Capítulo CXXIV

Luego que M. de Sartine se quedó solo, cogió el cofre y lo examinó atentamente como hombre que sabe apreciar lo que vale un descubrimiento.

Y cogiendo las llaves que Lorenza había soltado, las probó todas, pero ninguna le venía.

Después sacó de su gaveta otros tres o cuatro manojos por el mismo estilo.

En aquellos manojos habían llaves de todos tamaños, y así de muebles como de cofres, pudiendo asegurarse que M. de Sartine poseía un museo donde figuraban todas las llaves conocidas.

Probó si venían bien al cofre veinte, cincuenta, ciento; pero ninguna dio una vuelta siquiera, de lo cual dedujo el magistrado que aquella cerradura era fingida, siendo por lo mismo sus llaves simulacros de llaves y nada más.

Entonces sacó de la misma gaveta un escoplo pequeño y un martillito, y con su fina mano metida en un ancho manguito de malinas, arrancó la cerradura, fiel guardiana del cofre, y se presentó a su vista un rollo de papeles en vez de máquinas fulminantes que temía encontrar allí, o de los venenos cuyo aroma debía ser mortal y privar a Francia de su magistrado más importante.

El primer papel que el teniente de policía vio, decía:

«Maestre, ya es tiempo de que dejéis el nombre de Balsamo».

Aquel papel no contenía firma alguna, sino únicamente estas tres letras: L. P. D.

—¡Ah!, ¡ah! —exclamó M. de Sartine atusándose los bucles de su peluca—; si no conozco la letra me parece que el nombre no me es desconocido. ¿Balsamo?… Busquemos en la B.

Entonces abrió una de sus ochenta gavetas y sacó de ella un registro en que estaban inscritos por orden alfabético y con una letra muy pequeña llena de abreviaturas trescientos o cuatrocientos nombres, precedidos, seguidos y acompañados de unas notas que echaban chispas.

—¡Oh!, ¡oh! —murmuró—, tenemos tela larga con el tal Balsamo.

Y leyó toda la página con señales nada equívocas de descontento.

Enseguida volvió a colocar el registro en su gaveta, para continuar haciendo el inventario del cofre.

Otro de los primeros papeles era una lista llena de nombres y signos.

Aquella lista le pareció de importancia, pues estaba muy gastada por las márgenes, y tenía muchas señales hechas con lápiz. Entonces tocó la campanilla M. de Sartine y entró un criado.

—Que venga enseguida —dijo— el encargado de la chancillería; pero que pase de las oficinas por medio de la habitación para ahorrar tiempo.

El ayuda de cámara salió.

Dos minutos después se presentó en el umbral del gabinete un empleado, con la pluma en la mano, el sombrero debajo de un brazo, un voluminoso registro debajo del otro y manguitos de sarga negra sobre las mangas de la casaca. M. de Sartine lo vio en su espejo y le tendió el papel por encima del hombro.

—Descifrad eso —le dijo.

—Está bien, monseñor —contestó el empleado.

Aquel adivinador de charadas era un hombre bajo y delgado, de labios fruncidos, arrugado entrecejo a fuerza de investigar, cabeza pálida y puntiaguda de arriba a abajo, barba afilada, frente hundida, juanetes prominentes y ojos apagados, que se animaban por segundos.

M. de Sartine le llamaba Garduña.

—Sentaos —le dijo el magistrado al verle azorado con su capelino, su códice de cifras, su nota y su pluma.

Garduña se sentó modestamente en un taburete, recogió las piernas y empezó a escribir sobre las rodillas, registrando su diccionario y repasando la memoria con una fisonomía impasible.

A los cinco minutos había escrito lo que sigue:

Orden para reunir tres mil hermanos en Paris.

Orden para instalar tres círculos y seis logias.

Orden para la creación de una guardia que proteja la persona del gran Copto y prepararle cuatro domicilios, debiendo ser uno de ellos un palacio de propiedad del rey.

Orden para poner a su disposición quinientos mil francos para una policía.

Orden para inscribir en el primer círculo parisiense toda la flor y nata de la literatura y la filosofía.

Orden para tener a sueldo o ganar a la magistratura; pero asegurarse con especialidad al teniente de policía, por medio de la corrupción, la violencia o la astucia.

Garduña se detuvo un momento, no para meditar, porque esto hubiera sido un crimen en aquel pobre hombre, sino porque habiendo terminado de escribir una cara, y estando todavía fresca la tinta, era preciso esperar a que se secase para proseguir.

M. de Sartine, impaciente, le arrebató la hoja de la mano y se puso a leer.

Al llegar al último párrafo se retrató en todas sus facciones tal terror, que se aumentó su palidez aún más al ver en el espejo de su armario lo pálido que se había quedado.

Por lo demás no devolvió la hoja al empleado en la chancillería, sino que le dio una en blanco.

Este prosiguió escribiendo a medida que iba descifrando, cuya operación hacía con una facilidad espantosa para los que se ocupaban de escribir en cifra.

Aquella vez M. de Sartine no pudo esperar y leyó por encima del hombro de Garduña.

Dejar en París el nombre de Balsamo que empieza a ser sumamente conocido, y tomar el de conde de Fe…

El fin de la palabra estaba sepultado en una mancha de tinta.

En el mismo momento en que M. de Sartine procuraba descubrir las sílabas que debían componer la palabra, sonó la campanilla exterior, y un criado entró anunciando:

—El señor conde de Fénix.

M. de Sartine exhaló un grito y sin reparar en el armonioso edificio de su peluca juntó las manos por encima de su cabeza, apresurándose a despedir a su dependiente por una puerta excusada.

Enseguida volvió a sentarse delante del bufete, y dijo al ayuda de cámara:

—Que pase.

Pocos segundos después M. de Sartine vio en su espejo el severo perfil del conde, a quien ya había conocido en la corte el día que fue presentada la du Barry.

Balsamo entró sin titubear.

M. de Sartine se levantó, hizo al conde una fría reverencia y cruzando una pierna sobre otra se recostó con ceremonia en su sillón.

Enseguida conoció el magistrado la causa y objeto de aquella visita.

Al momento vio también Balsamo la cajita abierta y medio vacía, sobre el bufete de M. de Sartine.

Por rápida que fuese la mirada que Balsamo dirigió al cofre, no le pasó desapercibida al teniente de policía.

—¿A qué debo la honra que me dispensáis viniendo a mi casa? —preguntó M. de Sartine.

—Caballero —contestó Balsamo con una sonrisa amabilísima—, he tenido el honor de ser presentado a todos los soberanos de Europa, a todos los ministros, a todos los embajadores pero no habiendo hallado a nadie que me presentase a vos, vengo a presentarme yo mismo.

—Pues llegáis a tiempo, caballero —dijo el teniente de policía—; hasta me parece que si no hubieseis venido de motu propio, yo habría tenido la honra de llamaros.

—¡Ah! —dijo Balsamo—, ¡qué casualidad!

M. de Sartine se inclinó sonriéndose con ironía.

—¿Será tanta mi fortuna, caballero —prosiguió Balsamo—, que pueda seros útil en algo?

Estas palabras las pronunció sin que apareciese en su risueña fisonomía ni una sombra de impresión o inquietud.

—¿Habéis viajado mucho, señor conde? —interrogó el teniente de policía.

—Mucho, caballero.

—¡Ah!

—¿Deseáis acaso que os dé algunos pormenores sobre algún punto geográfico? Lo digo, porque un hombre de una capacidad como la vuestra no se ocupa únicamente de Francia, sino abarca la Europa, el mundo…

—El punto que deseo saber no es geográfico, señor conde, si dijeseis moral, acertaríais mejor.

—No hay que apurarse, pues lo mismo para ese que para cualquier otro me encuentro a vuestras órdenes.

—Pues bien, señor conde, figuraos que busco a un hombre extremadamente peligroso a fe mía, a un hombre que es a un mismo tiempo ateo…

—¡Oh!

—Conspirador.

—¡Oh!

—Embaucador.

—¡Oh!

—Adúltero, monedero falso, empírico, parlanchín, jefe de secta: un hombre cuya historia está consignada en mis registros y en esta cajita que veis aquí.

—¡Ah!, comprendo —dijo Balsamo—, conocéis su historia pero os falta él.

—Precisamente.

—¡Diablo!, pues eso es lo más interesante a mi parecer.

—Seguramente pero vais a ver que estamos abocados a coger a ese hombre. Seguramente no tiene más formas Proteo, ni Júpiter más nombres que ese inexplicable extranjero. En Egipto, se llamaba Acharat; en Italia, Balsamo; en Cerdeña, Somini; en Malta, marqués de Anna; en Córcega, marqués de Pellegrini y por último, conde de…

—¿Conde de qué? —añadió Balsamo.

—Este último nombre, caballero, es el que no he podido entender bien, pero vos me ayudaréis, ¿no es verdad? Estoy seguro de ello, porque nada tiene de particular que hayáis conocido a ese hombre en vuestros viajes en alguno de los países que he citado.

—Dadme más señas de él —dijo Balsamo con tranquilidad—; ya veremos.

—¡Ah!, ya entiendo lo que pretendéis es una especie de filiación, ¿no es verdad, señor conde?

—Precisa, caballero, si lo tenéis a bien.

—Es un hombre —dijo M. de Sartine fijando en Balsamo una mirada que quería fuese inquisitorial— de vuestra edad, de vuestra altura y vuestros modales; unas veces derrama el oro a guisa de gran señor, y otras se presenta como un charlatán que descubre los secretos de la Naturaleza; por último, otras aparece afiliado en una asociación misteriosa que prepara en las tinieblas la muerte de los reyes y la caída de los tronos.

—¡Oh! —dijo Balsamo— eso es muy vago.

—¿Cómo muy vago?

—Hay multitud de hombres parecidos a ese cuyo retrato acabáis de hacer.

—¿De veras?

—Sin duda alguna, y así, si queréis que os ayude, haréis muy bien en fijaros un tanto. En primer lugar, ¿sabéis el país en que vive frecuentemente?

—No, porque vive en todos.

—Pero en la actualidad, por ejemplo.

—En este momento reside en Francia.

—¿Y qué hace aquí?

—Dirigir una conspiración vastísima.

—¡Ah!, estos ya son detalles, y si sabéis qué conspiración dirige, tenéis un hilo que puede serviros para encontrar vuestro hombre.

—Así lo creo.

—Pues si lo creéis, ¿por qué me pedís consejo? Lo considero inútil.

—Es que estoy indeciso sobre una cosa.

—¿Y cuál es?

—Le mando detener, ¿sí o no?

—Señor teniente de policía, no me explico el «no»; porque al fin si conspira…

—Ya se ve que sí; pero cuenta con la garantía de un nombre y un título.

—¡Ah!, ya entiendo; ¿pero qué nombre, qué título es ese? Para prestaros ayuda en vuestras pesquisas, caballero.

—Os digo y repito que sé el nombre con que se oculta; pero…

—Ignoráis el nombre con que se presenta en sociedad, ¿he acertado?

—Precisamente y sin eso…

—No podéis prenderle, pues en caso contrario…

—Le prenderían inmediatamente.

—Pues bien, mi querido Sartine, es una fortuna como dijisteis hace poco, que yo haya venido en este momento, porque voy a prestaros el servicio que me solicitáis.

—¿Vos?

—Yo.

—¿Vais a rebelarme su nombre?

—Sí.

—¿El nombre con que se presenta en el mundo?

—Justamente.

—¿Le conocéis, pues?

—Muy bien.

—¿Y cómo se llama? —preguntó M. de Sartine esperando alguna salida artificiosa.

—El conde de Fénix.

—¡Cómo! ¿El nombre con que vos os anunciasteis?

—El nombre con que me he anunciado, sí.

—¿Vuestro nombre?

—Mi nombre.

—Pues en ese caso, ese Acharat, ese Somini, ese marqués de Anna, ese marqués de Pellegrini, ese José Balsamo ¿sois vos?

—Yo mismo —contestó bruscamente Balsamo.

M. de Sartine se tomó un minuto para reponerse del asombro que le produjo aquel descaro.

—Sabed —dijo enseguida— que lo había adivinado… os conocía, sabía que ese Balsamo y ese conde de Fénix eran una misma persona.

—¡Ah!, sois un gran ministro, lo confieso —dijo Balsamo.

—Y vos muy imprudente —dijo el magistrado acercándose hacia la campanilla.

—Imprudente, ¿y por qué?

—Porque voy a mandaros prender.

—Vaya —dijo Balsamo coleándose entre la campanilla y el magistrado—, ¿creéis que se me prende a mí?

—¡Vive Cristo! ¿Queréis decirme qué haréis para estorbarlo?

—¿Qué haré?

—Sí.

—Señor teniente de policía, romperos la tapa de los sesos.

Y diciendo esto sacó del bolsillo una pistola muy bonita montada sobre granate, y que cualquiera hubiera creído que había sido cincelada por Benvenuto Cellini, pistola que apuntó tranquilamente al rostro de M. de Sartine, quien cayó sobre un sillón sumamente pálido.

—Ahí —dijo Balsamo arrimando otro sillón al del teniente de policía y sentándose—; ahora que nos hemos sentado podemos hablar un poco.