Capítulo CXXIX

Balsamo se olvidó de ciencia, política, misterios, de todo por completo para entregarse al lado de Lorenza a una vida vehementísima de amor.

Lorenza, en su vida ficticia, veía más que nunca, con respecto a él; sólo una cosa le mortificaba.

Faltaba saber si aquel don de segunda vista era hijo de la simpatía; faltaba que descubrir si fuera de él y de la joven, si más allá del círculo trazado por su amor, y que este amor inundaba de luz aquellos ojos del alma tan penetrantes antes de la llegada de la nueva era, podrían seguir rasgando la oscuridad.

Balsamo no se atrevía a hacer una prueba decisiva; persistía en su esperanza, y esta esperanza era para él una corona de estrellas que iba a alumbrar su dicha.

De vez en cuando le decía Lorenza con acento tan dulce como melancólico:

—Acharat, tú piensas en otra mujer, en una mujer del Norte, que tiene pelo rubio y ojos azules. Acharat, Acharat, esa mujer está fija en tu pensamiento, ni más ni menos que yo.

Entonces la contemplaba Balsamo con ternura, y le decía:

—¿Ves eso en mí?

—¡Oh! Sí, tan claro como en un espejo.

—Entonces sabrás —le decía Balsamo—, si pienso en esa mujer, por qué estoy enamorado de ella. Querida Lorenza, lee en mi corazón.

—Yo —contestaba esta moviendo su cabeza—, ya sé que no; pero divides tu pensamiento entre las dos, como cuando te atormentaba Lorenza Feliciani, esa pícara Lorenza que está durmiendo, y a quien te niegas a despertar.

—No, amor mío, no —exclamaba Balsamo—; sólo pienso en ti, a lo menos con el corazón; bien sabes que todo lo he olvidado por ti, ya sabes que desde que somos felices, todo lo he descuidado; mis estudios, mis trabajos y hasta la política.

—Pues haces mal —dijo Lorenza—; porque yo puedo ayudarte en esos trabajos.

—¿Qué es lo que dices?

—¿No permanecías en otro tiempo muchas horas encerrado en tu laboratorio?

—Sí, pero he renunciado a esos ensayos inútiles, porque mientras tanto no te vería, y esto sería arrebatar algunas horas al curso de mi dulce existencia.

—Yo te acompañaré como en tu amor en tus trabajos. ¿Por qué no he de hacerte poderoso lo mismo que te hago feliz?

—Porque mi Lorenza es hermosa, pero no ha estudiado; porque Dios da belleza y amor, pero la ciencia se adquiere solamente con el estudio.

—El alma sabe de todo.

—¿Pero ves tú con los ojos del alma, real y efectivamente?

—Sí.

—Y dime, ¿podrás ayudarme a descubrir la piedra filosofal?

—Seguramente.

—Pues ven conmigo.

Y ciñendo Balsamo con su brazo la cintura de la joven, la condujo a su laboratorio.

El gigantesco hornillo estaba apagado, porque hacía ya cuatro días que nadie había cuidado de mantenerlo encendido.

Los crisoles se habían enfriado sobre las mismas hornillas.

Lorenza contemplaba todos aquellos extraños instrumentos, últimas combinaciones de la agonizante alquimia sin el menor asombro, y al parecer conocía el uso de todos ellos.

—¿Te has propuesto hacer oro? —preguntó sonriéndose.

—Sí.

—¿Contienen estos crisoles preparaciones graduadas de diferente manera?

—Sí, pero todo está paralizado, todo se ha perdido; sin embargo, no lo siento.

—Haces bien, porque el oro que pretendes confeccionar, siempre será para ti mercurio con otro color, quizá conseguirás que sea sólido, pero nunca transformarlo.

—¿Conque es imposible hacer oro?

—Imposible.

—Sin embargo, Daniel de Transilvania vendió a Cosme I, por veinte mil ducados, una receta sobre el modo de transformar un metal en otro.

—Eso quiere decir que Daniel de Transilvania engañó a Cosme I.

—Además, Payken el sajón, a quien condenó a muerte Carlos II, rescató su vida por haber convertido una barra de plomo en otra de oro, de la cual se sacaron cuarenta ducados y una medalla que se acuñó con no escasa gloria del hábil alquimista.

—El hábil alquimista era un buen jugador de manos, y en lugar de la barra de plomo entregó otra de oro. Acharat, el único modo de que hagas oro, es convertir en barras, como lo haces, las riquezas que te traen tus esclavos de las cuatro partes del mundo. Balsamo se quedó pensativo.

—¿Conque es imposible —dijo— transformar unos metales en otros?

—Sí, imposible.

—¿Y el diamante? —se apresuró a decir Balsamo.

—¡Oh!, el diamante es diferente —contestó Lorenza.

—¿Se puede hacer diamante?

—Sí, porque para ello no hay que convertir un cuerpo en otro, sino procurar solamente modificar un elemento conocido.

—¿Pero conoces tú los elementos de que está compuesto el diamante?

—A no dudarlo; el diamante es carbonato puro cristalizado.

Balsamo se quedó asombrado; una luz deslumbradora e inesperada brotó de sus ojos y se los cubrió con las manos, como si aquella llama le hubiese dejado ciego.

—¡Oh! —dijo—, esto es excesivo, Dios mío, y algún peligro me amenaza. ¿Cuál será el anillo precioso que puedo lanzar al mar para desarmar tu enojo, Dios del cielo? Basta por hoy, Lorenza, basta.

—¿No te pertenezco? Manda, pues, ordena lo que te plazca.

—Sí, me perteneces, ven conmigo, ven. Y Balsamo sacó a Lorenza del laboratorio, cruzó el cuarto de las pieles, y sin hacer caso de un ruido sordo que oyó sobre su cabeza, penetró con Lorenza en la habitación enrejada.

—Querido Balsamo —interrogó la joven—, ¿estás satisfecho de tu Lorenza?

—¿Qué si lo estoy? —dijo este.

—Pues entonces, ¿qué es lo que temías? Vamos, habla. Balsamo juntó las manos y contempló a Lorenza con una expresión de terror que apenas hubiera acertado a comprender quien no penetrara su alma.

—¡Oh! —exclamó— ¡y que haya faltado poco para matar a este ángel; que haya estado yo a punto de morir de desesperación antes de resolver el problema de ser a un mismo tiempo feliz y poderoso que me olvidara de que los límites de lo posible traspasan siempre el horizonte trazado por el estado actual de la ciencia, y que la mayor parte de las verdades que se han convertido en hechos, han pasado al principio por visiones; que haya yo creído que todo lo sabía cuando todo lo ignoraba!

La joven se sonreía de un modo divino, y Balsamo siguió diciendo:

—Lorenza, Lorenza, el designio del Creador se ha decidido. Eva ha resucitado para mí; Eva, que no pensará sino en lo que yo piense, y cuya vida pende de un hilo que yo tengo entre mis manos. Esto es excesivo, Dios mío, para una sola criatura, y sucumbo al peso de tus bondades.

Esto diciendo se hincó de rodillas y estrechó en sus brazos con adoración aquella suave beldad que le contemplaba sonriéndose como no se sonríe en la tierra.

—No nos separaremos jamás —dijo—, tú me ayudarás en mis investigaciones, me descorrerás el velo de todos los misterios de la Naturaleza, y seré tan grande como Dios.

Lorenza continuaba sonriéndose, y al mismo tiempo que se sonreía respondía a aquellas palabras con ardorosas caricias.

—A pesar de todo —murmuró como si viera en el cráneo de su amante todos los pensamientos que conmovían las fibras de aquel cerebro inquieto—; a pesar de todo, dudas todavía, Acharat, dudas, según has dicho, que no puedo romper el círculo de nuestro amor y ver de lejos; pero te conformas diciendo que si yo no veo ella verá.

—¿Y quién es ella?

—La mujer rubia; ¿deseas que te diga cómo se llama?

—Sí.

—Espera… Andrea.

—¡Oh!, es cierto; sí, penetras mi pensamiento; pero aun temo una cosa. ¿Ves todavía a través del espacio, aunque esté cortado por obstáculos materiales?

—Haz la prueba.

—Dame la mano, Lorenza.

La joven estrechó con pasión la mano de Balsamo.

—¿Puedes seguirme?

—Adonde quieras.

—Ven, pues, conmigo.

Y saliendo Balsamo con el pensamiento de la calle de San Claudio, condujo tras sí el pensamiento de Lorenza.

—¿Dónde estamos? —preguntó Balsamo a Lorenza.

—En un monte —contestó la joven.

—Es cierto —dijo Balsamo estremeciéndose de alegría— pero ¿qué ves?

—¿Delante de mí, a derecha o a izquierda?

—Enfrente de ti.

—Veo un extenso valle con una selva a un lado, una población a otro, y un río que las separa y se pierde luego en el horizonte costeando la pared de un gran palacio.

—Eso es, Lorenza, la selva es la del Vesinet, la población San Germán, y el palacio el sitio Real de Maisons. Entremos en el pabellón que está situado a nuestra espalda.

—Entremos, pues.

—¿Qué ves?

—¡Ah!, en primer término, en la antesala, un negrillo caprichosamente vestido, y que está comiendo confites.

—Es Zamora; sigamos, sigamos.

—Veo un salón solitario, pero amueblado con esplendidez, y encima de las puertas, pintadas diosas y Cupidos.

—¿No se halla nadie en el salón?

—Nadie.

—Sigamos entrando.

—¡Ah! Ahora nos encontramos en un bonito retrete, cuyas paredes están forradas de raso azul, salpicado de flores de un colorido natural.

—¿Hay alguien en él?

—Sí, hay una mujer recostada en un sofá.

—¿Quién es esa mujer?

—Espera.

—¿No te parece que la has visto antes de ahora?

—Sí, aquí; es la condesa du Barry.

—Eso es, Lorenza, eso es; voy a perder el juicio. ¿Y qué hace esa mujer?

—Está pensando en ti, Balsamo.

—¿En mí?

—Sí.

—¿Puedes adivinar su pensamiento?

—Sí, pues te repito que está pensando en ti.

—¿Y a propósito de qué?

—De una promesa que le has hecho.

—En efecto; ¿y cuál es?

—Has ofrecido darle el agua que Venus dio a Faon[44] por vengarse de Safo, y que conserva la hermosura.

—Justamente, ¿y qué hace al mismo tiempo, qué piensa?

—Toma una resolución.

—¿Cuál es?

—Aguarda, extiende la mano hacia la campanilla, llama y entra otra mujer.

—¿Es pelinegra o rubia?

—Tiene el cabello negro.

—¿Alta o baja?

—Baja.

—Su hermana; escucha lo que dice la condesa.

—Manda que pongan el coche.

—¿Para ir adónde?

—Para venir a esta casa.

—¿Estás segura de ello?

—Así lo ordena a lo menos y le obedecen; veo los caballos y la carroza; dentro de dos horas llegará aquí.

Balsamo se hincó de rodillas exclamando:

—¡Oh!, si dentro de dos horas viene, nada más necesitaré pediros. Dios mío, nada más sino que os compadezcáis de mi felicidad.

—¡Pobre amigo mío! ¿Conque temíais?

—Sí, sí.

—¿Y qué podíais temer, si el amor que es complemento de la existencia física ensancha también la existencia moral; si el amor, lo mismo que toda pasión generosa, nos acerca a Dios, y de este emana la luz?

—Lorenza, Lorenza, me vas a volver loco de alegría.

Y Balsamo recostó la cabeza en el seno de la joven.

—Para ser completamente feliz esperaba que llegase la du Barry.

Las dos horas que tuvo que aguardar fueron cortas, pues para Balsamo había desaparecido enteramente el transcurso del tiempo.

De repente se conmovió la joven, que tenía asida la mano de Balsamo.

—Todavía dudas —dijo—, y quisieras saber dónde se encuentra en este mismo momento.

—Sí —dijo Balsamo—, es verdad.

—Pues bien, va por el baluarte a todo escape, se acerca, entra en la calle de San Claudio, se para a la puerta y llama.

La habitación en que se encontraban Balsamo y Lorenza estaba tan retirada, que no llegó a su oído el golpe del aldabón de bronce.

No obstante, Balsamo escuchó lentamente.

Dos golpes que dio Fritz le hicieron estremecerse, pues recordarán nuestros lectores que aquella señal anunciaba una visita importante.

—¡Oh! —dijo—, ¿conque es cierto?

—Ve a asegurarte de ello, Balsamo, pero vuelve pronto.

Balsamo se encaminó hacia la chimenea y Lorenza le dijo:

—Permíteme que te acompañe hasta la puerta de la escalera.

—Vamos.

Y ambos pasaron al cuarto de las pieles.

—¿No saldrás de esta habitación, es cierto? —preguntó Balsamo.

—No, aquí te esperaré. ¡Oh!, descuida, pues ya sabes que la Lorenza que te ama no es la Lorenza a quien temes. Además…

Y se detuvo sonriéndose.

—¿Qué? —interrogó Balsamo.

—¿No penetras mi alma como yo penetro la tuya?

—¡Ay!, no.

—Pues bien, ordéname que esté dormida hasta que vuelvas, mándame que permanezca inmóvil en ese sofá.

—Corriente, amada Lorenza, duerme y aguárdame.

Luchando Lorenza con el sueño aplicó sus labios a los de Balsamo, y fue tambaleándose a caer sobre el sofá balbuceando:

—Hasta luego, querido Balsamo, hasta luego.

Balsamo la saludó con la mano, y Lorenza se durmió, pero de una manera tan encantadora que Balsamo se quedó extasiado.

Oyéronse a todo esto dos golpes, lo cual significaba que la dama no tenía paciencia para esperar o que Fritz temía no le hubiese oído su amo.

Balsamo se precipitó hacia la puerta, pero como al cerrarla tras sí oyese un crujido como el que había oído ya, volvió a abrir aquella y miró en torno suyo; pero nada vio o por mejor decir, únicamente a Lorenza, acostada en el sofá y respirando fuertemente bajo el peso de su amor.

Entonces cerró la puerta y se dirigió al salón sin inquietud; porque era absolutamente feliz.

Balsamo se engañaba, pues no era el amor únicamente el que oprimía el pecho a Lorenza obligándola a respirar con fuerza.

Era una especie de sueño que provenía al parecer del letargo en que se hallaba sumida, letargo que se acercaba y mucho a la muerte.

Lorenza estaba soñando, y en el espantoso espejo de los sueños fatídicos parecíale estarse viendo, en medio de la oscuridad que se iba apoderando de la estancia, abrirse formando un círculo el techo de madera, desprenderse de él una cosa en forma de un gran rosetón, y bajar con un movimiento igual, lento y acompasado, no sin despedir un silbido lúgubre. Luego le parecía que le faltaba el aire poco a poco, como si estuviese a punto de ahogarse, oprimida con el peso de aquel círculo que se movía.

Creía, por último, ver agitarse en aquella especie de trampa una cosa informe como el genio de la tempestad; un monstruo con rostro humano; un viejo que sólo tenía vida en los brazos y los ojos, y que la miraba de un modo espantoso, extendiendo hacia ella sus descaradas manos.

Inútilmente se afanaba la pobre niña en querer huir; pues sin adivinar el peligro que la amenazaba, sin sentir nada, conoció que la sujetaban dos garfios con vida por una punta de su blanco vestido, la levantaban del sofá la colocaban en la trampa, la cual iba subiendo lenta, lentamente hacia el techo, crujiendo como el hierro que resbala por la superficie de otro pedazo del mismo metal, y que de la horrible boca de aquel monstruo que la elevaba hacia el cielo sin sacudimiento ni dolor se escapaba una risa espantosa por lo horrisonante.