El mariscal y el barón aguardaban al final de la calle de árboles.
Al divisar a Andrea los dos ancianos se alegraron todavía más, y llamáronse la atención uno a otro acerca de aquella radiante hermosura aumentada con la cólera y la rapidez con que había andado aquel trecho.
El duque saludó a Andrea como si se tratase de una madame Pompadour declarada, cosa que no pasó desapercibida a Taverney, quien se encantó con aquello: pero que sorprendió a Andrea por semejante mezcla de respeto y libre galantería, pues el dinero cortesano sabía dar a sus saludos tantos pormenores como frases francesas daba Covrelle a una palabra turca.
Andrea respondió con una reverencia tan ceremoniosa para su padre como para el mariscal, y seguidamente les invitó con suma gracia a que pasasen a su aposento.
Richelieu admiró aquel aseo elegante, único lujo del mueblaje y la arquitectura del albergue, pues con flores y un poco de muselina blanca, Andrea tenía convertida su triste morada en un nido.
El duque tomó asiento en un sillón persa verde de grandes flores, debajo de un gran jarro de China, de donde pendían racimos perfumados de acacia y arce, mezclados con lirios cárdenos y rosas de Bengala.
Taverney se sentó en otro sillón igual, y Andrea ocupó una silla de tijera, descansando el codo en un clave adornado igualmente de flores puestas en un ancho vaso de Sajonia.
—Señorita —dijo el mariscal—, tengo la honra de venir a felicitaros de parte de Su Majestad por vuestra encantadora voz y vuestro talento de cantante consumada, que ayer, celebraron todos los que asistieron al ensayo. Su Majestad presumió causar envidia si os ensalzaba en voz alta, y ha tenido a bien encargarme os exprese el placer que le habéis proporcionado.
Andrea se ruborizó, aumentando su belleza de tal manera que el mariscal continuó como si hablase por su cuenta:
—Su Majestad me ha asegurado que hasta ahora no había visto en su corte nadie que tuviese como vos, señorita, los dones del entendimiento y los de la hermosura.
—Se te ha pasado por alto decir, y los del corazón —dijo Taverney muy ancho—, pues Andrea es muy buena hija.
El mariscal creyó por un momento que su amigo iba a llorar, y admirado al ver aquel esfuerzo paternal de sensibilidad, exclamó:
—¡El corazón!, ¡ay, querido!, tú sólo puedes juzgar de la ternura que hay en el corazón de esta señorita. Si tuviera veinte años colocaba a sus pies mi vida y mi fortuna.
Andrea, confundida, sólo respondió con un murmullo sin significación.
—Señorita —dijo Richelieu—, el Rey os ruega le permitáis daros una prueba de su satisfacción, y ha mandado al señor barón, vuestro padre, desempeñe esta comisión. ¿Qué diré a Su Majestad de parte vuestra?
—Caballero —contestó Andrea, que no vio en el paso que iba a dar sino el respeto que todo súbdito debe a su rey—: Haced el favor de decir a Su Majestad que no puede ser más profunda mi gratitud. Manifestad también a Su Majestad que me honra demasiado con ocuparse de mí, y que no soy digna de que un monarca tan poderoso fije en mí la atención.
A Richelieu llenó de entusiasmo al parecer esta respuesta, que la joven pronunció con voz firme y sin ninguna indecisión.
Y besándola con respeto la mano dijo:
—Mano de reina, pie de hada… talento, voluntad, candor… ¡Ah!, barón, ¡qué tesoro…! No posees una hija, sino una reina.
Y después de esto se despidió, dejando a Taverney con Andrea, a Taverney, que, sin darse cuenta, se había inflado de orgullo y esperanza.
Si alguien hubiese visto a aquel antiguo filósofo en teoría, a aquel escéptico, a aquel desdeñoso, aspirar con gusto el aire de favor, nada menos que en una sentina, habría creído que Dios había amansado con él mismo el entendimiento y el corazón de Taverney.
Quedó, pues, con Andrea, sentado en su sillón, y algo embarazado, porque la joven, con su inagotable tranquilidad, le atravesaba con sus miradas tan profundas como el mar en su más hondo abismo.
—M. de Richelieu ha manifestado que Su Majestad os ha encargado me deis una prueba de su satisfacción. ¿Queréis decirme qué prueba es?
—¡Ah! —dijo para sí Taverney—, ¿es interesada? Nunca lo hubiera presumido. Tanto mejor, Satanás, tanto mejor.
Sacó con lentitud de la faltriquera el cofrecito que el mariscal le dio la víspera, pareciéndose a esos papas que sacan un cucurucho de bombones o un juguete que los ojos del niño arrancan del bolsillo sin dejar que las manos hayan obrado.
—Mírala —dijo.
—¡Joyas! —exclamó Andrea.
—¿Te agradan?
Era un collar de perlas de gran precio, con doce gruesos diamantes entre ellas; siendo su valor, así como el de una espiga de brillantes, unos pendientes y una hilera de diamantes para la cabeza, de treinta mil escudos por lo menos.
—¡Dios mío! —exclamó Andrea.
—Y bien, ¿qué?
—Esto es excesivamente bello, y el rey se ha equivocado. Me abochornaría de adornarme con eso… ¿Tengo yo trajes que ponerme y que correspondan al valor de esos diamantes?
—Quéjate todavía —dijo Taverney con ironía.
—No me entendéis, siento no poder llevarlas porque son demasiado hermosas.
—El rey, que ha dado el cofrecito, es un señor muy grande para dar igualmente vestidos.
—Pero esa bondad de parte del rey…
—¿Crees que no la merecen mis servicios? —dijo Taverney.
—¡Ah!, perdonadme, señor; es cierto —replicó Andrea bajando la cabeza, pero, sin estar convencida.
Después de reflexionar un instante, cerró el cofre, y dijo:
—Yo no llevo esas joyas.
—¿Por qué? —preguntó Taverney intranquilo.
—Porque tanto vos como mi hermano no tenéis nada de lo necesario, y ese lujo superfluo deslumbra mi vista desde que pienso en vuestros apuros.
Taverney le oprimió la mano sonriéndose.
—¡Oh!, no te cuides de eso, hija mía, porque el rey ha hecho más por mí que por ti. Estamos en favor, querida, y sería impropio de unos súbditos respetuosos y de una mujer agradecida, que te presentaras delante de Su Majestad sin el adorno que te ha regalado.
—Siendo así, obedeceré, señor.
—Sí, pero es necesario que obedezcas con gusto… ¿No te agrada esta joya?
—No entiendo de diamantes, señor.
—Pues bien, solamente las perlas valen cincuenta mil libras.
Andrea juntó las manos.
—Señor, no me explico por qué Su Majestad me hace a mí semejante regalo, pensadlo bien.
—¿Y qué quieres decir con eso? —dijo Taverney secamente.
—Creed que si llevo estas perlas la gente se admirará.
—¿Y por qué? —dijo Taverney con el mismo tono y una mirada imperativa y fría que hizo a su hija bajar la vista.
—Es un escrúpulo que tengo.
—Señorita, más raro es que vos tengáis escrúpulos, cuando yo no los tengo. Bien hayan las cándidas jóvenes que saben lo que es malo y lo conocen, por ocultado que esté, cuando nadie había dado en ello. ¡Bien haya la doncella sencilla y casta que hace ruborizar a un granadero como yo!
Andrea ocultó su confusión con sus blancas manos, murmurando:
—¡Oh, hermano mío, si no te encontraras tan lejos!
Oyó Taverney estas palabras, o las adivinó con esa maravillosa perspicacia que hemos visto en él. Imposible es saberlo; pero la verdad es que varió de tono al instante, y cogiendo las dos manos de Andrea, dijo:
—Vaya, niña, ¿no es amigo tuyo tu padre?
Una dulce sonrisa rompió las nubes aglomeradas en la hermosa frente de Andrea.
—¡Aquí estoy yo para quererte y darte consejo! ¿No es una honra para ti contribuir a labrar la fortuna de tu hermano y la mía?
—¡Oh!, ciertamente —dijo Andrea.
El barón concentró en su hija una mirada llena de caricias, y prosiguió:
—Pues bien, tú serás, como manifestó hace poco Richelieu, la reina de Taverney… El rey te ha distinguido… La delfina también —dijo con viveza—, y con la intimidad de estas augustas personas levantarás el edificio de nuestro porvenir, haciéndolos felices… ¡Qué gloria no te resultará de ser amiga de la delfina… y del rey…! Posees un talento superior y una hermosura sin rival; un entendimiento sano, libre de avaricia y ambición… ¡La suerte te ha guardado un brillante papel, hija mía! ¿Te acuerdas de la joven que endulzó los últimos instantes de Carlos VI…?, pues su nombre fue venerado en Francia. ¿Te acuerdas de Inés Sorel, que recuperó el honor a la corona de Francia…?, pues todos los franceses veneraron su memoria… Andrea, tú serás el báculo de la vejez de nuestro glorioso monarca… Te considerará como si fueses hija suya, y reinarás en Francia por el derecho de la hermosura, el valor y la fidelidad… Y una mirada tuya despedirá a esas mujeres perdidas que deshonran el trono; tu presencia purificará a la corte, y a tu benéfico influjo deberá la nobleza de Francia la vuelta de las buenas costumbres, la política y la perfecta galantería. Hija, tú puedes y debes ser astro regenerador para el país, y una corona de gloria para nosotros.
—¿Y qué debo hacer para eso? —dijo ella asombrada.
El barón meditó algunos instantes, y luego dijo:
—Me habrás oído frecuentemente, Andrea, que en este mundo es preciso forzar a la gente a que sea virtuosa haciendo que ame la virtud. La virtud que pone mal gesto, la virtud triste, la que a cada instante encaja una sentencia, hace huir a los mismos que con más ardor desean aproximarse a ella. Da a la tuya todo el cebo de la coquetería y aun del vicio, lo cual es fácil a una joven de tanto talento y fortaleza como tú. Hazte tan hermosa que la corte únicamente hable de ti; hazte tan agradable a los ojos del rey que no pueda pasarse sin ti; hazte tan secreta, tan reservada para todos, excepto para Su Majestad, que te atribuyan bien pronto extraordinario poder.
—No comprendo bien este último consejo.
—Yo seré tu guía, y ejecutarás sin comprender, lo cual vale más para una criatura tan inteligente y generosa como tú. A propósito, para ejecutar el primer punto, hija mía, debo surtir tu bolsillo; toma estos cien luises y vístete de un modo correspondiente al rango a que estáis llamada desde que el rey nos ha hecho la honra de distinguirnos.
Taverney dio cien luises a su hija y salió.
Por la rapidez con que atravesó la calle de árboles, no descubrió a Nicolasa en el bosquecillo, en conversación con un señor que le hablaba al oído.