Se disponía Balsamo a despertar a Lorenza y recriminarla ásperamente, cuando un triple sonido le hizo comprender que Althotas le llamaba.
No obstante, Balsamo aguardó con la esperanza de haberse equivocado o de que la seña que se había oído fuese puramente casual, pero el impaciente anciano llamó de nuevo, de suerte que Balsamo, temiendo ya verlo bajar como había ocurrido algunas veces, ya que despertase Lorenza por un influjo contrario al suyo y se enterara de alguna nueva particularidad no menos peligrosa para él que sus secretos políticos; de suerte que Balsamo, íbamos diciendo, echó, si así debe decirse, una nueva capa de fluido sobre Lorenza, y salió para ir adonde se encontraba Althotas.
Ya era tiempo de que llegase, pues la trampa se hallaba a la mitad del techo; Althotas había abandonado su sillón que daba vueltas, y apareció acurrucado en aquella parte movible de la plancha que subía y bajaba.
Por lo tanto vio salir a Balsamo de la habitación de Lorenza.
Así acurrucado, presentaba el viejo un aspecto tan terrible como repugnante.
Su pálido rostro, o por mejor decir, la parte de cara a que se había refugiado un resto de animación, tenía un color de púrpura producido por la rabia; sus manos largas y nudosas, como las de un esqueleto humano, tiritaban de frío chocándose entre sí; parecía que sus escondidos ojos cavilaban en sus órbitas y en un idioma que ni su mismo discípulo entendía, profería contra él los improperios más violentos.
Habiendo como había dejado su sillón para mover el resorte, parecía que únicamente vivía y se movía con sus largos brazos, delgados y redondos como los de una araña, y habiendo como había salido, según ya hemos dicho, de su cuarto, donde sólo penetraba Balsamo, estaba en camino de trasladarse a la habitación baja.
Para que aquel decrépito anciano, tan perezoso, hubiese abandonado su sillón, máquina inteligente que le ahorraba tener que cansarse; para que se hubiese fatigado, y salido de sus costumbres, era preciso un grande y extraordinario acontecimiento.
Balsamo sorprendido en cierto modo in fraganti delito, mostró asombro al principio y luego zozobra.
—¡Ah!, al fin estas aquí, holgazán —exclamó Althotas—, al fin has llegado, desagradecido; al fin te veo, infame.
Balsamo invocó en su auxilio la paciencia, como lo hacía siempre que hablaba con el anciano.
—Paréceme, amigo mío —replicó con dulzura—, que he acudido apenas habéis llamado.
—¡Yo tu amigo! —exclamó Althotas—; ¡yo amigo de un infame! Cuando hablas conmigo te figuras que estás hablando con los de tu ralea. Yo sí que he sido amigo para ti; más que amigo, padre; un padre que te ha alimentado, educado, instruido y dado riquezas. Pero ¿tú amigo para mí? ¡Oh!, no, pues me abandonas, me matas de hambre, me asesinas.
—Vamos, maestro; si os alteráis se os enardece la sangre, vais a poneros malo.
—¡Malo!, eso es mofarse de mí. ¿He estado yo nunca malo cuando tú me has hecho participar, a pesar mío, de alguna de las miserias de la asquerosa condición humana? ¡Malo!, ¿se te ha olvidado que yo soy quién curo a los demás?
—En fin, maestro —repuso Balsamo con frialdad—, aquí me tenéis; no perdamos el tiempo miserablemente.
—Sí, te aconsejo que me recuerdes eso; el tiempo, el tiempo que me obligas a economizar, cuando en mí no debía tener fin ni límite el término otorgado a todas las criaturas. Sí, mi tiempo se pasa, sí, estoy perdiendo tiempo; sí, mi tiempo, lo mismo que el de los demás, va cayendo en la cima de la eternidad de minuto en minuto, siendo así que yo debía ser tan eterno como la misma eternidad.
—Vamos, maestro —dijo Balsamo con imperturbable paciencia, bajando al mismo tiempo la plancha hasta el suelo, situándose a su lado y moviendo el resorte para volver a colocar al viejo en su habitación—; ¿qué es lo que necesitáis?, hablad. Decís que os mato de hambre; ¿pero no estáis todavía en los cuarenta días de dieta rigurosa?
—Sí, es cierto, hace treinta y dos días que empezó la obra de mi regeneración.
—¿Pues, entonces, de qué os quejáis? Conserváis en las vasijas agua llovediza que es la única que bebéis.
—Sin duda: ¿pero te figuras tú que yo soy algún gusano de seda para efectuar por mí solo la gran obra de rejuvenecerme y transformarme? ¿Te figuras tú que sin fuerzas he de poder componer yo solo mi elixir de la vida? ¿Crees tú que echado sobre un lado y debilitado por las bebidas refrigerantes, que es a lo que se reduce mi alimento, he de tener la imaginación tan despejada, si tú no me ayudas, para hacer, entregado únicamente a mis propios recursos, el minucioso trabajo de mi regeneración, cuando sabes, desdichado, que debe ayudarme y socorrerme un amigo?
—Aquí me tenéis, pues, maestro, aquí me tenéis; vamos, contestad —dijo Balsamo volviendo a instalar, casi a pesar suyo, al viejo en su sillón, como hubiera podido hacer con un niño asqueroso—; vamos, contestad: agua destilada no os ha faltado, puesto que, como yo os dije antes, veo aquí tres garrafas llenas, y por cierto que no ignoráis que esta agua se cogió en el mes de mayo, también tenéis galleta de cebada y ajonjolí, y yo mismo os he administrado las gotas blancas que mandasteis.
—Sí, pero ¡y el elixir, que no está compuesto!, de eso te olvidas. Tu padre era más fiel que tú, de manera que, cuando llegué a mi primera cincuentena, había compuesto el elixir con un mes de anticipación. Para ello me retiré al monte Ararat, y un judío me facilitó, por tanto dinero como pesó, un niño cristiano que todavía mamaba; lo sangré según el rito, recogí las tres últimas gotas de sangre de su arteria, y en menos de una hora confeccioné mi elixir, al cual sólo faltaba este ingrediente. Así, pues, mi regeneración de cincuentena se realizó a las mil maravillas; durante la absorción de aquel elixir afortunado se me cayeron, de resultas de convulsiones, los dientes y el pelo; pero brotaron nuevamente, aunque los dientes bastante mal, porque no tuve la precaución de introducir el elegir en mi garganta por medio de un conducto de oro. Pero el pelo y las uñas volvieron a crecer en esa segunda juventud, y empecé a vivir de nuevo como si tuviera quince años; pero he vuelto a envejecer; he llegado al último término, y si el elixir no está compuesto y encerrado en esta botella, si no dedico toda mi atención a esta obra, perecerá conmigo la ciencia de un siglo, y el secreto, admirable, sublime, que me propongo descubrir, será perdido para el hombre, que llega en mí y por mí a la divinidad. ¡Oh!, si se frustra mi intento, si me engaño, si no salgo adelante, tú serás el culpable, Acharat; y mira que mi cólera será terrible, muy terrible.
Al pronunciar estas palabras, que hicieron brotar de sus mortecinos ojos así como una chispa lívida, acometió al viejo una convulsión, y enseguida un ataque violento de tos.
Balsamo le proporcionó solícitamente los remedios que su estado requería.
El anciano volvió en sí, pero su palidez se había convertido en un color amoratado, y aquel breve ataque agotó de tal modo sus fuerzas que cualquiera hubiera creído que iba a perecer.
—Vamos, maestro —le dijo entonces Balsamo—, formulad lo que queréis.
—¿Lo que quiero? —preguntó contemplando fijamente a Balsamo.
—Sí.
—Helo aquí.
—Hablad, que estoy dispuesto a obedeceros si lo que deseáis es posible.
—Posible… posible… —murmuró el viejo desdeñosamente.
—No hay nada que no lo sea.
—Sí, a no dudarlo, con el tiempo y la ciencia.
—Poseo la ciencia, y por lo que se refiere al tiempo, espero vencerlo, pues mi dosis ha hecho que mis fuerzas desaparezcan casi por completo, y mis gotas blancas han provocado la expulsión de la parte de los restos de la naturaleza vieja. La juventud, parecida a la savia de los árboles en mayo, sube por debajo de la corteza, y expele, por decirlo así, la madera antigua. Observa, Acharat, que los síntomas son excelentes: mi voz se ha debilitado, y mi vista ha disminuido en las tres cuartas partes; siento que me va faltando la razón por momentos; la transición del calor al frío no la he sentido, y por lo tanto es urgente para mí terminar mi elixir, a fin de que el mismo día de mi segunda cincuentena pase de cien años a veinte. Todos los ingredientes que se necesitan para este elixir están dispuestos, el conducto ya está hecho, y sólo faltan las tres últimas gotas de sangre que te he dicho.
Balsamo hizo un movimiento de repugnancia.
—Está bien —dijo Althotas— renunciemos al niño, ya que es tan difícil, y mejor prefieres encerrarte con tu manceba que buscármelo.
—Ya sabéis, maestro, que Lorenza no es mi manceba —respondió Balsamo.
—¡Oh!, ¡oh!, ¡oh! —exclamó Althotas—, eso lo dices tú, creyendo sin duda que vas a imponerme a mí lo mismo que a la multitud. ¿Inmaculado tú, siendo como eres hombre?
—Os juro, maestro, que Lorenza está tan pura como la sagrada Madre de Dios; os juro que amor, deseos, deleites mundanos, todo lo he sacrificado en bien de mi alma, porque también me ocupo yo en una obra de regeneración; sólo que en vez de aplicármela a mí únicamente, será para el mundo entero.
—¡Pobre necio! —exclamó Althotas—. Capaz es de volver a hablarme de sus cataclismos de oradores, y de sus revoluciones de hormigas; cuando yo le hablo de vida eterna, de eterna juventud.
—Que sólo puede adquirirse a costa de un crimen horroroso, y aun con eso…
—¡Pues no duda el desdichado!
—No dudo, maestro; pero supuesto que renunciáis al niño, según decís, vamos, ¿qué necesitáis?
—Una criatura virgen, sea hombre o mujer.
—Perfectamente, maestro —dijo Balsamo—; veré si lo encuentro.
Otro relámpago más terrible que el primero brotó de los ojos del viejo.
—¡Verás si lo encuentras! —repuso—; ¡oh! Eso es lo que me respondes siempre; es verdad que lo esperaba de ti, y no sé por qué me asombro. ¿Y desde cuándo acá, miserable gusano, habla así la criatura al que la ha formado? ¡Ah! Me ves sin fuerzas, me ves postrado, ves que te suplico, y eres tan tonto que crees que estoy a merced tuya. Dime que sí o que no, Acharat, y no andemos con embustes, ni finjas lo que no sientas, porque te estoy viendo, y penetro en tu corazón; porque te conozco y te perseguiré.
—Mirad, maestro —respondió Balsamo—, que el furor os va a dañar.
—¡Responde, responde!
—Yo no miento a mi maestro: veré si puedo proporcionaros lo que deseáis, sin que a ninguno se nos siga perjuicio, sin perdernos, como podría ocurrir. Buscaré un hombre que nos venda la criatura que necesitáis; pero no cargaré con ese crimen. He aquí lo que puedo deciros.
—¡Vaya una delicadeza! —dijo Althotas con irónica sonrisa.
—Lo digo como lo siento, maestro —repuso Balsamo.
Althotas hizo un esfuerzo tan poderoso, que apoyando sus brazos en los del sillón se levantó.
—Sí o no —dijo.
—Sí, caso de que lo encuentre, maestro, pero no, si no puedo proporcionarlo.
—¿Es decir, infame, que me expones a que muera? Capaz eres de economizar tres gotas de sangre de un animal inmundo y nulo como lo es la criatura que necesito, y dejar que ruede al abismo eterno una criatura tan perfecta como yo. Oye, Acharat, nada te pido ya —dijo el viejo con una sonrisa que causaba espanto—; no, absolutamente nada te pido: lo que haré será aguardar; pero, si no me obedeces, yo me serviré a mí mismo; si me abandonas, me socorreré yo mismo. Ya lo has oído; ahora márchate.
Balsamo no contestó y puso alrededor del anciano lo que necesitaba para alimentarse.
Bajó la plancha, sin fijarse en la irónica mirada que le dirigía el anciano, y llegó adonde Lorenza continuaba dormida.