en revelarlos, porque creo que tendré interés en no hablar de ellos.

—Ya lo sé, conde, y por lo mismo voy a seguir; M. de Sartine quiso demostrar que una asociación poderosa, compuesta de adeptos valerosos, astutos y resueltos, se ocupa en minar sordamente el respeto debido a la Majestad Real, haciendo circular ciertas voces acerca del rey.

—¿Y qué voces son esas?

—Diciendo, por ejemplo, que Su Majestad pretende matar de hambre al pueblo.

—¿Y qué respondió el rey a eso?

—Lo que responde siempre, una broma.

Balsamo suspiró.

—¿Y a qué se redujo esa broma? —interrogó.

—«Puesto que me acusan de que intento matar de hambre a mi pueblo —dijo el rey—, a esa acusación se contesta alimentándole».

—«¿Y de qué modo, señor?» —dijo M. de Sartine.

—«Yo tomo a mi cuenta alimentar a los que esparcen esa voz, y me ofrezco también a proporcionarles casa en la Bastilla».

Balsamo se estremeció, pero se sonrió preguntando:

—¿Y qué más?

—Al momento me miró el rey como pidiéndome consejo, y yo le dije: «Señor, nadie podría hacerme creer que todas esas cifras negras que os trae el señor de Sartine signifique que sois un mal rey». Entonces el teniente de policía hizo un gesto de sorpresa, y yo continué: «Tampoco me harán creer, porque no pueden probármelo, que los empleados en la cancillería saben lo que ahí dice».

—¿Y qué respondió el rey, condesa? —preguntó Balsamo.

—Que quizá tuviera razón, pero que M. de Sartine no había obrado mal.

—¿Y entonces?

—Entonces se extendieron algunos mandamientos de prisión, entre los cuales vi claramente que M. de Sartine intentaba deslizar uno acerca de vos; pero no me doblegué y le contuve con una palabra: «Caballero, le dije, levantando la voz y en presencia del rey: prended a todo París si os parece, porque eso es propio de vuestro empleo; pero cuidado con tocar a ningún amigo mío». «¡Oh!, ¡oh! —dijo el rey—; mirad, Sartine, que se va enfadando». «Pero, señor, el interés del Estado». ¡Oh!, le dije furiosa: os advierto que ni vos sois un Sully, ni yo una «Gabriela». «Señora, se intenta asesinar al rey, como asesinaron a Enrique IV». El rey palideció, pasándose la mano por la frente. Me creí vencida, y dije: «Señor, dejad al teniente de policía que obre a sus anchas, porque sin duda han leído sus dependientes en esas cifras que yo también conspiro contra Vuestra Majestad». Y me salí; pero como esto pasaba al día siguiente de haber tomado el rey el filtro, prefirió estar conmigo y siguió tras de mí, diciéndome: «¡Ahí! No os incomodéis, condesa». «Pues echad de aquí a ese hombre, señor, que apesta a cárcel». «Vamos, Sartine, marchaos —dijo el rey, encogiéndose de hombros»; y yo añadí: «Os prohíbo, no sólo que os presentéis en mi casa, sino que ni me dirijáis la palabra siquiera». Nuestro magistrado perdió la chaveta; se aproximó a mí y me besó la mano con humildad, diciéndome: «Bien, señora, no hablemos más sobre esto; pero tendréis la culpa de que se pierda el Estado. Ya que os empeñáis en ello, respetarán mis agentes a vuestro protegido». Balsamo se quedó profundamente pensativo.

—¡Cómo! —exclamó la condesa—: ¿No me dais las gracias porque os he evitado que residáis en la Bastilla, lo cual tal vez sería injusto, pero no muy agradable?

Balsamo nada respondió; lo que hizo fue sacar del bolsillo un frasquito lleno de un color encarnado.

—Tomad, señora —dijo—; en cambio de la libertad que vos me concedéis, yo os doy veinte años más de juventud.

La condesa se guardó el frasquito en el seno, y se alejó sumamente contenta.

Balsamo se quedó pensativo, y después dijo:

—Tal vez se hubieran salvado a no ser por la coquetería de una mujer; una cortesana los precipita al abismo con su delicado pie. ¡Dios nos proteja!