Al otro día de la conversación que hemos reproducido, a eso de las cuatro de la tarde, Balsamo estaba ocupado en su gabinete de la calle de San Claudio en leer una carta que le había entregado Fritz.
Aquella carta era anónima, y todo se le volvía darle vueltas entre las manos.
—No me es desconocida esta letra —decía—, larga, irregular, algo temblona y con muchas faltas de ortografía…
Y empezó a leer:
«Señor conde: Una persona que os consultó hace algún tiempo, esto es, antes de la caída del anterior ministerio, y que ya os había consultado mucho antes, se presentará hoy en vuestra casa para haceros otra consulta. ¿Os permitirán vuestras muchas ocupaciones dedicar a esa persona media hora entre cuatro y cinco de la tarde?».
Después de leer por segunda o tercera vez, Balsamo volvía a querer adivinar de quién era la carta.
—No vale la pena de consultar a Lorenza por tan poca cosa; además, ¿no sé yo adivinar también? La letra es larga, y esto es señal de aristocracia; irregular y temblona, prueba de que la ha hecho un viejo, llena de faltas de ortografía, seguramente es de un cortesano… ¡Tonto de mí!, ¡pues si es el duque de Richelieu! Sin duda que os consagraré media hora, señor duque; y una también y hasta un día. Mi tiempo es vuestro y podéis disponer de él. ¿No sois vos, sin conoceros, uno de mis agentes misteriosos, uno de mis demonios familiares? ¿No proseguimos una misma obra? ¿No conmovemos la monarquía con igual empeño siendo vos el alma de ella y yo su enemigo…? Os espero, pues, señor duque, os espero.
Y Balsamo sacó el reloj para ver cuánto tiempo tenía que aguardar todavía al duque.
En aquel momento sonó una campanilla en la cornisa del cielo raso.
—¿Qué ocurrirá? —dijo Balsamo estremeciéndose—, Lorenza me llama, Lorenza quiere verme. ¿Le habrá sucedido algo o bien será uno de esos cambios de carácter de que frecuentemente he sido testigo y aun víctima algunas veces? Ayer estaba muy pensativa, resignada y tranquila; ¡pobre niña!, así es como deseo verla. Vamos allá.
Arregló su traje y se encaminó hacia la escalera, después de responder con otro campanillazo al de Lorenza.
Pero, según lo acostumbraba, Balsamo se paró en la habitación contigua a la de la joven, y volviéndose con los brazos cruzados al lado donde suponía debía estar, le ordenó que se durmiese, con esa fuerza de voluntad que no conoce obstáculos.
Después miró por una rendija casi imperceptible del entarimado de madera, como si dudase de sí mismo, o creyese preciso redoblar las precauciones.
Lorenza estaba medio dormida sobre un canapé, donde sin duda fue a apoyarse bajo el poder del que así la dominaba, y ni un pintor hubiera conseguido darle una actitud más poética. Atormentada y jadeando bajo el peso del rápido fluido que Balsamo le había mandado, Lorenza se parecía a una de esas bellas Adrianas de Vanloo, cuyo pecho se levanta, cuyo cuerpo se estremece con suavidad, y cuya cabeza revela desesperación o cansancio.
Balsamo entró, pues, por donde acostumbraba y se detuvo delante de ella para contemplarla; pero al momento la despertó porque estaba demasiado peligrosa de aquel modo.
Tan pronto abrió los ojos, se desprendió de ellos una mirada penetrante, y después, como para fijar sus ideas que fluctuaban aún, se alisó el pelo con la palma de la mano, se secó los labios húmedos de amor, y reposando profundamente su memoria, reunió sus recuerdos que andaban diseminados.
Balsamo la contemplaba con ansiedad, porque hacía bastante tiempo que tenía la costumbre de verla pasar repentinamente de la dulzura y el amor a un arrebato de cólera y odio, y la reflexión de aquel día, reflexión que no había visto en ella en otras ocasiones, y la sangre fría con que le recibía Lorenza en vez de esos arrebatos de furor, le presagiaban algo más serio quizá que cuanto hasta entonces había visto.
Lorenza se incorporó, movió la cabeza, y fijando su dulce mirada en Balsamo, le dijo:
—Os ruego que os sentéis a mi lado.
Balsamo se estremeció al oír aquella voz llena de una dulzura a que no estaba acostumbrado.
—¿Qué me siente? —dijo—, bien sabes, Lorenza mía, que no siento más que un deseo, deseo que se reduce a pasar mi vida prosternado a tus plantas.
—Caballero —continuó Lorenza en el mismo tono—, os suplico que os sentéis, aunque no tengo que hacer un discurso muy largo; pero en fin, me figuro que os hablaré mejor estando vos sentado.
—Ahora y siempre, mi gusto es el tuyo, querida Lorenza.
Y se sentó en un sillón próximo a la joven, que continuó sentada en el mismo sofá.
—Caballero —dijo fijando en Balsamo sus ojos con una expresión angelical—, os he llamado para suplicaros un favor.
—¡Oh! Lorenza mía —exclamó Balsamo cada vez más admirado—, todo lo que quieras; di, pues, ¿qué es lo que deseas?
—Sólo una cosa, pero os advierto que la deseo ardientemente.
—Habla, Lorenza, habla, aunque me debiera costar mi fortuna, aunque me obligara a dar la mitad de mi vida.
—Nada os costará, caballero, o mejor dicho, sólo la pérdida de un minuto —respondió la joven.
Contento en extremo Balsamo al ver el giro pacífico que tomaba la conversación, comenzó a formar en su activa imaginación un programa de los deseos que podía tener Lorenza y más que nada en los que él podía satisfacer.
—Ciertamente —dijo allá para sí—, va a pedirme alguna criada o compañera, pues bien; aunque este es un sacrificio grande, puesto que compromete mi secreto y a mis amigos, lo haré porque la pobre niña se consume en su aislamiento.
Y añadió alzando la voz con una sonrisa llena de amor:
—Habla pronto, Lorenza mía.
—Caballero —dijo esta—, no ignoráis que me muero de tristeza y fastidio.
Balsamo inclinó la cabeza exhalando un suspiro en señal de asentimiento.
—Mi juventud —siguió Lorenza—, se va consumiendo; mis días son un prolongado gemido, y mis noches un terror continuo, envejeciendo en la soledad y angustia.
—Tú has preferido esa vida, Lorenza —dijo Balsamo—, y de mí no ha dependido el que en vez de ser tan triste como lo es, sea tan feliz como la de una reina.
—Conforme; y por eso yo soy como veis, la que me aproximo a vos.
—Gracias, Lorenza.
—Varias veces me habéis dicho que sois buen cristiano aunque…
—Crees que mi alma está perdida, ¿no es así Lorenza?
—No os fijéis, caballero, en lo que vaya a decir, ni hagáis deducciones, os lo ruego.
—Prosigue.
—Pues bien, en vez de dejarme aquí abismada en la rabia y en la desesperación, concededme, ya que para nada os soy útil…
Al llegar aquí se detuvo para mirar a Balsamo; pero ya tenía recobrado este el imperio que tenía sobre sí propio y Lorenza sólo halló una mirada fría y un entrecejo arrugado.
Al ver aquellos ojos que amenazaban se animó y continuó de esta manera.
—Concededme, no la libertad, porque sé que Dios, o por mejor decir, vuestra voluntad que considero omnipotente, me tiene condenada a vivir siempre cautiva; pero que vea rostros humanos, que oiga el timbre de otra voz que no sea la vuestra, que ande, en fin, que salga, que dé pruebas de que vivo.
—Había previsto ese deseo, Lorenza —dijo Balsamo tomándole la mano—, y ya sabes que ese es también mi deseo hace bastante tiempo.
—¡Entonces…! —exclamó Lorenza.
—Pero —siguió diciendo Balsamo— tú misma te has anticipado, porque como un loco, y todo hombre que ama lo está, he permitido que penetres mis secretos, acerca de ciencias y de política. Bien sabes que Althotas ha dado con la piedra filosofal y busca el elixir de la vida, cuanto a la ciencia; sabes que mis amigos y yo conspiramos contra las monarquías, por lo que se refiere a la política; y si con lo primero puedes hacer que me quemen por brujo, con lo segundo puedes conseguir que sea condenado, al suplicio de la rueda por delito de alta traición. Y recuerda que me has amenazado, Lorenza; me has dicho que no perdonarías ocasión para ver de recobrar tu libertad, y que si llegabas a alcanzarla, el primer uso que harías de ella sería denunciarme a M. de Sartine. ¿No has dicho eso?
—¡Qué queréis!, algunas veces me enfurezco, y entonces… pierdo la razón.
—¿Estás tranquila? ¿Tienes ahora prudencia y podemos hablar?
—Así confío.
—Y en el caso de que te devuelva esa libertad que solicitas, ¿tendré en ti una mujer adicta y sumisa, un alma constante y dulce? Ya sabes, Lorenza, que este es mi deseo más vehemente.
La joven guardó silencio.
—¿Me amarás al fin? —agregó Balsamo.
—Yo sólo ofrezco lo que puedo cumplir —dijo Lorenza—, y ni el amor ni el odio dependen de nosotros. Confío en Dios que en cambio de esos favores de vuestra parte se disipará en mí el odio y nacerá el amor.
—Por desgracia no basta tal promesa para que me fíe de ti, Lorenza, y es que es necesario un juramento que te ligue en este mundo y en el otro, que te acarree la muerte en este, y una condenación en el otro.
Lorenza guardó silencio.
—¿Prestarás ese juramento?
Lorenza dejó caer la cabeza entre sus manos, y su pecho se elevó bajo la presión de sentimientos contrarios entre sí.
—Presta ese juramento, Lorenza, como yo te lo dicte y con la solemnidad que requiere, y quedarás libre.
—¿Qué he de jurar, caballero?
—Jura que jamás, y bajo ningún pretexto, saldrá de tu boca lo que has averiguado acerca del saber de Althotas.
—Lo juraré.
—Jura que nada de lo que has sorprendido acerca de nuestras reuniones políticas será divulgado por ti jamás.
—Lo juraré igualmente.
—¿Con el juramento y la forma que yo indique?
—Sí: ¿todo se reduce a eso?
—No, falta lo principal, Lorenza, pues de esos juramentos pende solamente mi vida, y del que voy a decirte mi felicidad. Jura que jamás te separarás de mí, sea a instigación de una voluntad extraña, sea a instigación de la tuya propia. Júralo y eres libre.
La joven se conmovió.
—¿Y en qué forma ha de hacerse ese juramento?
—Iremos juntos al templo y comulgaremos con una misma hostia. Antes de que esta sea partida, jurarás sobre ella no revelar a nadie lo referente a Althotas, no divulgar nada acerca de mis compañeros, ni separarte nunca de mí. Entonces partiremos la hostia en dos mitades, y cada uno de nosotros tomará la mitad, jurando por Nuestro Señor Jesucristo, tú que nunca me traicionarás, y yo que procuraré, porque seas siempre feliz.
—No —dijo Lorenza—, semejante juramento es un sacrilegio.
—Un juramento no es un sacrilegio, Lorenza, —repuso Balsamo con tristeza—, sino cuando se presta con intención de no cumplirlo.
—No pronunciaré ese juramento —dijo Lorenza—, porque tendría miedo de perder mi alma.
—Vuelvo a decir —dijo Balsamo—, que no se condena uno por jurar, sino por no cumplir el juramento.
—No, no juraré.
—Pues entonces paciencia —dijo Balsamo sin incomodarse pero con profunda tristeza.
La frente de Lorenza se nubló.
—¿De modo que no accedéis a mi deseo? —preguntó.
—No, Lorenza, si vos no accedéis al mío.
Un movimiento nervioso manifestó cuánta impaciencia necesitó comprimir la joven al oír aquellas palabras.
—Escuchadme Lorenza —dijo Balsamo—, he aquí lo que puedo hacer por vos.
—Decid —respondió la joven sonriendo amargamente.
—Dios, la casualidad o la fatalidad, como os parezca, Lorenza, nos ha unido el uno al otro con lazos indisolubles; no tratemos de romperlos en esta vida, pues sólo puede desatarlos la muerte.
—Ya lo sé —dijo impacientemente Lorenza.
—Pues bien, dentro de ocho días, arriesgando mucho, os traeré una compañera.
—¿Y adónde?
—Aquí.
—¡Aquí!, detrás de estos barrotes, detrás de estas puertas inexpugnables, detrás de estas paredes de bronce una compañera de prisión. ¡Oh!, no lo habéis pensado bien, y no es eso lo que yo pido.
—Pero es lo que únicamente puedo concederos, Lorenza.
La joven hizo un gesto de impaciencia más visto.
—Reflexionadlo bien y comprenderéis que entre las dos podréis llevar mejor el peso de una desgracia que es necesaria.
—Os equivocáis, hasta ahora sólo he sufrido por mí y no por otro, pero esta es la única prueba que me falta, y nada tiene de nuevo que queráis la sufra. Sí, traeréis a mi lado una víctima como lo soy yo a quien veré sufrir como yo sufro. ¡Oh!, ¡no, no y mil veces no! —dijo exaltadísima.
Balsamo intentó calmarla diciendo:
—Vamos, Lorenza, tranquilízate.
—¡Pues no quiere que me tranquilice! Es igual que si el verdugo pidiera a la víctima a quien atormenta que tenga calma, y al inocente a quien martiriza que se tranquilice.
—Sí, deseo que te tranquilices y que tengas calma, porque con la rabia, Lorenza, no mejoras nuestra suerte, sino que la empeoras. Toma lo que te ofrezco, Lorenza, y te daré una compañera, una compañera que ame la esclavitud, porque ella habrá de ser amiga tuya. No verás un semblante triste y lagrimoso como temes, sino al contrario, una sonrisa y una alegría que desarrugarán tu frente. Vaya, mi buena Lorenza, acepta lo que te ofrezco, porque te juro que nada más puedo ofrecer.
—De modo que traeréis a mi lado una mujer mercenaria a quien diréis que se halla aquí una loca, una pobre enferma y condenada a morir, añadiéndole: «Enciérrate con esa loca, sacrifícate, y te pagaré una vez que la loca haya muerto».
—¡Oh! Lorenza, Lorenza —murmuró Balsamo.
—No, me equivoco, no es esto —prosiguió Lorenza con ironía—; he adivinado mal, pero ¿qué queréis? ¡Soy tan ignorante! ¡Tengo tan poca experiencia del mundo y del corazón de las gentes! Vamos, vamos, lo que diréis a esa mujer es: «Cuidado con esa loca, que es terrible; dime todo lo que haga, todo lo que piense; espía su vida, espía su sueño». Y le daréis todo el oro que desee, porque nada os cuesta el adquirirlo, porque lo hacéis.
—Lorenza, no creas así; por Dios, juzga mejor mi corazón. Ofreciéndote una compañera, amiga mía, comprometo intereses tan grandes, que te estremecerías si no me aborrecieras… ¡darte una compañera!, te lo repito, es arriesgar mi seguridad, mi libertad, mi vida; pero no obstante, todo esto lo arriesgo por evitarte un fastidio.
—¡Fastidio! —exclamó Lorenza con risa salvaje—. ¡Pues no llama a esto fastidio!
—Pues bien, le llamaré dolor; sí, tienes razón, Lorenza, es un dolor muy agudo; pero ya te he dicho que tengas paciencia, que ya llegará un día en que ese dolor terminará; y llegará un día en que seas libre y dichosa.
—Vamos —dijo la joven—, ¿me concedéis que me retire a un convento y profesaré?
—¡A un convento!
—Sí, allí pediré a Dios por los dos. Es cierto que estaré encerrada lo mismo, pero tendré un jardín, aire, espacio, y un cementerio para pasearme entre los sepulcros buscando de antemano el lugar donde se ha de colocar el mío. Además tendré compañeras que serán desgraciadas por su propio infortunio y no por el mío. Permitidme que me retire a un convento, y os prestaré todos los juramentos que queráis. Un convento, Balsamo, un convento, os lo ruego con las manos cruzadas.
No podemos separarnos, estamos indisolublemente ligados, Lorenza.
—¿Con que no consentís? —dijo abatida.
—No puedo.
—¿Vuestra determinación es irrevocable?
—Sí, Lorenza.
—Pues bien, otra cosa —dijo sonriéndose.
—¡Oh!, mi buena Lorenza, sonríete siempre así, y lograrás que haga cuanto desees.
—Sí, ¿no es cierto que haréis cuanto yo quiera, con tal de que yo haga cuanto se os antoje?… Pues bien, corriente; haré lo posible por calmarme.
—Habla, Lorenza, habla.
—Hace poco que me indicasteis que llegará un día en que no sufra y sea libre y feliz.
—¡Oh!, lo he dicho, y juro por el cielo que espero ese día con la misma impaciencia que tú.
—Pues anticipemos ese día, óyeme.
—Ya te escucho —dijo Balsamo con una turbación inexplicable.
—Terminaré por donde debí haber empezado, Acharat.
—Habla, amiga mía.
—Varias veces he notado, cuando hacéis experimentos en pobres animales, y me manifestabais que estos experimentos eran necesarios para la humanidad, que tenéis el secreto de matar, ya con una gota de veneno, ya abriendo una vena, y que esta muerte era dulce, tan rápida como el rayo, y que esas desventuradas e inocentes criaturas, condenadas como yo a vivir cautivas, se libraban de pronto con la muerte, primer beneficio que gozaban desde que nacieron. Pues bien…
La emoción no la dejaba continuar.
—Prosigue, Lorenza —repitió Balsamo.
—Pues bien, lo que hacéis alguna vez en beneficio de la ciencia con esos inocentes animales, hacedlo conmigo obedeciendo a las leyes de la humanidad; hacedlo con una amiga que os bendecirá con toda su alma, con una amiga que os besará las manos con profunda gratitud si le concedéis lo que os pide. Hacedlo, Balsamo, conmigo, que me prosterno a vuestras plantas; conmigo, que os ofrezco consagraros hasta exhalar el último suspiro, más amor y alegría que el que podéis recibir de mí durante toda mi vida; conmigo, que os ofrezco una sonrisa franca y radiante al tiempo de abandonar la tierra. Balsamo, por el alma de vuestra madre, por la sangre de Nuestro Señor, por todo lo más dulce, grande y sagrado que hay en el mundo de los vivos y en el de los muertos, os ruego que me matéis. ¡Sí, matadme!
—¡Lorenza —exclamó Balsamo, abrazándola—, tú, deliras! Si te matase, moriría yo también, porque tú constituyes mi vida.
Lorenza se deshizo de los brazos de Balsamo por medio de un esfuerzo violento, y se hincó de rodillas, diciendo:
—No me levanto hasta que me des lo que te pido. Mátame sin sacudimiento, sin dolor, sin agonía; concédeme esta gracia, ya que dices que me amas; adorméceme como me has adormecido tantas veces, pero de modo que no vuelva a despertar.
—¡Lorenza, amiga mía! —dijo Balsamo—, ¿no ves, Dios mío, que estás martirizando mi corazón? Qué, ¿hasta tal punto eres desgraciada? Vamos. Lorenza, cálmate y no te abandones a la desesperación. ¡Tanto me odias, ay de mí!
—Lo que odio es la esclavitud, las molestias, la soledad; y puesto que vos sois quien me hacéis esclava, infeliz y solitaria, os aborrezco, sí, os aborrezco.
—Pero yo te amo mucho, Lorenza, para que quiera verte morir, y no morirás; voy a realizar la cura más difícil de cuantas hasta aquí he hecho, Lorenza mía, voy a hacer que desees la vida.
—¡Oh!
—Lorenza mía, por compasión; yo te prometo que dentro de poco…
—La muerte o la vida —repuso la joven embriagándose gradualmente de rabia.
—La vida, Lorenza mía, la vida.
—Pues entonces, también la libertad.
Balsamo no contestó.
—¿No? Pues entonces la muerte, quiero descansar.
—Y yo que vivas y tengas calma, Lorenza.
Esta lanzó una carcajada terrible, y dando un salto hacia atrás, sacó del pecho una hoja fina y aguda que brilló en su mano como un relámpago.
Balsamo dio un grito, pero demasiado tarde; pues cuando se arrojó sobre ella y le agarró la mano, la hoja había desgarrado la carne y caído sobre el pecho de Lorenza. Balsamo se quedó deslumbrado al ver brillar el cuchillo, pero quedó sin vista al ver correr la sangre.
Y lanzando un grito terrible, asió a Lorenza con un brazo, y apoderándose del arma que la joven esgrimía de nuevo, le oprimió la mano con toda su fuerza.
Lorenza hizo un violento esfuerzo para sacarle el cuchillo, y la cortante hoja se deslizó por entre los dedos de Balsamo.
La sangre saltó a torrentes de su mano mutilada.
Entonces, en vez de continuar luchando. Balsamo extendió hacia la joven su mano llena de sangre, y dijo con voz irresistible:
—Duerme Lorenza, duerme, yo te lo ordeno.
Pero era tan grande la irritación, que la doncella no obedeció con la misma exactitud que siempre.
—No, no —murmuró Lorenza tambaleándose e intentando volver a herirse—; no, no dormiré.
—Duerme, sí, duerme —exclamó Balsamo aproximándose a ella—; lo mando yo y dormirás.
Aquella vez tuvo tanto poder la voluntad de Balsamo, que venció toda reacción: Lorenza lanzó, pues un suspiro, dejó caer el cuchillo, se tambaleó y fue a caer sobre unos cojines.
Los ojos le quedaron abiertos; pero el fuego que despedían fue apagándose por grados hasta que se cerraron. El cuello, que estaba crispado, se aflojó; la cabeza se inclinó sobre el hombro, como la de un pájaro herido, y un estremecimiento nervioso agitó todo su cuerpo; signos todos que manifestaban que Lorenza estaba dormida.
Balsamo la desabrochó el vestido, y sondeó su herida, que le pareció leve; pero no obstante la sangre salía de ella en abundancia.
Balsamo empujó el ojo de león, giró el resorte, y la plancha se abrió; al momento, quitando el contrapeso que hacía bajar la trampa de Althotas, se puso sobre dicha trampa y subió al laboratorio del viejo.
—¡Ah!, ¿eres tú, Acharat? —dijo este que, como siempre, estaba sentado en su sillón—, ya sabes que dentro de ocho días cumplo cien años, y que de aquí a allá me es necesaria la sangre de un niño o de una virgen.
Pero el discípulo, sin atenderle, corrió al armario en que se hallaban los bálsamos mágicos, cogió una de las redomas, cuya eficacia había probado muchas veces, se volvió a colocar en la trampa, dio una patada y bajó de nuevo.
Althotas empujó su sillón hasta el orificio de la trampa, con intención de cogerle el vestido, y le dijo:
—¿No me oyes, desgraciado? Si de aquí a ocho días no tengo un niño o una mujer que esté virgen para acabar mi elixir, me muero.
Balsamo se volvió fijándose en los ojos del anciano, los cuales chispeaban en medio de su rostro con los músculos inmóviles, pudiéndose asegurar que aquellos ojos eran los únicos que vivían.
—Sí, sí —respondió Balsamo—, no tengas cuidado, que se te dará lo que necesitas.
Luego, soltando el resorte, hizo que subiese la plancha, la cual fue a igualarse con el techo.
Hecho esto, corrió al gabinete de Lorenza, y apenas había entrado en él, cuando resonó la campanilla de Fritz.
—M. de Richelieu —repuso Balsamo—; ¡oh!, aunque sea duque y par, tendrá que aguardar a fe mía.