Balsamo partió de Trianón arrebatado por el galope impetuoso de Djerid, a quien alentaba con sus exclamaciones, y anduvo una legua despidiendo de sus ojos un brillo tal, que semejaba en aquella noche tempestuosa un genio desprendido del rayo.
Así atravesó Versalles, anduvo otra legua, y a pesar de que en las dos andadas sólo había empleado Djerid quince minutos, a él le parecían siglos.
De repente surcó su mente un pensamiento, y entonces paró sobre sus nerviosos jarretes, al corcel, cuyos músculos eran de hierro.
Al detenerse Djerid, dobló los cuartos traseros y clavó las manos en la arena.
El jinete y el caballo respiraron un momento.
Al mismo tiempo que respiraba, levantó Balsamo la cabeza.
Después se pasó un pañuelo por las sudorosas sienes, murmurando:
—¡Oh, qué loco soy!, ni la rápida carrera de mi caballo, ni lo ardoroso de mis deseos llegarán jamás a ser tan instantáneos como el rayo o la chispa eléctrica, y precisamente esto es lo que se necesita para conjurar la desgracia que se cierne sobre mi cabeza. Necesito un efecto rápido, un golpe inmediato, un choque omnipotente que paralice las piernas, cuya acción temo, y la lengua, cuyo vuelo me hace temblar; necesito producir desde lejos ese sueño con que domino a la esclava que ha roto sus cadenas. ¡Oh!, ¡cómo consiga apoderarme alguna vez de ella…!
Y Balsamo rechinó los dientes, haciendo un gesto desesperado.
—¡Oh!, por más que lo desees, Balsamo, por más que corras —exclamó—, Lorenza ya ha llegado y va a hablar, o tal vez ha hablado ya. ¡Oh mujer miserable! Cuantos castigos te imponga serán sumamente suaves.
Siguió arrugando el entrecejo, con los ojos fijos apoyando la barba en la palma de la mano.
—Veamos si la ciencia es una palabra o una realidad, si tiene poder o no lo tiene… Averigüémoslo por vía de ensayo. ¡Lorenza! ¡Lorenza!, quiero que duermas; donde quiera que estés duérmete, ¡Lorenza, duérmete, mira que yo lo quiero!
Luego murmuró desanimado:
—¡Oh!, no, no, me equivoco; no creo en ello y me atrevo a confiar a pesar de que la voluntad lo es todo. ¡Oh!, lo quiero no obstante, lo quiero con todo mi poder. Cruza los aires, voluntad suprema; atraviesa todas esas corrientes de voluntades antipáticas o indiferentes; atraviesa las murallas como una bala de cañón; persíguela a cualquier sitio adonde se dirija; ¡anda, descarga el golpe, destruye! ¡Lorenza, duerme! ¡Lorenza, enmudece!
Y dirigió por algunos momentos su pensamiento hacia el logro de este fin, grabándolo en su cerebro como para darle más vuelo cuando brotase hacia París; y terminada esta operación misteriosa, a que concurrieron seguramente todos los átomos divinos, animados por Dios, soberano señor de todas las cosas, Balsamo, con los dientes todavía apretados y crispadas las manos, soltó las riendas a Djerid, pero sin aplicarle ni la rodilla ni la espuela.
Balsamo quería convencerse a sí mismo. El noble corcel empezó a andar tranquilamente, según el permiso tácito que le concedía su amo, sentando sobre el empedrado del camino con esa delicadeza particular de su raza el pie casi sin producir ruido, a fuerza de ser ligero.
En tanto Balsamo, a pesar de que los hombres superficiales que le hubieran visto en aquella actitud habrían creído que hacía mal en ir tan despacio, combinaba allá para sí todo un plan de defensa, plan que acababa en el mismo instante en que Djerid tocaba el empedrado de Sèvres.
Así que llegó frente a la verja del parque se paró y miró en torno suyo; como si aguardara a alguien.
Al punto se destacó un hombre de una puerta cochera y fue donde él se hallaba.
—¿Eres tú, Fritz? —preguntó Balsamo.
—Sí, señor.
—¿Has averiguado?
—Todo cuanto he podido.
—¿Está en París la condesa du Barry o en Luciennes?
—Se encuentra en París.
Balsamo dirigió al cielo una mirada de triunfo.
—¿Cómo has venido?
—En Sultán.
—¿Dónde lo has dejado?
—En el patio de esa posada.
—¿Ensillado?
—Y con la brida puesta.
—Perfectamente, en marcha.
Fritz fue a desatar a Sultán, que era uno de esos valientes caballos alemanes, dotados de inmejorable carácter, que murmuran algo en las marchas forzadas, pero que no por eso cesan de andar mientras les queda un resto de aliento en los ijares, y el jinete tenga espuela.
Fritz volvió a buscar a Balsamo que escribía a la luz de un farol que los señores recaudadores del impuesto sobre los animales semovientes o no semovientes tienen constantemente encendido para sus operaciones fiscales.
—Ve a París —dijo—, y entrega esta esquela a la señora condesa du Barry, esté donde esté; para ello tienes media hora, y después que lo hayas evacuado volverás a la calle de San Claudio, donde te estará esperando la señora Lorenza, que no puede menos de volver. Déjala pasar sin hablarle, ni ponerle el menor obstáculo; anda y acuérdate sobre todo de que debes desempeñar tu comisión en media hora.
—Perfectamente —dijo Fritz.
Y clavando la espuela en el ijar de Sultán que admirado de aquella agresión a que no estaba habituado, echó a correr lanzando un relincho lastimero y se perdió en la oscuridad de la noche.
En tanto Balsamo fue tranquilizándose poco a poco y tomó el camino de París, donde entró al cabo de tres cuartos de hora, con rostro casi fresco y la vista tranquila, o mejor dicho pensativo.
De lo demás Balsamo tenía razón: por muy rápido que anduviese Djerid, como hijo que era del desierto, tenía que tardar, y únicamente su voluntad podía caminar tan de prisa como la joven se había escapado de su prisión.
Desde la calle de San Claudio se dirigió Lorenza al baluarte, y torciendo a la derecha no tardó en divisar los muros de la Bastilla; pero, como siempre había estado encerrada, no sabía andar por París.
Acababa, pues, de llegar al barrio de San Antonio turbada y de prisa, cuando se llegó a ella un joven que iba tras ella hacía algunos minutos asombrado.
Porque Lorenza, natural de las cercanías de Roma, y que siempre había llevado una vida excepcional, no había seguido los caprichos de la moda, y su traje era más bien oriental que europeo, es decir, siempre holgado, siempre suntuoso, y diferenciándose mucho del de estas bonitas muñecas encerradas como avispas en un largo corsé, y crujiendo trajes de seda y muselina, bajo los que casi es inútil buscar un cuerpo, gracias al afán con que pretenden aparecer como inmateriales.
El Alfeo[40] que perseguía a nuestra Aretusa[41] la alcanzó fácilmente; pues al ver aquellas pantorrillas divinas bajo una saya de raso y encaje, aquella cabellera sin polvos y aquellos ojos que despedían un brillo extraño debajo de una manteleta arrollada a la cabeza y el cuello, creyó que Lorenza era una mujer disfrazada que se dirigía a algún baile de máscaras o a alguna entrevista, la cual debía ser en una casilla del barrio cuando no iba en carruaje.
Se aproximó, pues, a Lorenza y poniéndosele al lado con el sombrero en la mano, dijo:
—Supongo, señora, que no iréis muy lejos con ese calzado que os impide el andar; ¿permitís que os dé el brazo hasta que encontremos un carruaje, y con eso tendré el honor de acompañaros adónde vayáis?
Lorenza volvió la cabeza con un movimiento repentino, miró profundamente con sus negros ojos al que le hacía su ofrecimiento que a muchas mujeres hubiera parecido una inconveniencia, y deteniéndose:
—Sí —dijo—, acepto vuestra compañía.
El joven le dio el brazo con mucha delicadeza.
—¿Adónde vamos, señora? —preguntó.
—A la tenencia de la policía.
El joven se conmovió.
—¿A casa de M. de Sartine? —dijo.
—No sé si se llama M. de Sartine; lo que deseo es hablar con el teniente de policía.
El joven empezó a meditar, y le pareció sospechosa aquella mujer joven y hermosa, que vestida a la extranjera, recorría las calles de París a las ocho de la noche, con una cajita debajo del brazo, y preguntando por el teniente de policía.
—¡Ah! ¡Diablo! —dijo el joven—, por aquí no se va a la tenencia de policía.
—Pues decidme por dónde.
—Por el barrio de San Germán.
—¿Y por dónde se va al barrio de San Germán?
—Por aquí, señora —contestó el joven con tranquilidad y finura—; y si queréis cuando encontremos un carruaje…
—Sí, eso es, un carruaje, decís bien.
El joven llevó a Lorenza hacia el baluarte, y habiendo encontrado un coche de alquiler lo llamó.
El cochero atendió al llamamiento, y preguntó:
—¿Adónde queréis que os lleve, señora?
—Al palacio de M. de Sartine —dijo la joven.
Su acompañante abrió la portezuela, por un resto de urbanidad, o más bien de admiración, saludó a Lorenza; enseguida la ayudó a subir y la vio alejarse como una visión de esas que aparecen en sueños.
El cochero, muy respetuoso, hacia aquel nombre terrible, dio de latigazos a sus caballos y partió en la dirección indicada.
Entonces fue cuando Lorenza cruzó la Plaza Real, y Andrea la vio y oyó en su sueño magnético, denunciándola a Balsamo.
A los veinte minutos encontrábase Lorenza en la puerta del palacio.
—¿Espero, hermosa señora? —preguntó el cochero.
—Sí —contestó Lorenza maquinalmente.
Y penetró rápidamente en el portal de aquel magnífico palacio.