Capítulo CXX

Después que salió Nicolasa, Andrea fue saliendo de su éxtasis, y se puso de rodillas para rogar por Felipe, único ser a quien su corazón amaba.

Y oró como oran las almas afligidas, elevando su alma hasta el Señor.

Después cogió a la ventura de su biblioteca un libro, y aproximándose a la luz se absorbió en la lectura o más bien en sus pensamientos, puesto que el libro que había recogido era un diccionario de botánica. Pocos momentos después le sorprendió el sueño, y estirando la cabeza para dar un soplo a la bujía, vio el vaso de agua que Nicolasa había preparado, extendió el brazo, lo tomó con una mano y con la otra cogió una cuchara, revolvió el azúcar medio derretido, y vencida ya por el sueño se llevó el vaso a la boca.

Mas de repente, cuando ya sus labios tocaron el licor, sintió un estremecimiento extraño, cayó sobre su cerebro un peso húmedo y abrasador, y Andrea conoció, asustada, en los borbotones del fluido que corría por sus nervios, esa invasión sobrenatural de sensaciones desconocidas que en ocasiones había triunfado en sus fuerzas y trastornado su razón.

Tan pronto como dejó el vaso en el plato, sin exhalar más queja que un suspiro que se escapó de su boca entreabierta, perdió el uso de la voz, la vista y la inteligencia, y cayó como si un rayo la hubiese arrojado sobre el lecho, entorpecidos mortalmente sus miembros.

Pero aquella especie de anonadamiento era para pasar instantáneamente de una existencia a otra.

A pesar de que parecía muerta, con los ojos cerrados, al parecer para siempre, se levantó de pronto, abrió nuevamente los ojos fijándolos de un modo espantoso y a manera de una estatua de mármol que desciende del sepulcro, se bajó del lecho vencida por el sueño maravilloso que varias veces había suspendido ya su vida.

Atravesó el aposento, abrió la puerta vidriera y salió al corredor con la actitud rígida y firme de un mármol que estuviese animado.

Teniendo la escalera al frente, la bajó de escalón en escalón, sin titubear, y apareció en la gradería de piedra.

Cuando Andrea ponía el pie en el escalón más alto para bajar, Gilberto ponía el suyo en el más bajo para subir.

El joven vio, pues, a aquella mujer vestida de blanco y con aire solemne andar majestuosamente como si le saliese al encuentro.

Retrocedió, y andando hacia atrás fue a esconderse en un bosquecillo de arbustos.

Entonces recordó que así había visto en otro tiempo a Andrea en el castillo de Taverney.

Los vestidos de Andrea rozaron a Gilberto, y a pesar de ello esta no le vio.

Gilberto no sabía a qué atribuir aquella extraña salida de Andrea; la seguía con los ojos; pero su razón estaba confundida, la sangre hervía impetuosamente en sus sienes, estaba más cerca de volverse loco, que de adquirir esa sangre fría que tan necesaria es para observar.

Permaneció, pues, acurrucado entre la hierba y en medio de las hojas, espiando como lo hacía desde que había penetrado en su corazón aquel amor funesto.

De pronto, comprendió el misterio de aquella salida, Andrea no estaba loca, ni fuera de sí como pensaba, pues con aquel paso frío y sepulcral iba a una cita.

A todo esto brilló en el cielo un relámpago. Gilberto, con el auxilio de aquella azulada luz, vio un hombre oculto en la sombría avenida de tilos, y a pesar de la rapidez conque desapareció la fulgúrea llama, vio también destacarse sobre el fondo oscuro su pálido rostro y su traje descompuesto.

Andrea dirigíase hacia aquel hombre, quien tenía extendido el brazo como para atraerla a sí…

Gilberto sintió en el corazón como si le clavaran un hierro y levantóse sobre sus rodillas para observar mejor.

En aquel momento volvió a brillar otro relámpago. Gilberto conoció a Balsamo; era hacia él que avanzaba Andrea.

Cuando estuvo a dos pasos de él se paró Andrea. Balsamo le cogió la mano, y todo el cuerpo de la joven se conmovió.

—¿Veis? —le dijo.

—Sí —respondió Andrea—; pero con llamarme de esta manera ha faltado poco para que me matéis.

—Perdonadme, perdonadme —contestó Balsamo—; pero creo que estoy loco, ¡oh!, sufro mucho.

—Es cierto, sufrís mucho —dijo Andrea conociendo lo que sufría por el contacto de la mano.

—Sí, sí, sufro y vengo a vos que me consoléis; sólo en vos está mi salvación.

—Preguntadme, pues.

—¿Veis? —volvió a preguntarle.

—Perfectamente.

—¿Podéis venir conmigo a mi casa?

—Si vos queréis llevarme a ella con el pensamiento…

—Venid, pues.

—¡Ah! —dijo Andrea—, entramos en París, seguimos el baluarte, y llegamos a una calle alumbrada únicamente por un farol.

—Eso es: entremos, entremos.

—Estamos en una antesala donde hay una escalera a la derecha; pero me conducís hacia la pared, esta se abre y se presenta otra escalera.

—Subid, subid —exclamó Balsamo.

—¡Ah!, ya nos encontramos en una habitación tapizada de pieles de león y armas. ¡Ah, se abre la plancha de la chimenea!

—Pasemos por esa abertura; ¿adónde estáis?

—En un aposento muy particular que no tiene salida, y cuyas ventanas están enrejadas: ¡Dios mío!, todo está en desorden en esta habitación.

—Pero está vacío, ¿no es cierto?

—Sí, vacío.

—¿Podéis ver a la persona que lo ocupaba?

—Si me entregan algo que esa persona haya tocado, que provenga de ella o sea suyo, sí.

—Mirad este mechón de pelo.

Andrea lo tomó, lo acercó a sí diciendo:

—¡Oh!, la conozco, y la he visto otra vez huyendo hacia París.

—Decidme, ¿qué hizo hace dos horas y dónde ha ido?

—Aguardad, aguardad; sí, está recostada en un sofá, y tiene medio desnudo el pecho, el cual está herido.

—No la dejéis Andrea, no la dejéis.

—Estaba durmiendo, pero se despierta, ahora busca en su derredor, luego saca un pañuelo, se sube en una, silla; ata el pañuelo a los hierros de la ventana. ¡Oh! Dios mío.

—¿De veras, quiere matarse?

—¡Oh!, sí, está decidida a morir pero la aterra ese género de muerte. Entonces deja atado el pañuelo a los hierros y se baja… ¡Ah!, ¡infeliz mujer!

—¿Qué hace?

—¡Oh!, ¡cómo llora, cómo sufre, cómo se retuerce los brazos! Ahora busca un ángulo de la pared donde estrellarse la frente.

—¡Oh Dios mío, Dios mío! —exclamó Balsamo.

—¡Ah!, se arroja contra la chimenea, la cual representa dos leones de mármol; va a romperse la cabeza contra la cabeza del león.

—¿Qué más? ¿Qué más?… quiero que veáis, Andrea.

—Se detiene.

Balsamo respiró.

—Mira.

—¿Qué es lo que mira? —preguntó Balsamo.

—Sangre en un ojo del león; y esa sangre es vuestra.

—Mía —murmuró Balsamo, faltando poco para volverse loco.

—Sí, vuestra, vuestra. Os cortasteis los dedos con un cuchillo, con un puñal, y apoyasteis el dedo ensangrentado en el ojo del león. Os estoy viendo.

—Sí, es cierto; pero ¿cómo ha huido?

—Esperad, esperad; la veo examinar esa sangre, meditar, y después apoyar su dedo donde vos apoyasteis el vuestro. ¡Ah!, el ojo del león cede, muévese un resorte y la plancha de la chimenea gira.

—¡Imprudente de mí! —exclamó—; soy un loco; pues me he perdido a mí mismo. Andrea calló.

—¿Y sale? —continuó Balsamo—, ¿huye?

—¡Oh! Es necesario perdonar a la pobre mujer, porque era muy desgraciada.

—¿Dónde está, a dónde se dirige? Seguidla, Andrea, yo lo mando.

—Esperad; se detiene un momento en el cuarto de las armas y pieles; un armario está abierto: sobre una mesa hay una cajita guardada generalmente en aquel armario; la ve y la coge.

—¿Qué hay en esa cajita?

—Papeles vuestros.

—Si la veis, decidme cómo es.

—Está forrada de terciopelo azul, tachonada con clavos de plata, y tanto los goznes como la cerradura son de plata también.

—¡Oh! —dijo Balsamo furioso—, ¿y ha sido ella quién ha cogido esa cajita?

—¡Oh! Sí, ella, ahora toma la escalera que conduce a la antesala, abre la puerta, tira de la cadena con que se abre la puerta de la calle y sale.

—¿Es muy tarde?

—Con seguridad es tarde porque está muy oscuro.

—Tanto mejor, habrá salido poco antes de regresar yo, y acaso tenga tiempo de alcanzarla… Seguidla.

—Así que sale de casa, corre como una loca y llega al baluarte… Y corre… corre sin detenerse.

—¿Hacia qué lado?

—Hacia la Bastilla.

—¿Seguís viéndola?

—Sí, parece una loca, y tropieza con los que pasan por su lado. Al fin se para, desea saber dónde está y pregunta.

—¿Qué dice? Escuchad, Andrea, escuchad y, en nombre del cielo, no perdáis ni una palabra.

—Pregunta a un hombre vestido de negro.

—¿Y qué le pregunta?

—Que dónde vive el comisario de policía.

—¡Oh…! ¿Se lo dicen?

—Sí.

—¿Qué hace entonces?

—Vuelve atrás, toma una calle oblicuamente y sale a una gran plaza.

—La Plaza Real; ese es el camino. ¿Sabéis su intención?

—Corred tras ella, corred, porque va a delataros. Si llega primero que vos y ve a M. de Sartine, sois perdido.

Balsamo lanzó un grito terrible, se arrojó fuera del arbolado, atravesó una puertecilla que abrió y cerró de nuevo, y de un brinco saltó sobre la silla de su caballo Djerid, que golpeaba con impaciencia el suelo.

El bruto, aguijoneado al mismo tiempo con la voz y la espuela, partió con la rapidez de un rayo con dirección a París.

En cuanto a Andrea, se quedó fría, muda, pálida y de pie pero como si Balsamo se hubiese llevado su vida, doblóse poco a poco y cayó en tierra.

Balsamo ni siquiera se acordó de despertarla.