Hasta las cuatro y media estuvo Richelieu en casa de Balsamo: lo que fue a hacer allí, se explica fácilmente en lo que sigue.
Taverney acompañó a comer a su hija, pues la delfina dejó libre por todo aquel día a Andrea, para que recibiese en su aposento a su padre.
A los postres llegó M. de Richelieu, y como siempre era portador de buenas nuevas, dijo iba a comunicar a su amigo que el Rey había dicho aquella mañana, que ya no se proponía dar a Felipe una compañía, sino un regimiento.
Taverney manifestó su alegría de un modo estrepitoso, y Andrea dio las gracias al mariscal con efusión.
La conversación se redujo a lo que debía reducirse después de lo ocurrido; Richelieu habló siempre del Rey, Andrea siempre de su hermano, y Taverney solamente de Andrea.
Esta manifestó que se hallaba libre de todo servicio acerca de la delfina, pues Su Alteza Real recibía dos princesas alemanas parientas suyas, y para disponer de algunas horas de libertad que le recordaran la corte de Viena, María Antonieta no había querido retener a su lado a ninguno de la servidumbre, ni siquiera a su camarera mayor, lo que había estremecido de tal manera a madame de Noailles, que había ido a echarse a los pies del Rey.
El barón dijo que estaba en extremo complacido al ver que podía hablar libremente con Andrea de tantas cosas como interesaban a su fortuna y fama, y al oír Richelieu esta observación, expresó su deseo de retirarse para dejar al padre y la hija en mayor intimidad; pero la señorita de Taverney, no convino en ello y Richelieu se estuvo quieto.
El duque la tomó con la moralidad, y pintó con mucha elocuencia la desgracia en que había caído la nobleza de Francia obligada a soportar el ignominioso yugo de advenedizas cortesanas en vez de tener que incensar a las favoritas de otra época, casi tan nobles como sus augustos amantes, a esas mujeres que reinaban en el ánimo del príncipe por su hermosura y su amor, y en el de los súbditos por su nacimiento, su espíritu y su patriotismo leal y puro.
Andrea se extrañó al ver tanta analogía entre las palabras de Richelieu y las que hacía algunos días pronunciaba el barón de Taverney.
Richelieu se lanzó seguidamente en una teoría de la virtud, teoría tan chispeante, tan pagana, tan francesa, que la señorita de Taverney se vio obligada a convenir en que ella no era en modo alguno virtuosa con arreglo a las teorías de M. de Richelieu; y que la verdadera virtud, a juzgar por lo que decía el mariscal, era la de madame de Châteauroux, la señorita de La Vallière y la señorita de Fosseuse.
De deducción en deducción, de prueba en prueba, Richelieu llegó a hablar tan claro que Andrea no entendió una palabra.
La conversación versó sobre este tema hasta las siete de la noche, hora en que el duque se despidió para ir a Versalles a hacer la corte al Rey.
Al ir y venir por el gabinete para coger el sombrero, se encontró con Nicolasa, quien siempre tenía que hacer alguna cosa donde estaba M. de Richelieu.
—Chica —le dijo este tocándole el hombro—, acompáñame, porque deseo que me lleves un ramillete que madame de Noailles ha mandado coger en los jardines, para remitirlo a la señora condesa de Egmont.
Nicolasa se inclinó como las alemanas de las óperas cómicas de Rousseau.
Si el lector nos lo consiente, dejaremos que el barón y Andrea hablen del nuevo favor otorgado a Felipe y seguiremos al mariscal, pues este será el medio de que sepamos lo que fue a hacer en la calle de San Claudio, adonde llegó, como también debe recordar el lector, en un momento tan terrible.
Por otra parte, la moral del barón dejaba muy atrás la de su amigo el mariscal, y podría ocurrir que asustase a oídos que por no ser tan puros como los de Andrea entendiesen algo más que esta cándida joven.
Richelieu descendió la escalera apoyado en el hombro de Nicolasa, y así que llegó con ella al patio, dijo deteniéndose y mirándola de hito en hito:
—¿Conque tienes novio, coquetilla?
—¿Yo, señor mariscal? —exclamó Nicolasa ruborizándose y retrocediendo un paso.
—A no ser que tú no te llames Nicolasa Legay… —dijo el mariscal.
—Así me llamo, señor duque.
—Pues bien, Nicolasa Legay tiene un novio.
—Vaya una aprensión.
—Sí, a fe mía, cierto tunante bastante agraciado a quien recibía en la calle de Coq-Heron y que ha venido siguiéndola hasta cerca de Versalles.
—Señor duque, os juro…
—Una cosa así como exento, que se llama… ¿Quieres que te diga cómo se llama el novio de Nicolasa Legay?
A Nicolasa no le quedaba más esperanza sino que el duque no supiera el nombre de aquel afortunado mortal, de modo que contestó:
—Decidlo, señor mariscal, ya que estáis tan bien informado.
—Se llama Beausire —repuso el mariscal—, y por cierto que no desmiente el apellido que lleva.[39]
Nicolasa juntó las manos afectando una gazmoñería de que el mariscal no hizo ningún caso.
—Y le dais citas en el Trianón, y esto es gravísimo tratándose de un sitio real: muchos han sido expulsados por andarse en estos malos pasos, hija mía, y M. de Sartine manda a la Salpetriere a todas las jóvenes expulsadas de los sitios reales.
Nicolasa empezó a temblar.
—Monseñor —dijo—, os juro que si monsieur de Beausire se jacta de ser mi novio, es un tonto y un pícaro, porque de veras os declaro que no es cierto.
—No digo que no —contestó Richelieu—; pero has dado citas, ¿sí o no?
—Señor duque, una cita nada prueba.
—Has dado citas, ¿sí o no?, contesta.
—Monseñor…
—Las has dado, perfectamente; no te critico por eso, hija mía; además, me agradan las chicas que son guapas y hacen brillar su hermosura, y siempre he ayudado lo mejor que he podido a que sean admiradas; pero, como amigo y protector tuyo que soy, te lo advierto por caridad.
—¿Pero me han visto?
—Es indudable, puesto que yo lo sé.
—Monseñor —dijo Nicolasa con tono resuelto—, no puede ser.
—Pues, hija, corre esa voz, y en verdad que no honra mucho a tu ama: así es que tú comprenderás muy bien que siendo como soy amigo de la familia de Taverney y de la de Legay, debo decir dos palabras al barón sobre lo que está ocurriendo.
—¡Por Dios, monseñor! —exclamó Nicolasa asustada—, me perdía si tal hicieseis, pues inocente o no pie echaban.
—Pues bien, pobre niña, te despedirán, porque a estas horas no sé que maligno espíritu ha hecho que te censuren por esas citas a pesar de toda su inocencia y que hayan llegado a oídos de la señora de Noailles.
—La señora de Noailles, ¡gran Dios!
—Sí, ya ves que la cosa urge…
Nicolasa juntó las manos con ademán de súplica.
—Es una fatalidad, ya lo sé —dijo Richelieu—, pero ¿qué diablos quieres que yo le haga?
—Y vos que habéis dicho hace poco que erais mi protector, vos que me habéis demostrado una vez que lo sois, ¿no podéis protegerme ya? —repuso Nicolasa con la picaresca malicia de una mujer de treinta años.
—Sí que puedo, ¡voto a Cristo!
—Pues protegedme, monseñor…
—Sí, pero no lo haré.
—¡Oh!, señor duque.
—Sí, ya sé que eres bonita, y tus hermosos ojos me dicen infinidad de cosas; pero hago que no veo, pobre Nicolasa, y que no comprendo el lenguaje de esos ojuelos. Allá en otro tiempo te hubiera propuesto te refugiases en el pabellón de Hannover; ¿pero de qué serviría esto hoy si ni siquiera se hablaría de ello?
—Sin embargo, ya me habéis llevado a ese pabellón —dijo Nicolasa con despecho.
—Haces mal, Nicolasa, en reconvenirme porque te llevé a mi pabellón, con objeto de prestarte un servicio. Porque al fin, no niegues que, a no ser por el agua de M. Rafté que te ha convertido en una chica guapa, pero morena, no hubieras entrado en Trianón, lo cual valía más que ser expulsada de él. Bien es verdad que ¿para qué diablos das citas a M. de Beausire?
—¿Conque también vos estáis enterado? —dijo Nicolasa conociendo que era indispensable variar la táctica y entregarse al mariscal a discreción.
—¡Vaya si lo sé!, y también la señora de Noailles. Mira, para esta noche le tienes citado.
—Es cierto, señor duque; pero os juro a fe de Nicolasa que no asistiré a la cita.
—Es claro, porque estás prevenida, pero como M. de Beausire no lo está, acudirá y me lo sorprenderán. Entonces, como es muy natural que no quiera pasar por un ladrón a quien ahorcan o un espía a quien se da carrera de baquetas, confesará con tanto mayor motivo cuanto que la cosa no es desagradable: «dejadme, que soy el novio de Nicolasita».
—Señor duque, voy a avisarle.
—Es imposible, pobre niña, ¿y por quién vas a hacer eso? ¿Por el que tal vez te ha denunciado?
—¡Ay!, es verdad —replicó Nicolasa haciéndose la desesperada.
—¡Qué hermoso es el remordimiento! —exclamó Richelieu.
Nicolasa se tapó el rostro con las manos, dejando pasar bastante luz entre sus dedos para no perder un gesto ni una mirada de Richelieu.
—En verdad que eres adorable —prosiguió el duque, a quien no pasaba ninguna de esas picardigüelas femeninas—; ¡que no tuviera algunos años menos! Pero no importa, ¡voto a cribas! Quiero sacarte del apuro. Nicolasa.
—¡Oh!, señor duque, si hacéis lo que decís os estaré en extremo agradecida.
—Nada quiero, Nicolasa; voy a hacerte un servicio sin exigir pago, al contrario.
—¡Ah!, eso es muy noble, monseñor, y os doy las gracias con todo mi corazón.
—Tampoco tienes que dármelas; espera, ¡voto al diablo!, a saber lo que todavía ignoras.
—Para mí todo está bien, señor duque, con tal que la señorita Andrea no me despida.
—¡Ah!, ¿con que tanto interés tienes en continuar en Trianón?
—Muchísimo, señor duque.
—Pues bien, niña bonita, te verás obligada a salir.
—¿Y si no me ven, señor mariscal?
—Véante o no, tendrás que marcharte.
—Pero ¿por qué causa?
—Voy a decírtelo; porque si te descubre la señora de Noailles, no hay nadie que pueda ampararte, ni aun el mismo rey.
—¡Ah, si yo pudiera ver al rey!
—¡No falta más que eso…! Además, si no te descubren, yo seré quien te haga marchar.
—¿Vos?
—Y al instante.
—En verdad, señor mariscal, que no os entiendo.
—Pues es tan cierto como me llamo Richelieu.
—Pero ¿no sois mi protector?
—Si no lo quieres, aún es tiempo, di una palabra y se acabó.
—Al contrario, monseñor.
—En ese caso te protegeré.
—¿Y qué?
—¿Y qué?, que haré lo que he dicho. Escucha.
—Hablad, monseñor.
—En vez de permitir que te despidan y encarcelen te haré libre y rica.
—¿Libre y rica?
—Sí…
—¿Y qué es preciso hacer para ello?, hablad pronto, señor mariscal.
—Poca cosa.
—Pero algo será.
—Lo que voy a mandarte.
—¿Es cosa fácil?
—Sencillísima.
—¿Con que hay algo que hacer? —dijo Nicolasa.
—¡Es natural, vive Dios! Ya sabes, Nicolasa, que la divisa de este mundo es: amor con amor se paga.
—¿Y lo que hay que hacer es por mí o por vos?
El duque contempló a Nicolasa.
—¡Mucho sabe la tontuela!
—En fin, acabad de una vez, señor.
—Pues bien, es por ti —respondió como un valiente.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo Nicolasa, quien, adivinando que el mariscal la necesitaba, dejó de temerle, y cuya viva imaginación procuraba descubrir la verdad en medio de los rodeos con que acostumbraba envolverla su interlocutor—; ¿qué es lo que necesito hacer por mí, señor duque?
—Helo aquí: ¿no tiene que venir M. de Beausire a las siete y media?
—Exactamente, señor mariscal.
—Ya son las siete y diez minutos.
—Es verdad.
—Pues señor, si yo quisiera le detendrían.
—Sí, pero no queréis.
—No: ve a buscarle, y dile…
—¿Qué le digo?
—Contesta antes: ¿quieres a ese muchacho?
—Es claro, cuando le doy citas…
—Eso no es una razón, porque puedes aspirar a casarte con él; ¡tenéis las mujeres unos caprichos tan raros!
Nicolasa soltó una carcajada.
—¡Yo casarme con él!, ja, ja, ja.
Richelieu se quedó estupefacto, porque ni en la corte encontró a muchas mujeres tan fuertes.
—Conforme, no le quieres para casarte con él, pero el hecho es que le quieres: mejor que mejor.
—Bien, quede sentado que quiero a M. de Beausire, y continuemos, monseñor.
—¡Caramba y qué ligera eres!
—Como que el asunto me interesa.
—Desde luego digo que aun cuando no le ames, huirás con él.
—¡Demonio!, si lo queréis absolutamente, será preciso hacerlo así.
—¡Oh!, ¡oh!, yo nada quiero, entiéndelo bien, muchacha.
Nicolasa comprendió que había ido muy de prisa, pues ni sabía aún el secreto, ni su rudo antagonista le había dado el dinero que confiaba tomar.
Se doblegó, pues, sin perjuicio de levantarse más tarde.
—Monseñor —dijo—, estoy a vuestras órdenes.
—Pues bien, irás en busca de M. de Beausire, y le dirás: «nos han descubierto, pero tengo un protector que nos salva, librándonos de que tú vayas a San Lázaro y yo a la Salpetriere. Huyamos, pues».
Nicolasa miró a Richelieu.
—¿Huyamos? —repitió.
Richelieu comprendió aquella mirada tan penetrante y significativa.
—Se entiende, voto al diablo, que yo costeo los gastos del viaje.
Nicolasa no exigió más aclaraciones, pues, cuando le pagaban, debía saberlo todo en el acto.
Él mariscal adivinó lo que pensaba Nicolasa, se apresuró a decir cuanto tenía que decir, como el jugador se apresura a pagar para no sentir el disgusto de hacerlo después.
—¿Sabes en que estás pensando, Nicolasa? —dijo.
—No, a fe mía —respondió la joven— pero vos que nada ignoráis, apuesto a que lo habéis adivinado.
—Estás pensando —dijo—, en que si te marchas podrá necesitarte tu ama casualmente, llamarte de noche, y alarmar el cotarro no hallándote, lo cual te expondría a ser cogida.
—No —dijo Nicolasa—, no pensaba en eso, porque, reflexionándolo bien, prefiero quedarme aquí, señor mariscal.
—¿Y si sorprenden a M. de Beausire?
—Que lo cojan.
—¿Y si confiesa?
—No importa.
—¡Oh! —dijo Richelieu empezando a alarmarse—, te perdías en ese caso.
—No, porque la señorita es muy buena, y como me estima en el fondo, hablará de mí al rey y aunque hagan algo a M. de Beausire a mí no me ocurrirá nada.
El mariscal se mordió los labios.
—Yo te aseguro, Nicolasa, que eres una necia —repuso el duque—, que la señorita Andrea no está bien con el rey, y que ahora mismo voy a hacer que te echen mano si no me escuchas como pretendo que me escuches: ¿lo oyes, viborezno?
—¡Oh! ¡Oh!, monseñor, ved que ni tengo plana la cabeza ni me apuntan cuernos en la frente; escucho, pues, pero con mucha reserva.
—Bien, con eso irás a ultimar tu plan de fuga con M. de Beausire.
—Pero, señor, ¿cómo queréis que huya, cuando vos mismo dijisteis que podía despertar la señorita, preguntar por mí, llamarme, qué sé yo, una porción de cosas que al principio no había pensado, pero que vos habéis previsto; vos, monseñor, que sois hombre experimentado? Richelieu se mordió los labios por segunda vez, pero con más fuerza que la primera.
—Pues bien, picaruela, si he pensado en eso también he pensado en el modo de evitarlo.
—¿Y cómo evitar que mi señora me llame?
—Impidiendo que se despierte.
—¡Anda! Y despierta diez veces en la noche.
—¿Si tendrá igual enfermedad que yo? —dijo Richelieu con calma.
—¿Qué vos? —dijo Nicolasa sonriendo.
—Sin duda, puesto que también despierto diez veces; sólo que yo poseo un remedio para esos insomnios. Que haga, pues, lo mismo que yo, y si no lo hace, hazlo tú por ella.
—¿Veamos qué remedio es ese, monseñor? —dijo Nicolasa.
—¿Qué toma tu ama por la noche al acostarse?
—¿Qué qué toma?
—Sí, hoy está en boga evitar de ese modo la sed, y unos beben naranjada o agua de limón, otros agua de toronjil, otros azahar.
—Mi señorita sólo bebe de noche antes de acostarse un vaso de agua clara; algunas veces azucarada, y cuando está atacada de los nervios le echa unas gotas de azahar.
—Igual que yo —dijo Richelieu—, pues bien, mi remedio le va a sentar a las mil maravillas.
—¿Cómo?
—Sin duda; yo echo una gota de cierto elixir en mi bebida, y toda la noche la paso sin despertar.
—Nicolasa quería adivinar adonde iría a parar el mariscal con aquella diplomacia.
—¿No contestas? —dijo este.
—Estoy pensando en que mi señorita no tiene vuestro elixir.
—Yo te lo facilitaré.
—¡Ah, ah! —dijo Nicolasa allá para sí, penetrando al fin aquellas tinieblas.
—Como eches dos gotas en el vaso de tu ama, dos gotas, ¿lo oyes?, ni más ni menos, dormirá toda la noche y no te llamará, sobrándote tiempo para huir.
—¡Oh!, si todo se reduce a eso, es fácil.
—Conque echarás las dos gotas, ¿eh?
—Claro que sí.
—¿Me lo prometes?
—¡No lo he de prometer, si está en mi interés echarlas! —dijo Nicolasa—; y después encerraré además a mi señorita tan bien…
—No —dijo Richelieu precipitadamente—. Eso es precisamente lo que no debes hacer; al contrario, dejarás abierta la puerta de su cuarto.
—¡Ah! —exclamó Nicolasa con una explosión interior.
Conoció al fin de lo que se trataba, advirtiéndolo muy bien Richelieu.
—¿Hay algo más? —preguntó la joven.
—Nada más, ahora ya puedes prevenir a tu novio que líe los bártulos.
—Desgraciadamente, monseñor, no necesito decirle que no se deje la bolsa.
—Eso corre de mi cuenta.
—Sí, recuerdo que monseñor tuvo la bondad…
—Vamos, Nicolasa, ¿qué necesitas?
—¿Por hacer qué cosa?
—Por echar las dos gotas de agua.
—Por eso, nada, monseñor, supuesto que me aseguráis que el echarlas es en interés mío: no sería equitativo, pues, que pagaseis lo que es un favor para mí, pero por dejar la puerta de mi señorita os prevengo, monseñor, que pretendo una cantidad muy decente.
—Pues bien, di cuánto.
—Veinte mil francos, monseñor.
Richelieu se estremeció, y dijo exhalando un suspiro:
—Nicolasa, vete muy lejos.
—Lo haré, monseñor pues empiezo a creer, lo mismo que vos, que correrán tras de mí, pero con esos veinte mil francos se anda mucho camino.
—Avisa a M. de Beausire, Nicolasa, y acto seguido te entregaré tu dinero.
—Monseñor, Beausire es muy incrédulo y no querrá creer lo que le diga si no lo demuestro con pruebas.
Richelieu sacó del bolsillo un puñado de billetes del tesoro, y dijo:
—Toma uno a cuenta, y este bolsillo que contiene cien luises.
—Monseñor hará la cuenta y me entregará lo que me reste tan pronto haya hablado con Beausire.
—No; ¡vive Cristo!, que lo voy a hacer en el acto. Eres una chica económica, y no dejarás de ser feliz, Nicolasa.
Richelieu completó la cantidad estipulada, tanto en billetes como en luises y medios luises.
—¿Vamos, está bien así? —preguntó.
—Perfectamente —dijo Nicolasa—. Ahora, monseñor, me falta lo principal.
—¿El elixir?
—Sí, ¿monseñor tendrá seguramente un frasquito?
—Siempre llevo conmigo uno.
Nicolasa se sonrió, y al momento dijo:
—Además, todas las noches se cierra Trianón y no tengo llave.
—Yo sí, como gentilhombre que soy.
—¡Ah! ¿De veras?
—Tómala.
—¡Qué fortuna! —dijo Nicolasa—; ¡vaya una ensarta de milagros! Ahora quedad con Dios, señor duque.
—¿Cómo con Dios?
—Seguramente ya no volveré a veros, monseñor, ya que me iré cuando mi señorita esté en el primer sueño.
—Es verdad: adiós, pues, Nicolasa.
Esta, riéndose allá para sus adentros, desapareció en la oscuridad que empezaba a condensarse.
—Aun todavía consigo mis intentos —dijo Richelieu—; pero sin duda le voy pareciendo muy viejo a la suerte y me sirve de mala gana. Esa chica me ha batido en brecha; mas ¿qué importa, si devuelvo los disparos?