Y descargó su enojo, agitando furiosamente la campanilla.
Al oír el precipitado repiqueteo de la campanilla, acudió un portero.
—¿Y esa mujer? —preguntó el magistrado.
—¿Qué mujer, monseñor?
—La que sufrió aquí el desmayo, y os encargué guardaseis.
—Ya está buena, monseñor.
—Pues bien, traédmela.
—¿Dónde la busco, monseñor?
—¡Toma!, en ese aposento.
—Si no está ahí, monseñor.
—¿Pues dónde ha ido?
—Lo ignoro.
—¿Se ha marchado?
—Sí.
—¿Sola?
—Sí, monseñor.
—¿Pues si no podía sostenerse?
—Es verdad, monseñor, y aún continuó algunos instantes desmayada; pero cinco minutos después de haber entrado el señor conde de Fénix en este aposento salió la señora de ese extraño desmayo de que no habíamos podido hacerla volver, ni con esencias, ni con sales. De pronto abrió los ojos, se levantó en medio de todos nosotros, y respiró como con satisfacción.
—¡Proseguid!
—Después se dirigió hacia la puerta, y como monseñor no había ordenado que la detuviéramos, se fue.
—¡Se ha ido! —exclamó M. de Sartine— ¡ah!, desdichados, haré que todos os pudráis en Bicètre. Pronto, pronto, que venga el dependiente mayor.
El portero salió enseguida a cumplir la orden que acababa de recibir.
—Ese miserable es hechicero —murmuró el infeliz magistrado—. Yo soy teniente de policía del rey, pero él lo es del diablo.
Seguramente habrá comprendido el lector lo que no podía explicarse M. de Sartine. Después de la escena de la pistola, y mientras que el teniente de policía procuraba tranquilizarse, aprovechándose Balsamo de aquel momento de respiro, se orientó, y volviéndose sucesivamente hacia los cuatro puntos cardinales, seguro de hallar a Lorenza en uno de ellos, mandó a la joven que se levantase, saliese y volviera por el mismo camino que había tomado, es decir, la calle de San Claudio.
Al punto que Balsamo formuló en su mente este deseo, se estableció una corriente magnética entre él y la joven, que obedeció el mandato que recibía por intuición, se levantó y marchó sin que nadie le opusiera obstáculos.
Aquella misma noche se metió en cama M. de Sartine, y se sangró.
Durante este tiempo, Balsamo acompañó a la condesa a su carruaje, y trató de despedirse de ella, pero no era la condesa mujer capaz de dejarle ir de aquel modo sin saberlo todo, o intentar a lo menos enterarse del motivo que había dado lugar al extraño suceso que acababa de ver.
Así, pues, suplicó al conde que subiese con ella al carruaje, y este obedeció, ordenando a un caballerizo que llevase a Djerid de la brida.
—Ya habéis visto, conde, que soy leal —dijo la du Barry—, y que al ofrecer mi amistad, lo hago con la boca y el corazón. Iba a volverme a Luciennes, adonde el rey me ha dicho que irá a visitarme mañana por la mañana; pero recibí vuestra esquela, y todo lo he abandonado por vos. Muchos se hubieran asustado al oír esas palabras de conspiraciones y conspiradores que pronunciaba M. de Sartine; pero os miré antes de obrar y he hecho lo que deseabais.
—Señora —respondió Balsamo—, habéis recompensado con exceso el corto servicio que os hice; pero nada de lo que se haga conmigo es perdido, ya veréis si sé agradecer los favores que se me otorgan. No vayáis a pensar, sin embargo, que soy un criminal o un conspirador, como dice monsieur de Sartine; este amable magistrado recibió de manos de una persona que me ha traicionado este cofre que contiene mis secretos químicos y hermeristas; secretos, señora condesa, que deseo compartáis conmigo, para que conservéis eternamente vuestra espléndida hermosura y esa juventud tan radiante. Ahora bien, al ver las cifras de mis fórmulas, mi querido Sartine llamó en su ayuda a la chancillería, la cual ha interpretado a su modo mis cifras, para no incurrir en falta de inteligencia. Creo, señora, que ya os he manifestado una vez que aún no está libre el oficio que ejerzo de todos los peligros que lo rodeaban en la Edad Media, mirándolo favorablemente sólo los jóvenes de una imaginación tan brillante como la vuestra. En una palabra, señora, me habéis sacado de un apuro, y no sólo os lo agradezco, sino que os demostraré mi gratitud.
—¿Pero qué os hubieran hecho si yo no hubiese venido a auxiliaros?
—Con el fin de jugar una mala obra al rey Federico, a quien aborrece Su Majestad, me hubieran encerrado en Vincennes o en la Bastilla. Sé que hubiera salido de allí, gracias a la facilidad conque deshago las piedras con un soplo; pero con esto perdía mi cofre, el cual guarda, como ya he tenido la honra de decíroslo, muchas fórmulas curiosas y muy estimables, arrancadas por una feliz casualidad de la ciencia del fondo de las eternas tinieblas.
—¡Ah!, conde, me tranquilizáis y encantáis a un mismo tiempo; ¿me ofrecéis darme un filtro para rejuvenecerme?
—¡Oh!, no tenemos tanta prisa; dentro de veinte años me lo pediréis, hermosa condesa, pues me figuro que no desearéis volveros ahora una niña.
—Sois un hombre amabilísimo, conde; pero voy a haceros una pregunta y os dejo, porque, según parece, tenéis prisa.
—Os escucho, señora.
—Me habéis dicho que una persona os ha hecho traición. ¿Es hombre o mujer?
—Mujer.
—¡Ah!, ¡ahí conde! ¿También tenemos amores?
—¡Ah!, sí, acrecentados con unos celos que rayan en furia, y que producen los efectos que estáis viendo. Estoy ligado con una mujer que no atreviéndose a darme una puñalada porque no ignora que soy invulnerable, ha querido enterrarme en un calabozo o arruinarme.
—¿Cómo arruinaros?
—A lo menos así lo pensaba.
—Conde, voy a mandar parar —dijo la du Barry riéndose—, ¿es el azogue que circula por vuestras venas el que os da esa inmortalidad que hace os delaten en vez de mataros? ¿Os apeáis aquí o deseáis que os deje en vuestra casa? Vamos, elegid.
—Sería demasiada bondad de vuestra parte molestaros por mí; además, tengo aquí a Djerid.
—¡Ah!, ¿ese hermoso caballo que, según afirman, corre tanto como el viento?
—¿Os agrada, señora?
—Sí, es un corcel magnífico.
—Permitidme que os lo regale, pero con la condición de que únicamente vos lo habéis de montar.
—¡Oh!, no, gracias; no monto a caballo, o a lo menos lo hago muy tímidamente; pero la intención vale para mí tanto como el regalo. Adiós, conde, no os olvidéis que para dentro de diez años preciso mi filtro regenerador.
—He dicho veinte años.
—Conde, no ignoráis que hay un refrán que dice que más vale pájaro en mano, etcétera… Y aun si podéis dármelo para dentro de cinco años… Nadie sabe lo que puede ocurrir.
—Cuando gustéis, condesa; estoy a vuestra disposición.
—Otra palabra y concluyo, conde.
—Hablad, señora.
—Preciso es que me inspiréis mucha confianza para ser tan franca.
Balsamo, que se había apeado, dominó su impaciencia y se aproximó a la condesa.
—Se dice —continuó la du Barry—, que al rey le gusta la hija de Taverney.
—¡Ah!, señora —dijo Balsamo—, ¿puede ser eso?
—Se asegura que le tiene mucho cariño, y si es cierto es preciso que me lo digáis. No tengáis miramiento, conde; tratadme como una amiga; yo os lo suplico; decidme la verdad sin ambages…
—Más haré, señora —replicó Balsamo—, yo salgo garante de que jamás será querida del rey la señorita de Taverney.
—¿Y por qué, conde? —exclamó la du Barry.
—Porque yo no quiero —contestó Balsamo.
—¡Oh! —dijo la condesa con incredulidad.
—¿Lo ponéis en duda?
—¿No me será acaso permitido?
—Señora, jamás dudéis de la ciencia. Cuando os dije sí, me creísteis; creedme también ahora que os digo que no.
—Pero en fin, ¿disponéis de algún medio para ello?
Y se detuvo sonriéndose.
—Terminad.
—¿Algún medio para anular la voluntad del rey e impedir sus caprichos?
Balsamo se sonrió a su vez, y dijo:
—Yo hago nacer simpatías.
—Sí, no lo ignoro.
—Y no sólo lo sabéis, sino que lo creéis.
—Efectivamente, lo creo.
—Pues bien, del mismo modo crearé repugnancias, y en caso preciso imposibilidades. Así, pues, tranquilizaos, condesa, que yo vigilo.
Balsamo soltaba todas estas palabras con aire tan distraído, que la du Barry no lo hubiera tomado como lo tomó con respecto a la adivinación, si hubiera conocido la sed calenturienta que tenía Balsamo de hallar a Lorenza cuanto antes.
—Vamos —dijo—, está visto, conde, que no sólo sois mi profeta de buena dicha, sino además mi ángel custodio. ¡Atended bien a lo que os digo, conde, defendedme y os defenderé! ¡Alianza, alianza!
—Perfectamente, señora —replicó Balsamo.
Y volvió a besar la mano de la condesa.
Enseguida, cerrando la portezuela de la carroza que la condesa había mandado detener en los Campos Elíseos, cabalgó sobre Djerid, el cual relinchó de alegría y desapareció rápidamente en las sombras de la noche.
—¡A Luciennes! —exclamó la du Barry consolada.
Balsamo lanzó un silbido dulce, apretó levemente las rodillas y al sentirlas Djerid salió a galope.
Cinco minutos más tarde hallábase en el vestíbulo de la calle de San Claudio, mirando a Fritz.
—¿Qué hay? —preguntó con ansiedad:
—Lo que anunciasteis, mi amo —contestó el criado que se había acostumbrado a adivinar sus miradas.
—¿Ha regresado?
—Arriba está.
—¿En qué aposento?
—En el de las pieles.
—¿En qué estado?
—¡Oh!, muy fatigada; corría tan rápidamente, que aunque la vi venir a lo lejos, porque estaba en acecho, ni siquiera tuve tiempo para salir a recibirla.
—¿Es cierto?
—¡Oh!, estoy asustado; entró aquí ligera como un torbellino subió la escalera sin tomar aliento, y al entrar en la habitación cayó de repente sobre la piel del león negro. Allí la encontraréis.
Balsamo subió precipitadamente, y en efecto encontró a Lorenza luchando sin tener fuerzas, contra las primeras convulsiones de una crisis nerviosa. Hacía muchísimo tiempo que pesaba sobre ella el fluido, obligándola a cometer actos de violencia, y manifestaba sus sufrimientos por medio de gemidos, como si sintiera sobre el pecho el peso de una montaña, pero que pretendía quitarse de encima con las manos.
Balsamo la miró un instante chispeándole los ojos de rabia, y cogiéndola en brazos la condujo a su aposento, cuya puerta misteriosa se cerró tras sí.