Capítulo CXV

Estaba Gilberto más pálido y triste que Andrea.

Al ver esta un hombre desconocido, porque con el velo que las lágrimas extendían delante de sus ojos no lo conoció al principio, se apresuró a enjugarse el llanto, como si a la orgullosa joven le ruborizase que la vieran llorar Al contrario, se revistió de cierta entereza, y sus pálidas mejillas recobraron la inmovilidad, cuando poco antes le temblaban de desesperación.

Gilberto tardó más en reponerse, y sus facciones conservaron la dolorosa expresión que la señorita de Taverney, al momento que alzó los ojos y le conoció, pudo advertir en su actitud y miradas.

—¡Gilberto había de ser! —dijo Andrea con ese tono ligero que adoptaba siempre que lo que ella creía una casualidad le aproximaba al joven.

Gilberto nada contestó, pues aún se hallaba demasiado conmovido para ello.

El dolor que había estremecido el cuerpo de Andrea, sacudió con violencia el suyo.

Andrea fue, pues, quien continuó, porque deseaba saber qué motivaba aquella aparición.

—¿Qué tenéis, señor Gilberto? —interrogó—; ¿qué tenéis que me miráis con ese aire de melancolía? Algo os entristece, y quisiera saberlo, si no es difícil.

—¿Quisierais saberlo? —preguntó en tono melancólico Gilberto, comprendiendo que bajo aquella apariencia de interés se ocultaba la ironía.

—Sí.

—Pues bien; lo que me pone triste es veros sufrir, señorita —replicó Gilberto.

—¿Y quién os ha dicho que yo sufro?

—Yo que lo veo.

—Estáis equivocado, yo no padezco —dijo Andrea volviendo a pasarse el pañuelo por la cara.

Gilberto comprendió que amagaba tormenta, y resolvió alejarla con su humildad.

—Perdonadme, señorita —dijo—, pero os he oído quejar.

—¡Ah! ¿Os hallabais escuchando?

—Señorita —dijo Gilberto tartamudeando, porque sentía tener que decir la verdad—, se debe a la casualidad.

—¡A la casualidad!, mucho siento, señor Gilberto, que la casualidad os haya conducido a mi lado; pero ¿por qué os entristecen mis quejas?

—Porque no puedo ver llorando a una mujer —dijo Gilberto con un tono que disgustó soberanamente a Andrea.

—¿Y yo soy quizá una mujer para el señor Gilberto? —replicó la altanera joven—. Yo no solicito el interés de nadie, y con menos motivo el del señor Gilberto.

—Señorita —dijo Gilberto moviendo la cabeza—, no hacéis bien en tratarme con tanta rudeza; os he visto triste, y me he afligido; he oído que decíais que marchándose el señorito Felipe os dejaba sola en el mundo, y yo os digo que no, señorita, porque aquí estoy yo, y jamás encontraréis un cariño como el mío. Lo vuelvo a decir, la señorita de Taverney jamás quedará sola en el mundo, mientras mi cabeza pueda pensar, mientras lata mi corazón y pueda extenderse mi brazo.

Aunque al decir estas palabras lo verificó Gilberto con toda la sencillez que exigía un respeto verdadero, el vigor, la nobleza y el cariño dieron belleza a su rostro.

Pero se hallaba escrito que todo cuanto hiciese y dijera el pobre mozo había de disgustar a Andrea, ofenderla y enfadarla hasta el extremo de contestar agriamente, como si cada una de sus respetuosas expresiones constituyesen un insulto, y cada una de sus súplicas una provocación. Al principio intentó levantarse para ver de hallar un gesto más duro, o una palabra más fuerte; pero un estremecimiento nervioso la retuvo en su banco.

—Creo —dijo— que os he dicho, señor Gilberto, que no me agradáis, que vuestra voz me irrita, y vuestros modales filosóficos me dan repugnancia. ¿A qué esa terquedad por hablarme?

—Señorita —dijo Gilberto pálido, pero conteniéndose—; no se irrita a una mujer de bien con demostrarle simpatía. Un hombre honrado es lo mismo que cualquiera otra criatura humana, y yo, a quien maltratáis tan encarnizadamente, merezco quizá, más que alguno, la simpatía que siento no tengáis para mí.

Al escuchar Andrea por dos veces la palabra simpatía, abrió tanto los ojos, y clavó la vista en Gilberto de un modo impertinente.

—¡Simpatía! —exclamó—, ¡yo simpatía al señor Gilberto! En verdad que estaba equivocada, pues os consideraba un insolente, y ahora veo que sois menos que eso; estáis loco.

—Ni lo uno ni lo otro —dijo Gilberto con una calma aparente que debía costar bastante a un hombre cuyo orgullo ya conocemos—. No, señorita, porque la Naturaleza me ha creado igual a vos, y la casualidad ha querido que debáis estarme obligada.

—¿Otra vez la casualidad? —dijo Andrea con ironía.

—Tal vez he debido decir la Providencia. Por lo demás, nunca os hubiera hablado de tal cosa, si vuestras injurias no me hiciesen tener memoria.

—¡Estaros obligada yo! ¡Obligada yo! ¿Cómo os atrevéis a asegurar tal cosa, señor Gilberto?

—Yo mismo no os abochornaría si os considerara ingrata: y Dios que os ha hecho tan bella, os ha dado, para compensar vuestra belleza, algunos otros defectos para que tengáis también ese.

Andrea no pudo oír esto y se levantó. Gilberto dijo:

—Dispensadme, pero también vos me irritáis algunas veces, entonces no me acuerdo del interés que me inspiráis.

Andrea empezó a reír a carcajadas, para que la rabia de Gilberto llegase a su paroxismo, pero, con bastante admiración suya, el joven no se enfureció. Cruzó los brazos sobre el pecho, conservó la expresión obstinada y hostil de su mirada de fuego, y aguardó con paciencia a que se acabara aquella risa ultrajante.

—Señorita —dijo entonces a Andrea fríamente—, os ruego me contestéis a una sola pregunta: ¿respetáis a vuestro padre?

—¿Os atrevéis a preguntarme eso, señor Gilberto? —exclamó la joven con suprema altanería.

—Sí, respetáis a vuestro padre —siguió Gilberto—, y no a causa de sus cualidades ni de sus virtudes, no, sino sencillamente porque os ha dado la vida. Pues bien, señorita, sentado esto como principio, ¿por qué me insultáis?, ¿por qué me rechazáis?, ¿por qué me odiáis, cuando os he dado la vida, o, mejor dicho, os la he salvado?

—¿Vos? —exclamó Andrea—: ¿Vos me habéis salvado la vida?

—¡Ah!, ni tan sólo habéis pensado en ello —dijo Gilberto—, o más bien, lo habéis olvidado, cosa muy natural, porque ya hace un año que sucedió. Pues bien, señorita, necesario es decíroslo o recordároslo. Sí, os he salvado la vida, sacrificando la mía.

—Al menos, señor Gilberto —dijo Andrea muy pálida—, decidme dónde y cuándo…

—El día, señorita, en que se aplastaban cien mil personas unas a otras, huyendo de los fogosos caballos y de los sables que cortaban las cabezas de la multitud y que dejaron en la plaza de Luis XV un reguero de cadáveres y heridos.

—¡Ah!, el 31 de mayo.

—Precisamente, señorita.

Andrea se repuso y volvió a reírse con ironía.

—¿Y habéis dicho que ese día sacrificasteis vuestra vida por salvarnos a mí la mía, señor Gilberto?

—Tengo la honra de repetíroslo.

—¿Conque sois el barón de Balsamo? Perdonadme, pero no lo sabía.

—No, no soy el barón Balsamo —repuso Gilberto con los ojos inflamados y temblándole los labios—, soy un pobre hijo del pueblo; Gilberto, que tiene la locura, la necedad y la desgracia de amaros; que porque os ama como un necio, como un loco, como un condenado, os siguió en medio de la multitud; él fue quien separado de vos por un momento, os conoció por el grito terrible que lanzasteis al caer; él, quien cayó a vuestro lado y os rodeó con sus brazos, hasta que otros veinte mil gravitando sobre él, agotaron sus fuerzas; él, quien se arrojó sobre el pilar de piedra en que ibais a haceros pedazos, para ofreceros el apoyo más blando de su cuerpo; él, que al ver entre la muchedumbre a ese hombre extraño, que al parecer mandaba a los demás, y cuyo nombre acabáis de pronunciar, reunió todas sus fuerzas, toda su sangre, toda su alma, y os alzó en sus moribundos brazos a fin de que aquel hombre os divisase, os cogiese y os salvara; él, en fin, que al cederos a un libertador más feliz que él, sólo conservó un pedazo de vuestro vestido, que llevó a los labios. Y ya era hora, porque la sangre se agolpaba al corazón, a las sienes, al cerebro; la masa de verdugos y víctimas lo cubrió como una ola y lo sepultó, mientras que a semejanza del ángel de la resurrección, vos dejabais aquel abismo por un cielo.

Gilberto acababa de mostrarse tal como era; esto es, salvaje, sencillo y sublime, así en su decisión como en su amor; por manera que Andrea, a pesar de su desprecio, no pudo contemplarlo sin asombro, y él creyó por un instante que su relato era tan irresistible como la verdad y el amor; pero el pobre Gilberto no contaba con la incredulidad, que viene a ser mala fe en el que aborrece. Efectivamente, Andrea, que odiaba a Gilberto, no se dejó llevar de ninguno de los convincentes argumentos de aquel amante desdeñado.

Al principio no contestó; lo que hizo fue mirar a Gilberto, y en su ánimo pasaba algo semejante a un combate.

Así, no satisfecho con aquel silencio tan frío, el joven se vio obligado a añadir a manera de peroración.

—Ahora, señorita, no me aborrezcáis tanto como lo hacéis, puesto que sería no tan sólo injusto, sino ingrato, como os lo decía no hace mucho, y os lo repito.

Pero Andrea alzó su altanera cabeza al oír esto, y con el tono más cruel, a fuerza de ser indiferente, dijo:

—Señor Gilberto, ¿cuánto tiempo estuvisteis de aprendiz en casa de Rousseau?

—Señorita —respondió Gilberto sencillamente—, creo que tres meses, sin contar el tiempo que estuve enfermo a consecuencia de la sofocación del 31 de mayo.

—Os equivocáis —dijo Andrea—, pues no os pido que me manifestéis si habéis estado o no enfermo… de sofocación… Esto corona tal vez vuestro relato; pero me importa poco. Lo que deseaba deciros, que no habiendo estado más que tres meses en casa del ilustre escritor, los habéis aprovechado muy bien, y aprendisteis a hacer novelas.

Gilberto, que había escuchado con tranquilidad, presumiendo que Andrea iba a contestar a las cosas apasionadas que él había dicho, con otras serias, cayó de todo lo alto de su candidez al ver aquella cruenta ironía.

—¿Una novela? —murmuró indignado—, ¿y creéis que es cosa de novela lo que os he manifestado?

—Sí —dijo Andrea—, novela, lo repito, sólo que no habéis podido obligarme a que la lea, y os lo agradezco, pero desgraciadamente siento no poder pagarla con arreglo a su valor; pues por más que hiciese, vuestra novela no tiene precio…

—¿Me respondéis así? —balbuceó Gilberto con el corazón oprimido y los ojos apagados.

—No os hago ese honor —contestó Andrea rechazándole para pasar por delante de él.

Efectivamente, Nicolasa llamaba a su ama desde el otro extremo de la calle de árboles, con el fin de no interrumpir demasiado bruscamente la conferencia que tenía no sabía con quién, pues no conoció a Gilberto entre la espesura.

Pero al aproximarse vio al joven y se quedó estupefacta, arrepintiéndose entonces de no haber hecho un rodeo, a fin de oír lo que Gilberto decía a la señorita de Taverney.

Esta, dirigiéndose a Nicolasa dulcemente, para que Gilberto comprendiera mejor la altanería con que le había hablado, le interrogó:

—¿Qué hay, hija mía?

—El señor barón y el señor duque de Richelieu han preguntado por vos, señorita —dijo Nicolasa.

—¿Y dónde se encuentran?

—En vuestra habitación, señorita.

—Ven, pues.

Andrea se marchó, y Nicolasa le siguió, pero no sin lanzar a Gilberto al tiempo de marcharse una mirada irónica: a Gilberto, que pálido, ciego, tendió el brazo en dirección a la calle de árboles por donde se alejaba su enemiga, y murmuró rechinando los dientes:

—¡Oh! ¡Mujer sin corazón, cuerpo sin alma! Te he salvado la vida, he concentrado en ti mi amor, he hecho callar en mí todo sentimiento que pudiera ofender lo que llamaré tu candor, puesto que para mí eras en mi delirio una virgen tan sagrada como la que está en el cielo… Ahora te he mirado de cerca, y no eres sino una mujer y yo un hombre… ¡Oh! Ha de llegar un día en que me vengue. Andrea de Taverney: dos veces has estado entre mis manos, y ambas te he respetado: pero ¡guay de la tercera, Andrea de Taverney…! ¡Hasta la vista, Andrea!

Y se alejó como una fiera herida.