Apenas habían sonado las doce, cuando Nicolasa llamó a su señorita que permanecía aún en su habitación:
—Señorita, señorita, aquí está el señorito Felipe.
Andrea, asombrada, pero alegre al mismo tiempo, se cerró su peinador de muselina y salió a recibir al joven, que en efecto acababa de apearse del caballo en el patio de Trianón y preguntaba a algunos criados a que hora podría ver a su hermana.
Andrea, pues, abrió la puerta y hallóse con su hermano a cuyo cuello se arrojó.
Hasta entonces no notó Andrea que Felipe estaba más serio que de ordinario; que hasta su sonrisa no estaba exenta de tristeza; que llevaba su elegante uniforme con la más escrupulosa exactitud, y que sostenía en el brazo izquierdo una capa de viaje.
—¿Qué hay, Felipe? —preguntó con ese instinto peculiar de las almas tiernas, para quienes una mirada es una revelación.
—Andrea —dijo Felipe—, esta mañana he recibido la orden de que vaya a incorporarme a mi regimiento.
—¿Y te marchas?
—No puedo hacer otra cosa.
—¡Oh! —dijo Andrea exhalando en aquel grito doloroso todo su valor y parte de sus fuerzas.
Y aunque aquella marcha era naturalísima y debía esperarla, se sintió tan decaída al saberla, que tuvo que apoyarse en el brazo de su hermano.
—¡Dios mío! —preguntó Felipe admirado—, ¿por qué te aflige tanto mi marcha, Andrea? Ya sabes que esto es muy frecuente en la vida de un militar.
—Sin duda —repuso la joven—. ¿Y adónde vas, hermano?
—Mi regimiento está de guarnición en Reims; de suerte que, como ves, no necesito emprender un viaje muy largo. Es verdad que según todas las probabilidades, iremos desde allí a Estrasburgo.
—¿Y cuándo te marchas?
—Se me ha mandado que me ponga en camino enseguida.
—¿Y vienes a despedirte?
—Sí, hermana.
—¡A despedirte!
—¿Tienes alguna cosa particular que contarme, Andrea? —preguntó Felipe inquieto con aquella tristeza exagerada y que no podía provenir solamente de su marcha.
Andrea comprendió que estas palabras iban dirigidas a Nicolasa, quien contemplaba aquella escena con una sorpresa que motivaba el dolor exagerado de Andrea.
Efectivamente, la marcha de Felipe, es decir, de un oficial para su regimiento, no era una catástrofe tan grande que impulsara a derramar tantas lágrimas.
Andrea comprendió, pues, al mismo tiempo que el sentimiento de Felipe, la sorpresa de Nicolasa; cogió una manteleta, se la hecho en los hombros, y llevando a su hermano hacia la escalera, le dijo:
—Ven hasta la verja del parque, Felipe, y te llevaré a la calle cubierta, porque necesito contarte muchas cosas, hermano.
Conociendo Nicolasa que esto era mandarle que se fuese se escabulló a lo largo de la pared y entró en el cuarto de su ama, en tanto que esta bajaba la escalera con Felipe.
Andrea bajó la grada que se extiende a lo largo de la capilla y salió por el pasillo, que aún en el día va a parar al jardín; pero aunque Felipe le preguntaba a cada momento con su inquieta mirada, ella se mantuvo largo tiempo colgada de su brazo, apoyando la cabeza en el hombro sin articular una palabra.
Y desahogó su corazón derramando un raudal de lágrimas.
—Querida hermana, mi buena Andrea —exclamó Felipe—, dime por Dios qué es lo que sucede.
—Amigo mío, mi único amigo —dijo Andrea—, me dejas en medio del mundo en que he entrado ayer, y me preguntas por qué lloro. Este mundo, esta luz me espanta más que la tranquila oscuridad de nuestro viejo castillo.
—Y sin embargo, allí, querida hermana —dijo Felipe con voz triste—, también te encontrabas sola; tampoco estaba yo a tu lado para consolarte.
—Sí, pero a lo menos estaba sola, sola con mis recuerdos infantiles; me figuraba que aquella casa en que había vivido, en que había respirado, en que había muerto mi madre, me debía otorgar la protección natal, si así puede decirse; allí todo era dulce para mí, amigo mío, viéndote partir con calma y regresar con alegría. Empero, ya partieses, ya volvieras, mi corazón no era por completo tuyo, pues se interesaba en aquella casa querida, en mis jardines, en mis flores, y tú formabas únicamente una parte del todo; en vez de que hoy lo eres todo, Felipe, y cuando me abandonas me quedo sin nada.
—Y sin embargo, Andrea —dijo Felipe—, hoy cuentas con una protección mucho más poderosa que la mía.
—Es cierto.
—Y tienes un porvenir brillante…
—¿Quién sabe…?
—¿Por qué lo pones en duda?
—No lo sé.
—Eso es ser ingrata para con Dios, hermana.
—¡Oh!, no, gracias al cielo, no soy ingrata para el Señor, y por la mañana y tarde le envío un millón de gracias; pero me parece que en vez de recibirlas, cada vez que me pongo de rodillas oigo una voz que me dice: «¡Ten cuidado, joven, ten cuidado!».
—¡Pero di de qué! Convengo contigo en que te amenaza una desgracia; pero ¿presientes cual sea? ¿Sabes lo que se ha de hacer para contrarrestarla o evitarla?
—Nada sé, Felipe, sino que, ya lo ves, se me figura que mi vida depende de un hilo, y que para mí no va a lucir un momento de descanso desde que te alejes. Se me figura, en resumen, que estando durmiendo me han empujado hacia la pendiente de un precipicio extremadamente rápido para que me detenga en él al despertar; que despierto; que veo el abismo; que me arrastran a él; y que hallándote tú ausente, no estando aquí para detenerme, voy a desaparecer en él y a estrellarme.
—Hermana mía, mi buena Andrea —dijo Felipe a quien impresionó aquel acento—. Sí, pierdes un amigo pero momentáneamente; no estaré tan lejos que no puedas llamarme en caso preciso; además, piensa que, a excepción de tus quimeras, ninguna cosa te amenaza.
Andrea se paró delante de su hermano, y dijo:
—Pues entonces, Felipe, tú que eres hombre, tú que tienes más fuerza que yo, ¿por qué estás tan triste como yo en este mismo instante? Vamos, hermano, ¿cómo explicas esto?
—Sencillamente, querida hermana —dijo Felipe conteniendo a Andrea que volvía a andar de nuevo—, nosotros no somos únicamente hermanos de alma y sangre, sino también en los sentimientos: de suerte que entre nosotros reinaba una inteligencia que, para mí sobre todo, se ha convertido desde nuestra estancia en París en un hábito muy dulce. Ahora rompo estos lazos, querida amiga, o más bien, los rompen, y el golpe se hace sentir hasta mi corazón. Estoy, pues, triste por el momento, y yo, Andrea, yo me anticipo a nuestra separación, y no creo en una desgracia, sino en que no nos veremos durante algunos meses, durante un año tal vez, pero me resigno y no te digo adiós, sino hasta la vista.
A estas consoladoras palabras Andrea no pudo responder más que con lágrimas.
—Querida hermana —exclamó Felipe al ver la expresión de aquella tristeza que creía incomprensible—, tú no me lo has dicho todo y me ocultas algo: habla, en nombre del cielo, habla.
Y acercándola a sí intentó leer en sus ojos.
—No, no, Felipe, te lo juro; todo lo sabes, porque te he abierto de par en par mi corazón.
—Pues ten valor y no me aflijas de ese modo.
—Es cierto, veo que soy una loca. Escucha: nunca he tenido mucha fortaleza de ánimo; mejor lo sabes tú que nadie, Felipe; siempre he temido, siempre he soñado, siempre he estado suspirando; pero no tengo razón para asociar a mis dolorosas quimeras a un hermano a quien profeso tanta ternura, especialmente cuando me tranquiliza y me demuestra que hago mal en alarmarme. Tienes razón, Felipe, es cierto, muy cierto, aquí nada me falta. Perdóname, pues, Felipe; ya ves que me seco las lágrimas, y que en vez de llorar me sonrío. Hasta la vista, pues, Felipe, y no adiós.
Y abrazándole Andrea dejó caer una lágrima que rodó como una perla sobre la charretera de oro del gallardo oficial.
El joven la contempló con esa ternura suprema, propia al mismo tiempo de un padre y de un hermano.
—Así te quiero. Parto; pero todas las semanas te traerá el correo una carta; haz también, yo te lo suplico, que llegue a mi poder una tuya.
—Sí, Felipe —dijo Andrea—, sí, y esa será mi única alegría. ¿Pero has avisado a papá?
—¿El qué?
—Que te marchas.
—Hermana mía, el barón, por el contrario, ha sido quien me entregó esta mañana la orden del ministro. El señor de Taverney no es como tú, Andrea, y a lo que parece se pasará fácilmente sin mí: cualquiera diría que se alegra de que me marche, y en efecto, tiene razón, pues aquí no adelantaré, mientras que en el regimiento, quizá, se presente alguna buena ocasión.
—¿Papá se alegra de que te marches? —murmuró Andrea—; ¿no te equivocas, Felipe?
—Él te consolará —dijo Felipe sin contestar.
—¿Lo eres así, hermano mío? ¡Pues si jamás me ve!
—Me ha encargado te diga que hoy mismo, después que yo me vaya, vendrá a Trianón. Te ama, créelo; sólo que ama allá a su modo.
—¿Qué te sucede, Felipe? Estás como cortado.
—Querida Andrea, ha dado el reloj; ¿qué hora es?
—La una menos cuarto.
—Pues bien, querida hermana, estoy azorado porque ya hace una hora que debía haberme puesto en camino, y veo mi caballo junto a la verja. Así, pues…
Andrea se armó de valor, y apoderándose de la mano de Felipe, le dijo con un acento bastante firme, para que no hubiese afectación en su voz:
—Adiós, hermano.
—¡Hasta la vista! —replicó el mancebo—, ¡acuérdate de tu promesa!
—¿Cuál?
—De que habrás de escribirme todas las semanas.
—¡Oh! ¡Y me lo pides!
Para pronunciar estas palabras hizo un esfuerzo supremo, pues ya le faltaba la voz a la pobre niña.
Felipe volvió a saludarla con un gesto, y se alejó.
Ella le siguió con la vista, conteniendo el aliento para no suspirar.
Después de montar a caballo Felipe, volvió a decirle adiós del otro lado de la verja, y salió a galope.
Cuando Felipe se hubo alejado, se volvió Andrea y corriendo como una corza herida hacia los árboles, divisó un banco y sólo tuvo fuerzas para llegar a él y caer encima sin pulso, lánguida y casi sin vista.
Enseguida, exhalando de lo más profundo del pecho un gemido prolongado y desgarrador, exclamó:
—¡Oh! Dios mío, ¿por qué me dejáis sola en el mundo?
Y ocultó el rostro entre las manos, dejando escapar entre sus blancos dedos dos lágrimas que no podía reprimir.
En aquel momento percibióse un leve rumor detrás de los hojaranzos, y a Andrea parecióle haber oído un suspiro: se volvió asustada, y vio delante de sí un hombre con el semblante triste.
No es necesario decir quién era aquel hombre. El lector habrá adivinado que no era otro que Gilberto.