Capítulo CXXI

Andrea fue doblegándose gradualmente y empezó a agitarse como acometida de un accidente epiléptico.

Gilberto continuaba contemplándola intensamente; pero como desconocía los efectos del magnetismo, no acertaba a explicarse aquello.

No había oído lo que con Balsamo había hablado; lo único que sabía era que Andrea, así en Trianón como en Taverney, había obedecido, a juzgar por las apariencias, al llamamiento de aquel hombre que había adquirido sobre ella una influencia tan terrible como extraña. Para Gilberto, en fin, todo se reducía a lo siguiente: la señorita Andrea tiene, si no un amante, a lo menos un hombre a quien ama y con quien celebra entrevistas de noche.

La conversación entre Andrea y Balsamo, aunque pronunciada en voz baja, tenía visos de una reyerta amorosa.

Cuando esto pensaba, vio a la joven vacilar, retorcerse los brazos y girar sobre sí misma; después salió dos veces de su pecho un estertor sordo que revelaba lo oprimido que estaba aquel, y se esforzó, no ella, sino la Naturaleza, en arrojar esa masa mal calculada de fluido que durante el sueño magnético le había dado esa doble vista, cuyos fenómenos hemos visto en el capítulo precedente.

En aquella lucha, la Naturaleza quedó vencida, Andrea no pudo sacudir el resto de voluntad que Balsamo dejó por olvido en ella, y exhalando un gemido cayó sobre la arena, en el instante que un rayo cruzaba la atmósfera.

Pero apenas había caído, cuando Gilberto, tan ágil y vigoroso como un tigre, se lanzó hacia ella, la cogió en brazos, y sin advertir que necesitaba sostener una carga pesada, la condujo al aposento que había dejado para obedecer al llamamiento de Balsamo, y en el que todavía continuaba ardiendo la bujía junto al lecho desbaratado.

Gilberto encontró todas las puertas abiertas como las había dejado Andrea.

Al entrar tropezó con el sofá, y como era consiguiente, colocó en él a la joven, fría e inanimada.

El contacto de aquel cuerpo inanimado inflamó la sangre del joven.

Su primera idea, sin embargo, fue casta y pura; era necesario antes que nada volver a la vida aquella hermosa estatua, y buscó con la vista la garrafa para echar a Andrea en el rostro algunas gotas de agua.

Pero en aquel momento, y al tiempo de extender su temblorosa mano para apoderarse de la botella de cristal, le pareció que un paso firme a la par que ligero hacía crujir la escalera de madera y ladrillos, que conducía al aposento de Andrea.

Nicolasa no era, puesto que había huido con M. de Beausire, Balsamo tampoco, pues se había marchado a galope en su caballo árabe.

No podía ser por lo tanto más que una persona extraña.

Si sorprendían a Gilberto sería arrojado de Trianón, pues Andrea era para él como una de esas reinas de España a quienes no pueden tocar los súbditos, aunque sea para salvarlas.

Estás ideas cruzaron rápidamente por la imaginación de Gilberto, que oía acercarse cada vez más aquel paso en medio del fragor de la tormenta, y como estaba dotado de una extraordinaria sangre fría, de una prudencia superior, comprendió que aquel no era su puesto, y que lo que importaba ante todo era que nadie le viese.

Apagó, pues, la bujía que iluminaba el aposento de Andrea, y se introdujo en el gabinete que servía de dormitorio a Nicolasa; y desde donde distinguía Gilberto, al mismo tiempo que la habitación de Andrea, la antesala.

En esta última pieza había una lamparilla ardiendo y colocada sobre una consola, y a Gilberto se le ocurrió desde luego apagarla como a la bujía, pero no tuvo tiempo, el paso crujió en los ladrillos del corredor, oyóse una respiración algo oprimida, en el umbral apareció la sombra de un hombre, se deslizó tímidamente en el aposento y volvió a empujar la puerta, cuyo cerrojo echó.

Gilberto sólo tuvo tiempo para ocultarse en el gabinete de Nicolasa y tirar hacia sí de la puerta vidriera.

Al momento contuvo el aliento, pegó el semblante a los cristales y aplicó ambos oídos.

La tormenta rugía solemnemente en el espacio; gruesas gotas de agua golpearon los cristales de la ventana de Andrea y los de la del corredor, donde otra que se había quedado abierta rechinaba sobre sus goznes, y rechazada de vez en cuando por el viento que se introducía en el corredor, daba fuertes portazos contra el marco.

Pero ninguno de estos horrores de la Naturaleza hizo que Gilberto apartase su atención del hombre que había entrado.

Este había atravesado la antesala, pasado por delante de Gilberto, y entrado en el aposento sin titubear.

Gilberto le vio aproximarse a tientas a la cama de Andrea, hacer un gesto de sorpresa al ver que estaba vacía y al mismo tiempo tropezar con el brazo en la bujía que estaba sobre la consola.

La bujía cayó, y Gilberto oyó el ruido que sobre el mármol de la mesa produjo la arandela de cristal.

Entonces, aquel hombre pronunció dos veces con voz ahogada y como llamando:

—¡Nicolasa! ¡Nicolasa!

—¿Cómo Nicolasa? —se dijo Gilberto desde el fondo de su escondite—: ¿Por qué llama ese hombre a Nicolasa en vez de llamar a Andrea?

Pero viendo que nadie contestaba, el incógnito alzó del suelo la bujía, y andando de puntillas la encendió en la lamparilla que había en la antesala.

Entonces fue cuando Gilberto concentró toda su atención en aquel extraño y nocturno visitante; entonces fue cuando sus ojos hubieran atravesado un muro, gracias a la activa voluntad con que procuraban ver.

De pronto se estremeció Gilberto, y a pesar de que estaba escondido dio un paso atrás.

Al combinarse el resplandor de las dos llamas, se estremeció Gilberto, lo repetimos, quedando medio muerto de asombro, porque en el hombre que tenía la bujía en la mano, había conocido al rey.

Entonces todo lo adivinó el mancebo, la fuga de Nicolasa, el dinero que dio a Beausire, el que estuviese la puerta abierta, la conducta de Richelieu, la de Taverney, y esa intriga extraña y tenebrosa de que la joven era el centro.

Pero al pensar lo que el rey había ido a hacer en aquel aposento; al pensar lo que iba a ocurrir en presencia suya, se le subió la sangre a los ojos.

Tuvo deseos de gritar, pero el miedo, ese sentimiento irreflexivo, caprichoso e irresistible, el miedo que le causaba aquel hombre, lleno todavía de prestigio, que se llamaba rey de Francia, le ató la lengua en el fondo de la garganta.

Mientras, Luis XV había entrado en el aposento con la bujía en la mano.

Apenas puso los pies en él, percibió a Andrea envuelta en su peinador blanco de muselina, y más bien desnuda que arropada, con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, descansando una pierna sobre el cojín, mientras que, tiesa y descalza la otra, yacía sobre la alfombra.

El rey se sonrió al verla, y la bujía iluminó aquella lúgubre sonrisa; pero casi al instante brilló en el rostro de Andrea otra sonrisa casi tan fatídica como la del monarca. Este pronunció algunas palabras que Gilberto interpretó como otras tantas palabras amorosas, y colocando la bujía sobre la mesa, dirigió al cielo, que estaba inflamado, una mirada, yendo al punto a arrodillarse delante de la joven, a quien besó una mano.

Gilberto se limpió el sudor que corría por su frente, y Andrea no se movió.

El rey, que advirtió que estaba fría aquella mano, la cogió entre la suya para calentarla, y envolviendo con el otro brazo aquel cuerpo tan hermoso y delicado, se inclino para decirle al oído algunas de esas ternezas amorosas que dicen los amantes a las jóvenes cuando se encuentran medio dormidas.

En aquel momento acercó su rostro al de Andrea, de suerte que el rostro del rey rozó el de la joven.

Gilberto se palpó, y respiró al sentir en el bolsillo de la chupa el mango de un largo cuchillo que le servía para podar los hojaranzos del seto.

El rostro de Andrea estaba tan frío como su mano.

El rey se levantó y fijó la vista en el desnudo pie de la joven, tan blanco y diminuto como el de Cendrillón. Lo cogió en sus manos y se estremeció, pues aquel pie estaba tan frío como el de una estatua de mármol.

Gilberto, a quien pretendía robar el rey en su regia lujuria tantas bellezas expuestas a sus miradas, rechinó los dientes y abrió el cuchillo cerrado hasta entonces.

Pero ya había soltado el rey el pie de Andrea, como lo hizo con la mano y el rostro, y sorprendido con el sueño de la joven, sueño que atribuyó al principio a gazmoña coquetería, procuraba descubrir de qué provendría aquel frío mortal que había invadido las extremidades de aquel hermoso cuerpo, y se preguntaba si había dejado de latir el corazón cuando la mano, el pie y el rostro estaban tan helados.

Apartó, pues, el peinador de Andrea, descubrió su virgíneo pecho, y con su mano cobarde pero cínica, interrogó el corazón mudo bajo aquella carne tan helada como el alabastro, cuya blancura sus redondas formas tenían.

Gilberto, con los ojos chispeantes y empuñando el ancho cuchillo, salió decidido, si el rey pasaba más adelante, a darle de puñaladas y matarse después.

En aquel instante un trueno espantoso hizo temblar todos los muebles de la habitación y hasta el sofá, delante del cual se encontraba arrodillado Luis XV, y otro relámpago amoratado y sulfúreo arrojó sobre el semblante de Andrea una llama tan azulada y viva, que aterrorizado el rey de aquella palidez, aquella inmovilidad y aquel silencio, retrocedió murmurando:

—¡Está muerta!

Y se le ocurrió la idea de que había abrazado un cadáver, y esta sola idea estremeció todo su cuerpo; fue por la bujía, volvió adonde se hallaba Andrea, y se puso a mirarla al resplandor de la oscilante llama. Al contemplar aquellos labios cárdenos, aquellas orejas, aquellos cabellos sueltos, y aquella garganta que no levantaba ningún aliento, dio un grito, dejó caer la bujía, se tambaleó, y como si estuviese borracho, se dirigió dando traspiés a la antesala, siendo tan grande su espanto que tropezó en el tabique.

Luego se le oyó bajar apresuradamente la escalera. Luego crujir la arena del jardín hasta que entre el ruido de la tempestad se confundió el rumor de los pasos…

Entonces Gilberto, con el cuchillo en la mano, salió mudo y sombrío de su escondrijo, se adelantó hasta el umbral del aposento de Andrea, y durante algunos segundos contempló a la hermosa joven sumergida en un profundo sueño.

Mientras tanto, la bujía que había caído en el suelo ardía sobre la alfombra, alumbrando el pie delicado y la pantorrilla tan pura de aquel cadáver adorable.

Gilberto cerró poco a poco su cuchillo, y mientras tanto tomaba su rostro insensiblemente el carácter de una resolución inexorable, después de lo cual fue a escuchar a la puerta por donde había desaparecido el rey.

Enseguida hizo lo que había hecho el rey, esto es, cerrar la puerta y correr el cerrojo, y apagó la lamparilla que ardía en la antesala.

Luego, en fin, con la misma lentitud y el mismo fuego sombrío en sus ojos, volvió a entrar en la habitación de Andrea y puso el pie sobre la bujía, que se corría sin llegar al pavimento.

Una oscuridad repentina apagó la sonrisa funesta que se dibujó en sus labios.

—¡Andrea! ¡Andrea! —murmuró—, te prometí que la tercera vez que cayeras en mi poder no te escaparías como las dos primeras. ¡Andrea! ¡Andrea! La novela terrible que según tú había yo compuesto va a tener un desenlace terrible también.

Y dirigiéndose al sofá estrechó entre sus brazos a la joven fría, inmóvil, privada por completo del sentido.