No hacía mucho que Taverney aguardaba, cuando Richelieu salió de la cámara del rey con un bulto que el barón no pudo ver, pues iba cubierto con un paño de seda.
Empero el mariscal sacó a su amigo de su inquietud, conduciéndolo hacia la galería.
—Amigo mío —dijo así que se vio solo con él—; creo que en ocasiones has dudado de la amistad que te profeso.
—Pero no desde que nos reconciliamos —objetó el barón.
—Pero ¿has llegado a dudar que tú y tus hijos haríais fortuna?
—¡Oh!, lo que es eso, sí.
—Pues no tienes razón, porque tu fortuna y la de tus hijos crecen con una rapidez asombrosa.
—¡Bah! —dijo Taverney, quien vislumbraba ya parte de la verdad, pero que no se hubiese entregado a Dios, y de consiguiente se abstenía muy bien de entregarse al diablo—. ¿Y en qué se nota que mis hijos adelantan en fortuna?
—A Felipe ya lo tenemos de capitán al frente de una compañía costeada por el rey.
—¡Oh!, es verdad y a ti te lo debo.
—De ningún modo. Pronto vamos a ver a la señorita de Taverney siendo marquesa quizá…
—Vamos, y cómo mi hija…
—Óyeme con atención y comprende, Taverney; el rey tiene buen gusto, y la belleza, la gracia y la virtud, cuando van acompañadas de talento, cautivan a Su Majestad… Ahora bien, la señorita de Taverney, reúne todas estas ventajas en grado superlativo… y por lo mismo Su Majestad está entusiasmado con ella.
—Richelieu —replicó el barón adoptando un aire de dignidad más que grotesco para el mariscal—; ¿qué entiendes tú por entusiasmo?
A Richelieu no le agradaban las pretensiones, y así contestó bruscamente:
—Barón, yo no soy muy fuerte en materias de lenguaje, y hasta sé muy poca ortografía; pero la palabra entusiasmo, siempre ha expresado una gran admiración y nada más… Si tú sientes que el rey esté contento con la hermosura, talento y mérito de tus hijos, no necesitas más que hablar. Me vuelvo al lado de Su Majestad.
Richelieu dio una vuelta sobre sus talones con una facilidad propia enteramente de un joven.
—No me has entendido, duque —repuso el barón deteniéndole—. ¡Voto al diablo y qué vivo eres!
—¿Por qué me dices que no estás contento?
—¡Eh!, yo no he dicho eso.
—Sí, pero pretendes que yo haga comentarios sobre el gusto del rey… ¡Vaya una tontería!
—Te repito que no he querido decir eso. Estoy contento, sí, muy contento.
—¡Ah!, tú… ¿en este caso quién es el que está descontento?, ¿tú, hija?
—¡Eh! ¡Eh!
—Querido, a tu hija la has educado a lo salvaje, que es lo que tú eres.
—Querido, la señorita mi hija se ha educado por sí, pues ya supondrás que no era cosa de ir a extenuarme… Bastante tenía con vivir en mi agujero de Taverney; de manera que la virtud ha despuntado en ella no sé por qué.
—Y luego dicen que la gente del campo sabe arrancar la mala yerba. En resumen, tu hija es una gazmoña.
—Te engañas, es una paloma.
Richelieu hizo un gesto.
—Pues trabajo le mando si ha de hallar un marido, porque con ese defecto se le presentarán muy buenas ocasiones de hacer fortuna.
Taverney miró al duque con cierta zozobra y este continuó:
—Afortunadamente para ella, el rey está tan completamente enamorado de la du Barry que nunca fijará la atención seriamente en otras.
La inquietud de Taverney se convirtió en angustia.
—Así pues —continuó diciendo Richelieu—, puede estar tranquila la virtud de tu hija; voy a hacer a Su Majestad las objeciones necesarias, y el rey no volverá a acordarse de vosotros para nada.
—Y para qué se ha de acordar, ¡por Dios! —exclamó Taverney poniéndose pálido y agitando el brazo de su amigo.
—Para hacer un obsequio a la señorita Andrea, mi querido barón.
—¡Un obsequio…!, ¿y qué es? —dijo Taverney lleno de codicia y esperanza.
—¡Oh!, una bagatela —dijo el mariscal afectando indiferencia—, esto, míralo…
Y sacó el estuche de debajo del paño de seda.
—¡Un estuche!
—Una bagatela… un collar que valdrá algunos miles de libras, y que Su Majestad satisfecho de haberla oído cantar su canción favorita, quisiera aceptara la cantante. Esto está muy en el orden; mas puesto que tu hija se espanta, no hablemos más de ello.
—Pero considera, duque, que eso sería ofender al rey.
—Es indudable que sería ofenderle, ¿pero no es propio acaso de la virtud ofender siempre a alguna cosa o persona?
—No pienses, duque —dijo Taverney—, que la niña es tan irracional como todo eso.
—¿Entonces eres tú y no la niña quién habla?
—¡Oh!, pero yo sé muy bien lo que hará y dirá.
—¡Qué felices son los chinos! —dijo Richelieu.
—¿Por qué? —preguntó Taverney asombrado.
—Porque en su país hay muchos canales y ríos.
—Duque, veo que varías de conversación; no hagas que me desespere y háblame.
—Ya te hablo barón, y no mudo de conversación.
—¿Entonces por qué me hablas de los chinos, ni qué relación guardan sus ríos con mi hija?
—¡Vaya si la guardan…! Te decía que los chinos tienen la dicha de poder ahogar sin que nadie les diga nada a las hijas que son sumamente virtuosas.
—Pero, querido —dijo Taverney—, es necesario ser justos. Figúrate que tienes una hija.
—Pues no la tengo; ¡voto al diablo…! Y si alguno viene a decirme que es en extremo virtuosa, ese será un pícaro.
—¿Es decir que te agradaría más que fuese tu hija otra cosa?
—¡Oh!, yo no me cuido de mis hijos así que cumplen ocho años.
—Pues escúchame a lo menos. Si el rey me encargase que fuese a ofrecer un collar a tu hija, y si tu hija se quejase a ti ¿qué harías?
—¡Oh!, amigo mío, el caso no es semejante, porque yo he vivido siempre en la corte, y tú como un hurón, y no es lo mismo. Lo que para ti es virtud, para mí es tontería, y nada tan pobre; es necesario que lo sepas para tu gobierno, ¿cómo decir a la gente: «qué haríais en esta o en otra circunstancia»? Y luego te equivocas en tus comparaciones, porque aquí no se trata de que yo ofrezca un collar a tu hija.
—Tú me lo has dicho…
—No te he dicho semejante cosa. Lo que he hecho ha sido anunciar que el rey me había ordenado tomar de su aposento un cofrecito para la señorita de Taverney, cuya voz le ha gustado; pero no he dicho ni una vez siquiera que Su Majestad me hubiese confiado el encargo de ofrecérselo a esa joven.
—Pues entonces —dijo el barón desesperado—, no sé que pensar, ni entiendo nada de tus enigmas. ¿A qué dar ese collar si no es para ofrecer? ¿A qué te encargas de ello, si tú no lo has de entregar?
Richelieu lanzó un grito como si hubiese visto una araña.
—¡Ah! —exclamó—, ¡fuera el hurón…! ¡Fuera el animalucho…!
—¿De quién hablas?
—De ti, mi buen amigo; de ti, ciudadano de la luna; ¿de dónde has salido, pobre barón?
—Lo ignoro.
—Ya se ve que lo ignoras. Mira, querido, cuando un rey hace un regalo a una mujer, y encarga esta comisión a Richelieu, el regalo es noble y la comisión está bien dada, tenlo entendido… Yo no entrego cofres, querido, pues eso es el cargo de M. Lebel. ¿No conociste a M. Lebel?
—¿Y a quién confías la misión?
—Amigo —dijo Richelieu dando una palmadita en el hombro a Taverney y acompañando aquella manifestación amistosa con una sonrisa diabólica—, cuando tengo que tratar con una virtud tan admirable como la de la señorita Andrea, soy moral como nadie; cuando me acerco a una paloma, como tú dices, nada hay en mí que denuncie al gavilán; cuando se me envía cerca de una señorita, hablo con su padre… Te hablo, pues, Taverney, y te confío el cofre para que lo entregues a tu hija… Quieres…
Y alargó el cofrecito.
—¿O no quieres?
Y retiró la mano.
—¡Oh! —repuso el barón—, dilo de una vez; di que a mí es a quien encarga Su Majestad entregue ese regalo: entonces es una cosa absolutamente paternal, y tiene otro viso.
—Para eso era necesario que sospechases de las intenciones de Su Majestad —dijo Richelieu en tono grave—, y creo que no te atreverías a ello, ¿no es cierto?
—¡Dios me libre pero el mundo… es decir, mi hija…!
Richelieu encogióse de hombros.
—¿Lo tomas o no? —dijo.
El barón alargó precipitadamente la mano.
—¿Es verdad que esto es moral? —dijo el barón con una sonrisa, prima hermana de la que Richelieu le había dirigido.
—¿No te parece, barón —dijo el mariscal—, que es de una moralidad muy pura hacer que el padre intervenga, el padre que todo lo purifica, entre el encanto del monarca y los hechizos de la hija? Que el filósofo M. de Rousseau que rondaba hace poco por ahí nos juzgue, y te dirá que San José era impuro comparado conmigo.
Richelieu pronunció estas pocas palabras con una parsimonia, una nobleza, y una afectación, que impusieron silencio a las observaciones de Taverney, y le hicieron creer que debía hallarse convencido.
Cogió, pues, la mano de su ilustre amigo, y estrechándosela, le dijo:
—Gracias a tu delicadeza mi hija podrá recibir este regalo.
—Base de esa fortuna de que te hablé al principio de nuestra enojosa discusión sobre la virtud.
—Gracias, querido duque, te doy las gracias con toda mi alma.
—Óyeme: este favor no debe llegar a oídos de los amigos de la du Barry, porque sería capaz de abandonar al rey y huir.
—¡Y el rey no nos perdonaría!
—No lo sé, pero lo que es la condesa lo tendría presente, y yo me perdería… Guarda, pues, sigilo.
—No tengas cuidado; pero da un millón de gracias al rey en mi nombre.
—Y de tu hija; no dejaré de hacerlo… Pero aun estás de favor… tú eres quien dará las gracias al rey esta noche, querido, porque Su Majestad, te invita a cenar.
—¿A mí?
—A ti, Taverney; estaremos como de casa Su Majestad, tú y yo; así podremos hablar acerca de la virtud de tu hija. Adiós, barón, veo a la du Barry con mi sobrino Aiguillon, y no hay necesidad de que nos vea juntos.
Dijo, y tan ligero como un paje huyó por el otro extremo de la galería, dejando a Taverney con su cofre, como un niño sajón que despierta con los juguetes que su madre le ha puesto en la mano, mientras se hallaba durmiendo.