M. de Sartine no pudo reponerse al pronto, pues le parecía sentir el frío del cañón sobre su frente.
Al cabo se repuso.
—Caballero —dijo—, me lleváis una ventaja, pues sabiendo la clase de hombre con quien iba a hablar no tomé las precauciones que es costumbre adoptar contra los malhechores de baja ralea.
—¡Oh! —replicó Balsamo—, os enfurecéis y vais a vomitar injurias pero sois injusto, porque he venido a haceros un favor.
M. de Sartine hizo un movimiento.
—Sí, a prestaros un favor, caballero —prosiguió Balsamo—, y os engañáis acerca de mis intenciones, hablándome de conspiradores, precisamente cuando yo venía a denunciaros una conspiración.
Pero por más que Balsamo dijese, lo que es en aquel momento M. de Sartine no prestaba mucha atención a las palabras de aquel visitante peligroso, de suerte qué la palabra conspiración que en épocas bonancibles le hubiera sobresaltado, apenas hizo que aplicase el oído.
—Puesto que me conocéis tan a fondo comprenderéis la misión que me ha traído a Francia. Enviado por Su Majestad Federico el Grande, es decir, embajador más o menos secreto de Su Majestad el rey de Prusia, y decir embajador es lo mismo que decir curioso; en mi calidad de tal, esto es, curioso, sé todo lo que pasa, y una de las cosas que mejor conozco es el monopolio del trigo.
Por muy sencillamente que Balsamo pronunció estas últimas palabras, ejercieron más poder sobre el teniente de policía que habían tenido las demás, pues M. de Sartine prestó atención, levantando, aunque con lentitud, la cabeza:
—¿Qué es eso del trigo? —dijo afectando tanta tranquilidad como Balsamo desplegó al principio de la conversación—; servíos informarme de ese asunto, caballero.
—Con mucho gusto —dijo Balsamo—, he aquí a lo que queda reducido.
—Ya os escucho.
—¡Oh!, lo comprendo. Unos especuladores muy astutos han inducido a Su Majestad el rey de Francia a construir graneros donde tener acaparado el trigo de sus pueblos por si hay una carestía. Los graneros se han hecho sin escasear materiales, y se han hecho grandes, inmensos.
—¿Y qué más?
—Que esos graneros se han llenado de trigo.
—¿Y qué, caballero? —dijo M. de Sartine, no entendiendo aún dónde pretendía ir a parar Balsamo.
—Pues bien, ya comprenderéis que para llenar unos graneros tan grandes habrá habido que acaparar una cantidad grandísima de trigo. ¿No es cierto?
—Sin duda.
—Continúo. El retirar de la circulación mucho trigo es un medio de matar de hambre al pueblo, porque, tenedlo entendido, todo valor que se saca de la circulación equivale a una falta de producto. Mil fanegas de grano encerradas en un granero, son mil fanegas menos que se llevan al mercado, y si estas mil fanegas las multiplicaré, aunque sea sólo por diez, el trigo se aumenta como es natural.
A M. de Sartine le dio un ataque de tos, sin duda de irritación.
Balsamo se detuvo, y esperó con tranquilidad a que se calmase la tos.
—De consiguiente —prosiguió diciendo así que el teniente de policía le dio tiempo—, el especulador en granos se enriquece con el exceso del valor ¿no es esto claro?
—Verdad que sí —dijo M. de Sartine—, pero según veo, caballero, se reduce vuestra pretensión a denunciarme una conspiración o un crimen cuyo autor será Su Majestad…
—Precisamente —contestó Balsamo—, me habéis entendido.
—Sí, que es gran osadía, caballero; y en verdad os digo, que tengo gran curiosidad por saber cómo tomará el Rey vuestra acusación. Mucho temo que el resultado no sea exactamente el mismo que yo me proponía alcanzar con examinar los papeles que contenía este cofre antes de vuestra llegada. Proceded con tacto, caballero, porque siempre iréis a parar a la Bastilla.
—Vamos, ya se ve que no me entendéis.
—¿Cómo que no os entiendo?
—¡Oh Dios!, ¡qué mal me juzgáis, y cuánto os engañáis caballero, si me tenéis por tonto! ¡Cómo! ¿Pensáis que voy a atacar al rey, yo, que soy embajador y curioso…? Eso sería una necedad, y os ruego que me oigáis hasta el fin.
M. de Sartine movió la cabeza.
—Los que han descubierto esa conspiración contra el pueblo francés… (perdonadme, caballero, que os haga perder un tiempo precioso, pero veréis que no es absolutamente perdido); los que han descubierto esa conspiración contra el pueblo francés son unos economistas muy laboriosos y aficionados a pormenores, que al descubrir ese monopolio han advertido que el rey no es el único que lo ejerce. Saben muy bien que Su Majestad lleva un registro exacto del grano que se presenta al mercado; saben que su Majestad se restriega las manos de satisfacción cuando el alza le produce ocho o diez mil escudos; pero también saben que cerca de Su Majestad hay un hombre, cuya posición facilita la venta, y que gracias al empleo que ejerce (porque habéis de saber que es empleado, caballero), inspecciona las compras, la llegada de los cargamentos, y la operación de meter el trigo en las sacas; un hombre, en fin, que interviene en todo esto en nombre del Rey. Ahora bien, los economistas, los hombres de vista de lince, como yo les llamo, no atacan al rey, pues no son tan necios como todo eso, sino al hombre, señor mío, al empleado, al agente que ejerce el monopolio con Su Majestad.
M. de Sartine procuró, aunque sin resultado, que su peluca guardase el equilibrio.
—Vamos a la cuestión —prosiguió Balsamo—. Así como vos sabíais, porque tenéis una policía, que yo era el conde de Fénix, yo sé que vos sois M. de Sartine.
—¿Y qué más? —preguntó este cortado—. Sí, soy M. de Sartine. ¡Vaya una noticia!
—Pero, caballero, entendedme de una vez: ese M. de Sartine es justamente el hombre de los libros de caja, de los monopolios y el tráfico; el que, ya sin saberlo el Rey, ya con su conocimiento, comercia con los estómagos de veintisiete millones de franceses, estómagos cuyas funciones piden ser alimentadas del mejor modo posible. Ahora bien, ¡figuraos qué efecto no producirá semejante descubrimiento! El pueblo no os ama, el rey no es un hombre muy compasivo, y así que los hambrientos pidan a voces vuestra cabeza, a fin de alejar la menor sospecha de connivencia con vos, si es que la hay, o para hacer justicia si no hay complicidad, se apresurará Su Majestad a disponer que os cuelguen, como lo fue Enguerrando de Marigny[43]: ¿lo recordáis?
—No muy bien —dijo M. de Sartine sumamente pálido—, y creo, caballero, que probáis tener poco gusto cuando habláis del patíbulo a un hombre como yo.
—¡Oh! Si os hablo de ello, caballero —dijo Balsamo—, es porque me figuro que aun estoy viendo a ese pobre de Enguerrando. Os aseguro que era un cumplido caballero de Normandía, descendiente de una familia muy antigua y de una casa muy noble. Era chambelán de Francia, capitán del Louvre e intendente de Hacienda y Marina, y además conde de Longueville, el cual es un condado de más importancia que el vuestro de Alby. Pues bien, caballero, yo lo he visto colgado en la horca de Montfaucon, que él mismo mandó levantar, y, a Dios gracias, no fue por falta de haberle repetido: «Enguerrando, mi querido Enguerrando, cuidado que procedéis en materia de Hacienda con una libertad que no os perdonará Carlos de Valois». No me atendió, caballero, y pereció desgraciadamente. ¡Ay! Si supieseis cuántos prefectos de policía he tratado yo desde Poncio Pilatos, que condenó a Jesucristo, hasta M. M. Bertin de Belle-Isle, conde de Bourdeilles y señor de Brantôme, antecesor vuestro, que estableció los faroles y prohibió llevar ramilletes de flores.
M. de Sartine levantóse, pretendiendo disimular, aunque inútilmente, la agitación que se había apoderado de él.
—Pues bien —dijo—, acusadme si lo deseáis; ¿qué me importa el testimonio de un hombre como vos que no se apoya en nada?
—Desconfiad, caballero —dijo Balsamo—, que muchas veces los que al parecer no se apoyan en nada tienen datos, y cuando escriba con sus detalles la historia del monopolio del trigo a mi corresponsal o a Federico, que es filósofo, como sabéis; cuando Federico escriba la cosa comentada por él a M. Arouet de Voltaire, cuando este haga con su pluma, cuya fama conoceréis a lo menos, un cuento satírico del género del hombre de cuarenta escudos; cuando M. de Alembert, ese admirable geómetra, haya calculado que con los granos de trigo arrebatados por vos al alimento público se hubiera podido sostener a cien millones de hombres por espacio de tres o cuatro años; cuando Helvecio haya demostrado que el precio de esos granos, convertidos en escudos de seis libras y colocados en pila podría subir hasta la luna, y en billetes de Banco puestos unos al lado de otros podría extenderse hasta San Petersburgo; cuando este cálculo haya inspirado una obra dramática a monsieur de la Harpe; una conversación entre un padre de familia y sus dos hijos a Diderot; cuando esto se comente en el café de la Regencia, en Palais-Royal, en casa de Audinot y la de los bailarines del Rey, sostenidos como sabéis por M. de Nicolet, ¡oh!, entonces, señor conde de Alby, llegaríais a ser un teniente de policía más desahuciado de la opinión que jamás lo fue en el patíbulo ese pobre Enguerrando de Marigny, de quien no queréis oír hablar, pues decía que era inocente, y con tan buena fe, que bajo palabra de honor os digo que le di crédito cuando me lo afirmó.
M. de Sartine no pudo oír esto con calma, y se quitó la peluca y se enjugó el cráneo, cubierto completamente de sudor.
—A pesar de eso —dijo—, procederé contra vos; perdedme si es que podéis, pues si vos tenéis pruebas, también las tengo yo. Conservad vuestro secreto, pues, que yo conservaré el cofre.
—Caballero —repuso Balsamo—, este es otro error en que me admiro incurra un hombre de tanta fuerza de entendimiento. Esta cajita…
—¿Qué hay con esta cajita?
—Que no la retendréis.
—¡Oh! —exclamó M. de Sartine sonriéndose irónicamente—; es cierto se me había olvidado que el señor conde de Fénix es un caballero que acomete a mano armada como los salteadores de caminos. Perdonadme, señor embajador, si no os había visto la pistola que os habéis vuelto a guardar…
—Aquí no se trata de pistolas, señor de Sartine. No creáis voy a trabar con vos una lucha para arrebataros a la fuerza ese cofre, pues aún no habría llegado a la escalera, cuando ya habríais tocado la campanilla y dado la voz de ladrones. ¡No! Cuando afirmo que no conservaréis el cofre, debe entenderse que vais a devolvérmelo vos con mucho agrado.
—¡Yo! —exclamó el magistrado empuñando el cofre, con tanta fuerza que faltó poco para que lo rompiese.
—Sí, vos.
—Podéis mofaros, caballero; pero en cuanto a recobrar esta caja, os digo que para ello precisáis quitarme antes la vida. ¿Qué digo la vida? ¿No la he arriesgado mil veces? ¿No debo derramar hasta la última gota de sangre por servir a Su Majestad? Podéis matarme; pero al ruido acudiría quien me vengase, y no faltaría quien os acusase de todos vuestros crímenes. ¡Ah! ¿Devolveros este cofre? —agregó con amarga sonrisa—; aunque todos los demonios del infierno vinieran a reclamarlo, no lo entregaba.
—Por esa razón no me valdré de la intervención de ningún poder subterráneo; me basta la mediación de la persona que en este momento llama a la puerta.
En efecto, acababan de resonar tres sonoros golpes.
—Y cuya carroza —prosiguió Balsamo—, acaba de entrar en el patio; ¿no oís?
—¿Es algún amigo vuestro que viene a visitarme?
—Precisamente.
—¿Y le devolveré este cofre?
—Sí, se lo devolveréis, señor de Sartine.
Aún no había concluido de hacer el teniente de policía un gesto de supremo desdén, cuando abrió la puerta presuroso un ayuda de cámara y dijo:
—Monseñor, la señora condesa du Barry solicita hablaros.
M. de Sartine se estremeció y miró estupefacto a Balsamo, quien usaba de todo el poder que tenía sobre sí para no reírse en las barbas del ilustre magistrado.
En aquel instante una dama entró detrás del ayuda de cámara, porque sin duda no necesitaba permiso, y se acercó rápidamente, esparciendo un suavísimo perfume: era la hermosa condesa, cuyo elegante traje crujía suavemente.
—¿Sois vos, señora? —preguntó M. de Sartine, quien por un resto de terror había desprendido la mano del cofre y lo apretaba contra su pecho abierto y todo.
—Buenas noches, Sartine —respondió la condesa con su encantadora sonrisa.
Y volviéndose al punto hacia Balsamo, añadió:
—Buenas noches, querido conde.
Y extendió la mano a este último, quien se inclinó familiarmente y estampó sus labios en aquella blanca mano en que tantas veces había estampado los suyos el Rey.
Al inclinarse Balsamo, aprovechó la ocasión para decir en voz baja cuatro palabras que no pudo oír M. de Sartine.
—¡Ah!, aquí está mi cofre —exclamó la condesa.
—¡Vuestro cofre! —murmuró M de Sartine.
—Sin duda, mi cofre, ¡toma!, y lo habéis fracturado; ¡vaya una franqueza!
—Pero, señora…
—¡Oh! ¡Qué buena idea se me ha ocurrido…! Me habían robado este cofre y me dije a mí misma: «Es necesario ir a casa de Sartine, pues él lo encontrará». Pero no habéis atendido a mi reclamación por haberlo hallado antes; os lo agradezco.
—Ya veis —dijo Balsamo—, que hasta lo ha abierto.
—Sí, ya lo veo… ¿puede darse una cosa peor? Sartine, habéis procedido muy mal.
—Señora, salvo el respeto que os tengo —dijo el teniente de policía—, temo que os dejéis intimidar.
—Intimidar, caballero —dijo Balsamo—. ¿Lo decís tal vez por mí?
—Yo sé lo que me hago —repuso M. de Sartine.
—Y yo, maldito si entiendo nada —dijo la du Barry en voz baja a Balsamo—; vamos, ¿qué hay, querido conde? Habéis exigido que os cumpla la promesa que os hice de otorgaros lo primero que me pidieseis. Yo cumplo mis palabras como un español, y aquí me tenéis. Decidme, ¿qué debo hacer por vos?
—Señora —contestó Balsamo en voz alta—, hace pocos días me entregasteis en confianza esa cajita.
—Es cierto —dijo la du Barry, respondiendo con una mirada a otra que le dirigió el conde.
—¡Es cierto! —exclamó M. de Sartine—: ¿Sabéis lo que decís, señora?
—Creo que la señora condesa ha pronunciado estas palabras bien alto y claro para que las hayáis oído.
—¿Un cofre que contiene diez conspiraciones quizás?
—¡Ah! Señor de Sartine, no repitáis esa palabra, porque ya sabéis que no producís efecto con ella. La señora os pide su caja; devolvédsela, y todo se ha terminado.
—¿Insistís en pedírmela, señora? —dijo M. de Sartine temblando de rabia.
—Sí, insisto.
—Pero sabed…
Balsamo miró a la condesa.
—Nada necesito saber que no sepa —dijo la du Barry—; devolvedme el cofre, pues ya comprenderéis que no habré ido a molestarme por una bicoca.
—¡En nombre del cielo, por el interés de Su Majestad, señora…!
Balsamo hizo un gesto de impaciencia.
—Venga el cofre, caballero —repuso la condesa con voz breve—; ¿me lo dais, sí o no? Pensadlo bien antes de decir que no.
—Como gustéis —dijo M. de Sartine humildemente.
Y presentó a la condesa el cofre, en que ya había introducido Balsamo todos los papeles que estaban esparcidos en el bufete.
La du Barry volvióse hacia este, y le dijo con una sonrisa encantadora:
—Conde, tened la bondad de conducirme este cofre hasta mi carroza, y dadme el brazo para que no atraviese sola todas esas antesalas en que se ven unos rostros tan raros. Gracias, Sartine.
Y ya se dirigía Balsamo hacia la puerta con su protectora, cuando observó que M. de Sartine se disponía a tirar del cordón de la campanilla.
—Señora condesa —dijo Balsamo deteniendo a su enemigo con la vista—, dignaos decir a M. de Sartine, quien no me perdona el que le haya pedido vuestra cajita, que sentiríais mucho me ocurriera alguna desgracia por culpa del señor teniente de policía, y que tenga a bien no molestarme.
La condesa se sonrió y dijo:
—Querido Sartine, ya oís lo que pretende el señor conde; sí, es la pura verdad; el señor conde es un excelente amigo mío, y yo os tendría un rencor mortal si le desagradaseis en algo. Adiós, Sartine.
Y apoyada en el brazo de Balsamo, quien llevaba el cofre, la du Barry dejó el gabinete del teniente de policía.
M. de Sartine vio cómo se alejaban sin mostrar ese furor que Balsamo esperaba ver estallar.
—Vete —murmuró el magistrado vencido— vete, que si tú te llevas la cajita, aquí tengo a la mujer que la trajo.