Capítulo CXIII

El duque fue adonde se encontraba Luis XV rodeado de sus cortesanos que expiaban sus miradas.

Empero Luis XV tenía otra cosa que hacer aquella noche para que fuera a mirar a aquellos señores; de suerte que despidió a todo el mundo manifestando que no cenaría, o que si cenaba sería estando solo. Entonces, viendo todos aquellos huéspedes que se les despedía, y temiendo desagradar al delfín si no concurrían a la función que daba después del ensayo, huyeron como una bandada de pichones parásitos y tendieron su vuelo hacia el que podían ver resueltos a afirmar que desertaban por el salón de Su Majestad.

Luis XV, a quien dejaban tan rápidamente, estaba muy lejos de pensar en ellos, y en cualquier otra circunstancia se hubiera reído de la pequeñez de toda aquella turba de cortesanos; pero en esta ocasión no despertó sentimiento alguno en el monarca, tan burlón, que no dispensaba ninguna enfermedad, ya fuese de espíritu, ya fuese de cuerpo y en su mejor amigo, admitiendo que Luis XV hubiese tenido amigos.

El rey fijaba toda su atención en una carroza que estaba detenida delante de la puerta de los departamentos en que se hospedaba la servidumbre, y cuyo auriga esperaba al parecer para dar de latigazos a sus caballos a que se hiciese sentir en la caja dorada el peso del amo.

Aquel carruaje rodeado de lacayos con hachones encendidos era el de la du Barry.

Esta, que sin duda se había detenido en los corredores con la esperanza de recibir allí algún mensaje del rey, apareció al fin cogida al brazo de M. de Aiguillon, conociéndose su rabia o su fastidio en la rapidez con que andaba, porque para no perder la cabeza fingía tener demasiada decisión.

El vizconde con lúgubre rostro y el sombrero aplastado por pura distracción debajo del brazo, seguía a su hermana, pues aunque no había asistido a aquel espectáculo, porque al fin se le olvidó convidarle, entró a guisa de lacayo en la antesala, tan meditabundo por lo menos como Hipólito, dejando que la pechera flotase sobre una chupa bordada de plata, y sin advertir siquiera que llevaba rotos los puños de la camisola, lo cual probaba lo triste de sus pensamientos.

Juan vio que su hermana estaba pálida y conmovida, y de esto dedujo que el peligro era grande, porque Juan era animoso en diplomacia contra los cuerpos, pero nunca contra los fantasmas.

Tras las cortinas vio el rey el aspecto melancólico de esta comitiva, y cuando se extinguió el ruido de la carroza:

—¡Oh! ¡Oh! —dijo el rey—, y sin intentar verme, sin procurar hablarme; ¡la condesa está furiosa!

Y repitió en alta voz:

—¡Efectivamente, la condesa está furiosa!

Richelieu que acababa de deslizarse en la cámara como un hombre a quien aguardan, cogió estas últimas palabras, y dijo:

—Furiosa, señor, ¿y por qué? ¿Porque Vuestra Majestad se divierte un instante? ¡Oh!, la condesa hace mal en eso.

—No es verdad, duque —respondió Luis XV—, no me divierto: al contrario, estoy fatigado y procuro sosegarme, porque la música me enerva. Si hubiese dado oídos a la condesa, hubiera tenido que ir a cenar a Luciennes, esto es, a comer y beber, y los vinos de la condesa son malos; yo no sé con que uva están hechos, pero lo cierto es que estropean el gaznate, y lo que es para eso, mejor quiero regalarme aquí.

—Vuestra Majestad tiene muchísima razón —dijo el duque.

—Además, la condesa, se distraerá: ¿soy yo acaso tan buen compañero? Diga lo que diga, no lo creo.

—Permítame Vuestra Majestad que le manifieste que ahora no tiene razón.

—Sí, la tengo, duque, si cuento mis días y reflexiono.

—Señor, la condesa sabe que de cualquier modo no encontraría mejor sociedad, y por esto se pone furiosa.

—En verdad, duque, que no sé cómo os las arregláis para manejar a las mujeres como cuando teníais veinte años. A esa edad, el hombre es quien elige; pero a la mía, duque…

—¿Qué, señor?

—¿Qué? Que la mujer es quien hace cálculos.

El mariscal se echó a reír.

—Esa es una razón más, señor —dijo—, y si Vuestra Majestad supone que la condesa se distrae, consolémonos.

—Por ahora no sé si se buscará distracciones; pero si no lo hace, lo hará.

—¡Ah!, no me atreveré a decir a Vuestra Majestad que han sucedido cosas de esas.

El rey se levantó muy agitado y preguntó:

—¿Qué gente tengo ahí?

—Todos los que se encuentran de servicio, señor.

El rey reflexionó un momento, y luego dijo:

—¿Y vos traéis a alguien?

—A Rafté, mi secretario.

—Bueno.

—¿Qué debe hacer, señor?

—Duque, es necesario que averigüe si la condesa ha regresado efectivamente a Luciennes.

—Me parece que se ha marchado.

—Aparentemente, sí.

—Pero ¿adónde quiere Vuestra Majestad que vaya?

—¿Quién sabe?, los celos la trastornan el juicio, duque.

—Señor, ¿no sería más bien Vuestra Majestad?…

—¿Qué?

—El que tiene celos.

—¡Duque!

—En verdad que sería una cosa humillante para todos nosotros, señor.

—¡Yo celos! —repuso Luis XV riéndose, pero con risa fingida—: ¿De veras, duque?, ¿habláis en serio?

En efecto, Richelieu no lo creía, y aun es preciso confesar que se acercaba no poco a la verdad pensando, por el contrario, que el rey sólo deseaba averiguar si la condesa se había marchado real y verdaderamente a Luciennes, para quedar tranquilo de que no volvería a Trianón.

—¿Conque envío a Rafté de espía, señor? —dijo el duque.

—Sí, enviadlo.

—Y ahora, ¿qué desea hacer Vuestra Majestad antes de ponerse a cenar?

—Nada, porque cenaremos enseguida. ¿Está prevenida la persona en cuestión?

—Sí, y se encuentra en la antecámara de Vuestra Majestad.

—¿Ha dicho algo?

—Que daba un millón de gracias.

—¿Y la hija?

—Todavía no se la ha hablado.

—Duque, la condesa está celosa y puede volver.

—¡Ah!, señor, eso sería de muy mal gusto, y creo que la condesa es incapaz de incurrir en semejante disparate.

—Duque, cuando está así es capaz de todo, especialmente cuando el rencor se une a los celos. ¿Sabéis que os aborrece?

Richelieu hizo una inclinación.

—Sé que me dispensa ese honor.

—También aborrece a Taverney.

—Si Vuestra Majestad tuviese la bondad de contar bien, estoy seguro de que hallaría a otra persona a quien aborrece mucho más que a mí y al barón.

—¿Qué persona es esa?

—Andrea de Taverney.

—¡Ah! —exclamó Luis XV—, es muy natural.

—Sí, pero esto no quita, duque, que cuidemos que la condesa no escandalice esta noche.

—Todo lo contrario, y eso demuestra lo necesario que es tomar una medida.

—Silencio, que viene el mayordomo mayor; dad las órdenes convenientes a Rafté, y venid a reuniros conmigo en el comedor con la persona consabida.

Luis XV se levantó y pasó al comedor, mientras que Richelieu salía por la puerta contraria.

Después de cinco minutos fue a reunirse con el rey, acompañado del barón.

El rey dio a Taverney las buenas noches con amabilidad.

El barón era hombre de talento, de manera que respondía de ese modo peculiar a ciertas gentes, que hace que los reyes y príncipes los reconozcan por suyos, tratándolos enseguida con llaneza.

Sentáronse los tres a la mesa y empezaron a cenar.

Luis XV era mal rey, pero un hombre encantador, y su compañía, cuando se le antojaba, no carecía de atractivos para los bebedores amigos de conversar y aficionados a la molicie.

En fin, el rey había tomado la vida bajo su aspecto agradable.

Comió con apetito, ordenó que se echase de beber a sus convidados y entabló la conversación sobre la música.

Richelieu no desperdició la ocasión para decir:

—Señor, si la música pone a los hombres de acuerdo, como afirma nuestro bastonero, y piensa, según parece, Vuestra Majestad, ¿se puede decir lo mismo de las mujeres?

—No me habléis de mujeres, duque —dijo el rey—. Desde la Guerra de Troya hasta nuestros días, siempre han causado las mujeres un efecto opuesto a la música. Vos, más que nadie, tenéis que arreglar grandes cuentas con ellas para ir a suscitar semejante conversación; yo conozco a una, y ciertamente que no es la menos peligrosa, que está a matar con vos.

—¡La condesa, señor! ¿Y soy yo culpable?

—Sin duda.

—Supongo que Vuestra Majestad me explicará…

—En dos palabras y con mucho placer —dijo el rey con tono chancero.

—Os escucho, pues, señor.

—Porque os ofreció la cartera de no sé qué ministerio, y vos no habéis querido admitirla, porque, según decís, la condesa no puede ser más impopular.

—¡Señor! —exclamó Richelieu, bastante cortado al ver el giro que tomaba la conversación.

—A lo menos —dijo el rey con esa afectada candidez que le era enteramente particular—, eso se dice. No sé quien me lo ha dicho… seguramente lo habré leído en la Gaceta.

—Pues bien, señor —dijo Richelieu aprovechándose de la libertad que concedía a sus convidados el tono alegre y poco natural en su augusto huésped—, confieso que lo es esta vez la voz pública, y aun las Gacetas, han referido cosas no tan disparatadas como por lo regular sucede.

—¡Cómo! —exclamó Luis XV—, ¿conque real y verdaderamente habéis rechazado una cartera, querido duque?

La posición del duque era delicada, pues el rey sabía mejor que nadie que no existía tal negativa a admitir la cartera; pero Taverney debía continuar creyendo lo que el mariscal le había contado: tratábase, pues, por parte de este, de responder con suficiente habilidad para libertarse de la burla del rey, sin exponerse a que el barón le llamara embustero, como lo revelaba su sonrisa y el movimiento de sus labios.

—Señor —repuso Richelieu—, no busquemos los efectos, sino la causa. Que me haya o no me haya negado a admitir la cartera, eso es un secreto de Estado que Vuestra Majestad no puede propalar entre los vasos, sino la causa por qué hubiera rehusado la cartera si me la hubiesen ofrecido: esto es lo esencial.

—¡Oh! ¡Oh!, duque —exclamó el rey riéndose—; y esa causa no es un secreto de Estado, a lo que parece.

—No, señor, y especialmente para Vuestra Majestad, para mí y para mi amigo el barón de Taverney, en este instante, aunque perdone la divinidad, el anfitrión más mortal y amable que se puede dar. No guardo, pues, secretos para mi rey, y le abro mi alma de par en par, porque no consiento se diga que el rey de Francia tiene un servidor que oculta la verdad.

—Vamos a ver —dijo el rey, mientras que Taverney, bastante inquieto porque temía no hablase Richelieu demasiado, se mordía los labios y modelaba su rostro por el del rey.

—Señor, en vuestro reino existen dos poderes a que debe obedecer un ministro: el primero es vuestra voluntad, y el segundo la de los amigos íntimos que Vuestra Majestad se digna elegir; el primer poder es irresistible, y nadie debe pensar en rehuirle: el segundo es mucho más sagrado, porque impone deberes de corazón a todo el que os sirve. Ese poder es vuestra confianza, y un ministro debe amar si ha de obedecerle al favorito o favorita de su rey.

Luis XV soltó la carcajada, diciendo:

—Duque, esa es una máxima muy buena; y me congratulo mucho que salga de vuestra boca; pero ¿a que no vais a pregonarla con dos trompetas en el Puente Nuevo?

—¡Oh!, ya sé —repuso Richelieu—, que los filósofos tomarían al instante las armas; pero creo que ni a Vuestra Majestad ni a mí nos interesan mucho sus gritos; lo esencial es que las dos voluntades preponderantes del reino queden satisfechas. Pues bien, señor, la voluntad de cierta persona, lo digo con valor a Vuestra Majestad, y lo diría aunque debiera ocasionar mi desgracia, esto es, mi muerte, la voluntad de la condesa du Barry, en fin, es tal, que no suscribiría a ella.

El rey nada respondió.

—Me ha ocurrido una idea —continuó Richelieu—, el otro día miraba en torno mío en la corte de Vuestra Majestad, y con verdad declaro que al ver tantas jóvenes bonitas y nobles, tantas señoras radiantes de belleza, si hubiera sido rey, casi me habría sido imposible elegir.

Luis XV se volvió hacia Taverney, quien viendo que poco a poco se entraba en materia, temblaba de temor y de esperanza, mientras que animaba con la vista y el aliento la elocuencia del mariscal, como si empujase hacia el puerto el buque en que fuera su fortuna.

—Decidme vuestra manera de pensar, barón —dijo el rey.

—Señor —respondió Taverney, con el corazón henchido de orgullo—, creo que el duque está diciendo a Vuestra Majestad excelentes cosas.

—¿Es decir, que opináis como él acerca de las jóvenes bonitas?

—Creo, señor, que en efecto las hay muy bellas en la corte de Francia.

—¿Conque sois de su mismo parecer?

—Sí, señor.

—¿Y me exhortáis como él a que escoja entre las damas de la corte?

—Me atrevería a declarar que pienso lo mismo que el duque, si creyese, señor, que esa es la opinión de Vuestra Majestad.

Al llegar aquí hubo un momento de silencio, durante el cual miró el monarca a Taverney en extremo.

—Señores —dijo enseguida—, sí tuviera treinta años, seguiría, sin vacilar, vuestro dictamen, porque entonces sería fácil de comprender en mí cualquiera inclinación; pero ya soy algo viejo para ser inocente.

—¡Inocente!, señor; ruego a Vuestra Majestad que explique el significado de esa palabra.

—Ser inocente, querido duque, significa creer, y nadie hará que crea ciertas cosas.

—¿Qué cosas?

—Que los viejos puedan inspirar amor.

—¡Ah!, señor —exclamó Richelieu—, hasta ahora había creído que Vuestra Majestad era el caballero más cortés de su reino; pero veo con profundo sentimiento que me había equivocado.

—¿Y por qué? —preguntó el rey riéndose.

—Porque yo soy tan viejo como Matusalén, yo nací en el año noventa y cuatro… No lo echéis en olvido, señor, tengo dieciséis años más que Vuestra Majestad.

No podía ser más astuta aquella manera de adular al monarca, pues Luis XV no cesaba de admirar lo viejo que era el duque, a cuyo servicio habían muerto infinidad de jóvenes. Nada tenía de particular que confiase el rey en vivir tanto como él.

—Convenido —dijo Luis XV—; pero supongo, duque, que no os imaginaréis que hay quien os ame por vuestro mérito personal.

—Si yo pensase eso, señor, me indispondría con dos mujeres que esta mañana me dijeron lo contrario.

—Veremos, Taverney, veremos duque; los jóvenes rejuvenecen a los viejos, ¿no es verdad?

—Sí, sí, y la sangre noble es una infusión saludable, sin mencionar que en el cambio, un talento tan rico como el de Vuestra Majestad siempre gana y nunca pierde.

—No obstante —observó Luis XV—, me acuerdo que cuando mi abuelo llegó a ser viejo, no cortejó a las mujeres con la misma osadía que antes.

—Vamos, vamos, señor —repuso Richelieu—, ya sabe Vuestra Majestad el respeto que profeso al difunto rey que me envió dos veces a la Bastilla, pero esto no quita que entre la edad madura de Luis XIV y la de Luis XV no quepan comparaciones. ¡Qué diablos! Vuestra Majestad católica, por mucha estima en que tenga el título de hijo primogénito de la Iglesia, no lleva el ascetismo hasta olvidar su humanidad.

—¡Por mi fe! —dijo Luis XV—, lo declaro, puesto que no tengo aquí ni médico ni confesor.

—Pues bien, señor, el rey vuestro abuelo admiraba frecuentemente con su celo religioso y exagerado, y sus mortificaciones que no tenían número, a madame Maintenón de más edad, no obstante, que él. Lo repito señor, ¿cabe comparación entre esas dos Majestades?

El rey aquella noche estaba inspirado y las palabras de Richelieu eran otras tantas gotas de agua desprendidas de la fuente de Juvencio.

Richelieu creyó que ya había llegado el momento oportuno, y tocó con la rodilla a Taverney.

—Señor —dijo este—, ¿me consiente Vuestra Majestad que le dé las más expresivas gracias por el magnífico regalo que ha hecho a mi hija?

—Eso no vale nada, barón —dijo el rey—, la señorita de Taverney me agrada, porque en su rostro están grabados el pudor y la gracia. Desearía que mis hijas tuviesen que tomar aún alguna dama a su servicio, porque de seguro la señorita Andrea… ¿no es ese su nombre?

—Efectivamente, señor —dijo Taverney enajenado de gozo al ver que el rey sabía el nombre de pila de su hija.

—Precioso nombre. Decía, que seguramente sería la señorita Andrea la primera que se hallase en lista; pero todos los puestos están ocupados en mi cámara. Mientras tanto sabed, barón, que esa joven puede contar con mi protección; ¿según creo no tiene muy buena dote?

—Por desgracia.

—Pues bien, yo me ocuparé de buscarle un buen novio.

Taverney hizo un brevísimo saludo.

—Sólo Vuestra Majestad podrá hallarlo, porque confieso que en nuestra pobreza, que raya en miseria…

—Sí, sí, descuidad respecto a ese punto —dijo Luis XV—, pero me parece muy joven, y eso no urge tanto aún.

—Urge tanto menos, señor, cuanto que Vuestra Majestad profesa horror a los matrimonios.

—¿Lo oís? —dijo Luis XV frotándose las manos y mirando a Richelieu—. Pues bien, de todos modos, si os veis apurado, señor de Taverney, elegidme a mí por novio.

Dicho esto se levantó Luis XV, y dirigiéndose al duque le dijo:

—Mariscal.

El duque se aproximó al rey.

—¿Ha quedado satisfecha la chica?

—¿Con qué, señor?

—Con el cofre.

—Dispénseme Vuestra Majestad si le hablo bajo; pero el padre escucha, y no conviene que oiga lo que voy a deciros.

—¡Bah!

—No.

—Pues bien, hablad.

—Señor, la chica odia el casamiento, es cierto, pero aseguro que Vuestra Majestad no le causa horror.

Y esto diciendo, con una familiaridad que agradó al rey por el exceso mismo de la franqueza, el mariscal corrió adonde esperaba Taverney, quien por respeto se había retirado al umbral de la galería.

Los dos se dirigieron a los jardines.

La noche era espléndida; dos lacayos iban delante de ellos, llevando antorchas en una mano y apartando con la otra las floridas ramas de los arbustos; y aún estaban las ventanas de Trianón iluminadas por dentro y empañadas con el aliento inflamado de las cincuenta personas que había invitado la delfina.

La música de Su Majestad animaba el baile.

Tras un frondoso bosquecillo de lilas y abedules, Gilberto arrodillado en el suelo observaba el movimiento de las sombras detrás de las diáfanas tapicerías.

Aunque el cielo se hubiese desplomado, no hubiese sacado de su contemplación a aquel joven.

No obstante, cuando Richelieu y Taverney pasaron rozando por el bosquecillo en que estaba escondido aquel pájaro nocturno, el sonido de su voz y cierta palabra hicieron levantar la cabeza a Gilberto.

El mariscal, apoyado en el brazo de su amigo y hablándole al oído, decía:

—Es necesario enviar a tu hija a un convento.

—¿Por qué? —preguntó el barón.

—Porque apuesto a que el rey —respondió el mariscal—, está locamente enamorado de tu hija.

Estas palabras hicieron palidecer a Gilberto.