Nicolasa quiso ganar a conciencia su dinero, y corrió a la verja donde con exactitud militar aguardaba M. de Beausire.
También M. de Taverney había dejado a su hija, y así que este se marchó, Andrea se quedó sola; y fue lo primero que hizo entonces, cerrar las persianas.
Gilberto miraba o mejor dicho, devoraba a Andrea como lo tenía de costumbre desde la buhardilla; pero hubiera sido imposible decir si las miradas que fijaba en la joven eran de amor o de odio.
Cerradas las persianas, Gilberto nada podía ver, y en consecuencia se puso a mirar hacia otra parte.
Entonces descubrió el plumero de M. de Beausire, y conoció al exento que se paseaba silbando una canción para engañar el tedio del que espera.
Al cabo de diez minutos asomó Nicolasa, quien habló unas cuantas palabras con M. de Beausire, este hizo un movimiento de cabeza como diciendo que entendía perfectamente, y se alejó con dirección a la calle de árboles que llevaba al pequeño Trianón.
Nicolasa por su parte se volvió hacia el punto por donde había ido, tan ligera como un pájaro.
—¡Ahí!, ¡ah! —dijo Gilberto—, el señor exento y la señorita camarera tienen mucho que decir o hacer, y no quieren ser vistos: ¡bueno!
Gilberto no era curioso por lo que respecta a Nicolasa; pero al ver en ella su enemiga natural, hacía lo posible por reunir contra su moralidad una multitud de pruebas con que pudiera rechazar victoriosamente el ataque, si Nicolasa le atacaba.
Una cita, pues, de Nicolasa con un hombre, y además en Trianón, era una de esas armas que un contrario tan inteligente como Gilberto no podía dejar de recoger, sobre todo teniendo como tenía Nicolasa la imprudencia de soltarla a sus pies. Gilberto, pues, se decidió a escuchar, y llegó al jardín que conocía palmo a palmo y se agazapó en un sitio desde el cual podía escuchar a los dos amantes.
Apenas se había instalado Gilberto en su escondrijo, cuando llegó a su oído un ruido argentino, no siendo otro que el que hace el oro sobre la piedra, ese sonido metálico de que nada más que la realidad puede dar una idea exacta.
Y arrastrándose como una culebra, observó a Nicolasa que vaciaba en la piedra el dinero que había recibido del duque de Richelieu.
Los luises brillaban al caer sobre la piedra, y M. de Beausire, con los ojos encendidos y temblándole todo el cuerpo, miraba con atención, a Nicolasa unas veces, y otras las monedas, sin llegar a comprender cómo la una poseía las otras.
Nicolasa fue la primera en hablar, diciendo:
—Muchas veces me has propuesto que me vaya contigo.
—Para casarnos —exclamó el exento entusiasmado.
—¡Oh!, en cuanto a este último punto, querido —dijo la joven—, lo trataremos más despacio; por lo pronto, lo principal es huir. Podremos marcharnos dentro de dos horas.
—Dentro de diez minutos, si tú lo mandas.
—No: antes tengo que practicar algunas diligencias en que invertiré dos horas.
—Ya sabes que siempre estoy a tus órdenes, querida mía.
—Bien; ahí tienes cincuenta luises.
Y la joven entregó esta cantidad a Beausire, que se la guardó en el bolsillo sin contarla.
—Dentro de hora y media —continuó Nicolasa—, ven aquí con un carruaje.
—Pero… —dijo Beausire.
—¡Oh!, si es que no quieres, figurémonos que nada hubo entre nosotros, y devuélveme mis cincuenta luises.
—Yo nunca retrocedo, querida Nicolasa, pero temo el porvenir.
—¿Por quién?
—Por ti.
—¿Por mí?
Sí, pues así que se hayan agotado los cincuenta luises, y al fin desaparecerán, te quejarás, echarás de menos a Trianón, y…
—¡Oh!, ¡qué meticuloso es el señor, Beausire!, vamos, nada temas, pues yo no soy de esas mujeres a quienes un hombre hace infelices, no tengas, pues, escrúpulos: además, cuando se gasten los cincuenta luises, ya veremos lo que hemos de hacer.
Nicolasa hizo sonar los demás luises que llevaba en el bolsillo.
Los ojos de Beausire brillaban como si estuvieran fosforescentes.
—Por ti —dijo—, me echaría a un horno encendido.
—¡Oh!, ¡oh!, no se os pide tanto, señor de Beausire: así, pues, es cosa hecha; dentro de hora y media la carroza, y dentro de dos horas en marcha.
—Entendidos —exclamó Beausire, cogiendo la mano de Nicolasa y atrayéndola para besarla por entre la verja.
—¡Silencio, pues! —dijo Nicolasa—, ¿pero has perdido el juicio?
—No, pero estoy enamorado.
—¡Hum! —saltó Nicolasa.
—¿Lo dudas, alma de mi alma?
—Sí, te creo: procura que los caballos sean buenos.
—¡Oh!, sí.
Y se separaron.
Pero, transcurrido un segundo, Beausire se volvió asustado, diciendo:
—Chits, chits.
—¿Qué quieres? —preguntó Nicolasa, ya bastante distante y tapándose la boca con la mano, a fin de que la voz llegase sin ruido adonde se hallaba su amante.
—¿Y la verja? —preguntó este—; ¿piensas saltar por encima de ella?
—¡Vaya una estupidez! —murmuró Nicolasa, quien en aquel momento sólo distaba de Gilberto diez pasos.
Y añadió en voz más alta:
—Tengo llave.
Beausire soltó un ¡ah!, lleno de asombro y se marchó real y efectivamente.
Nicolasa se volvió al lado de su señorita con la cabeza baja y aligerando las piernas.
Gilberto se quedó solo, haciéndose a sí mismo las cuatro preguntas siguientes:
¿Por qué huye Nicolasa con Beausire, sin amarle, como no le ama?
¿Por qué tiene Nicolasa tanto dinero?
¿Cómo ha logrado Nicolasa la llave de la verja?
¿Por qué pudiendo huir Nicolasa desde luego, torna al lado de su ama?
Gilberto suponía por qué Nicolasa podía tener dinero; pero no lo demás.
Así que al ver que fallaba su perspicacia, se excitó de tal modo su curiosidad natural o su desconfianza adquirida, como se quiera, que a pesar de lo inclemente que estaba la noche, decidió pasarla al aire libre, bajo los húmedos árboles, para presenciar el desenlace de aquella escena, cuyo principio acababa de ver.
Andrea acompañó a su padre hasta las barreras de Trianón el grande, y regresaba sola y pensativa, cuando Nicolasa desembocó corriendo por la calle de árboles que conducía a la famosa verja en que había tomado todas sus medidas con M. de Beausire.
Eran ya las ocho de la noche, y una atmósfera tempestuosa hacía más densa la oscuridad.
Andrea caminaba pensativa hacia su habitación.
Nicolasa se detuvo al ver a su ama, y a una seña que esta le hizo subió detrás de ella, siguiéndola a su habitación.
Nicolasa se impacientaba al ver la parsimonia con que su señorita subía las gradas del pabellón.
Andrea, al fin, entró en su aposento, y dejándose caer con languidez en un sillón, mandó a Nicolasa que entreabriese las ventanas.
Nicolasa obedeció.
Después, volviendo adonde estaba su ama, le dijo con ese aire de interés que la aduladora sabía tomar tan bien.
—Temo que la señorita esté algo mala esta noche, porque tiene los ojos hinchados y un color subido, a pesar de su brillantez. Necesitáis descansar, señorita.
—¿Lo crees así, Nicolasa? —preguntó Andrea, sin haber oído lo que aquella le decía.
Y extendió con flojedad los pies sobre un cojín de tapicería.
Nicolasa, interpretando aquello por una orden, comenzó a desatar el peinado de su señorita.
Durante toda aquella tarea, Andrea no articuló ni una palabra, y dueña Nicolasa de su libre albedrío, trabajó a destajo, estirándole a sus anchas la cabellera, sin que Andrea saliese de su mutismo para quejarse una vez siquiera de los tirones que le daba.
Terminado el tocado de noche, Andrea dio algunas órdenes para el día siguiente, diciendo a Nicolasa que por la mañana fuese a Versalles a buscar unos libros que Felipe debía haber, dejado allí para su hermana, y además que avisase a un afinador de pianos que fuese a Trianón para templar el clave.
Nicolasa respondió con tranquilidad que si no la despertaban de noche, se levantaría temprano y evacuaría aquellos encargos antes que la señorita despertase.
—Mañana escribiré también —prosiguió Andrea como hablando consigo misma—; sí, escribiré a Felipe, y esto aliviará un poco mi corazón.
—No seré yo la encargada de llevar la carta —dijo Nicolasa en voz baja.
Pero no pudo decir esto sin sentir remordimientos, y pensó, por primera vez que iba a separarse de aquella excelente señorita tan buena para ella. El recuerdo de Andrea estaba enlazado con tantos recuerdos suyos, que de marchitarse aquel se rompía toda la cadena que subía desde aquel eslabón a los primeros de la infancia.
Mientras aquellas dos jóvenes, tan distintas en condición y carácter, pensaban de este modo, una al lado de la otra, sin que hubiese conexión alguna en sus ideas, transcurrió el tiempo, y el reloj de Andrea, siempre adelantado al de Trianón, daba las nueve.
Beausire debía encontrarse, pues, en el lugar de la cita, y a Nicolasa sólo le quedaba media hora para ir a reunirse con su amante.
Terminó de desnudar a su ama lo más pronto que pudo, no sin exhalar algunos suspiros que ni siquiera llamaron la atención de Andrea, le puso un largo peinador de dormir, y como Andrea permaneciese silenciosa, Nicolasa sacó del pecho el frasquito de Richelieu, echó dos terrones de azúcar en un vaso con el agua necesaria para que se derritiesen, y luego, sin vacilar, y con esa voluntad tan omnipotente ya en aquel corazón tan tierno aún, echó dos gotas del licor que contenía el frasquito en el agua, la cual se enturbió enseguida y tomó un ligero color de ópalo que fue perdiendo después poco a poco.
—Señorita —dijo entonces Nicolasa—, el vaso de agua está listo, el vestido doblado, y la lamparilla encendida. Ya sabéis que mañana necesito levantarme temprano; ¿me voy a acostar?
—Sí —contestó Andrea distraídamente.
Nicolasa hizo una reverencia, exhaló otro suspiro que se perdió inútilmente como los demás, y empujó tras sí la puerta vidriera que comunicaba con la antesalita; pero en vez de entrar en la celda inmediata al corredor, como saben nuestros lectores, y que recibía luz de la antesala de Andrea, huyó acelerada, dejando entornada la puerta del corredor, para cumplir con exactitud las instrucciones que le había dado Richelieu.
Luego, a fin de no despertar la atención de los vecinos, bajó la escalera que conducía al jardín, de puntillas, dio un brinco al otro lado de la galería, y corrió hacia la verja en busca de M. de Beausire.
Gilberto no había dejado su observatorio, pues, como oyó decir a Nicolasa que regresaría dentro de dos horas, estaba esperando. Sin embargo, viendo que habían transcurrido diez minutos más de la hora señalada temió que no volviese.
De repente la vio correr como si la persiguieran.
Nicolasa se acercó a la verja, dio la llave a Beausire por entre los barrotes, este abrió la puerta, Nicolasa se lanzó de la parte de afuera, y la verja cerróse de nuevo rechinando pesadamente.
El exento tiró la llave entre las hierbas del foso, precisamente por debajo del sitio en que se hallaba Gilberto, quien oyó el ruido apagado que produjo al caer, y reparó donde había caído.
En tanto, Nicolasa y Beausire iban ganando terreno, y Gilberto los oía alejarse hasta que distinguió bien pronto, no el ruido de una carroza como había pedido Nicolasa, sino las pisadas de un caballo que, al cabo de algunos momentos invertidos seguramente en reconvenciones por parte de Nicolasa, quien quería salir en carroza como una duquesa, golpeó la tierra con sus herrados pies, extinguiéndose el ruido en el silencio de la noche.
Gilberto respiró.
Quedaba, al fin, libre; por fin se había sustraído al yugo de Nicolasa, es decir, de su enemiga, y Andrea se quedaba sola. Quizá también al marcharse Nicolasa, había dejado puesta la llave en la cerradura de la puerta; quizá podía penetrar Gilberto hasta donde se encontraba Andrea.
Esta idea hizo dar un brinco al ardiente joven, animado de todo el furor que producen el temor y la incertidumbre, la curiosidad y el deseo.
Y siguiendo en dirección opuesta al camino que acababa de andar Nicolasa, dirigióse hacia el pabellón que ocupaba la servidumbre.