Principió el ensayo, y todos se olvidaron de Rousseau, para fijarse en el espectáculo, de manera que el filósofo pudo observarlo todo escuchando los gallos que soltaban gentileshombres vestidos de pastores, y viendo los coqueteos de las damas.
La delfina cantaba bien; pero carecía de ejecución, y además le faltaba voz.
El delfín hacía de apuntador de la ópera, que salía realmente mal.
El autor adoptó el partido de no escuchar, pero le fue difícil no oír; sin embargo, le restaba un consuelo, porque acababa de distinguir una figura deliciosa entre los ilustres comparsas, y la aldeana a quien el cielo había dotado de una figura tan interesante, cantaba con una voz que eclipsaba a todas las de la regia compañía.
Rousseau se encontró, pues, contemplando aquella encantadora figura, y se hizo todo oídos, a fin de aspirar toda la melodía de su voz.
La delfina que vio lo atento que escuchaba el autor, se persuadió con facilidad gracias a su sonrisa y a sus moribundos ojos, que le parecía satisfactoria la ejecución de los mejores trozos, y para que la felicitase, porque al fin era mujer, se inclino hacia el pupitre, preguntando:
—¿Qué tal va, señor Rousseau?
Rousseau con la boca abierta y absorto no respondió.
—Lo hacemos mal —dijo la delfina—, y el señor Rousseau no se atreve a decirlo. Yo os lo ruego, señor Rousseau.
Rousseau no dejaba de contemplar a la linda aldeana, que no había advertido la atención de que era objeto.
—¡Ah! —prosiguió la delfina siguiendo la dirección de las miradas de nuestro filósofo—, la señorita de Taverney es la que ha dado una nota en falso.
Andrea se ruborizó, y todos volvieron hacia ella la vista.
—¡No, no! —exclamó Rousseau—; al contrario, canta como un ruiseñor.
La du Barry lanzó al filósofo una ojeada más aguda que un venablo.
En cambio, el barón de Taverney sintió inundado de júbilo su corazón, y dirigió a Rousseau una encantadora sonrisa.
—¿Pensáis que esa joven canta bien? —preguntó la du Barry al rey, a quien las palabras de Rousseau habían producido una impresión visible para todos.
—No lo entiendo —dijo Luis XV— para eso se necesita ser músico.
Mientras Rousseau se agitaba en su orquesta para hacer que cantasen el coro:
Colás vuelve a su cabaña:
Celebremos tal ventura.
Al volverse, después de un ensayo, vio a M. de Jussieu que le saludaba amablemente, siendo un gran placer para el filósofo que le viera regentando la corte un cortesano que había mortificado no poco su amor propio con su superioridad.
Le devolvió, pues, su saludo y se puso a contemplar a Andrea, a quien el elogio había embellecido más y más.
El ensayo prosiguió, y la du Barry se puso de un humor atroz al ver que el rey Luis XV se distrajo dos veces con la función, y no oyó lo que le decía.
Los honores de la función debían ser forzosamente para la bella Andrea, pero esto no impidió que la delfina recogiese buena cosecha de felicitaciones, y se mostrase muy contenta.
El duque de Richelieu giraba como una mariposa en derredor de ella con la rapidez propia de un joven, y había conseguido formar en el fondo del teatro un círculo de personas alegres, cuyo centro era la delfina, y que molestaba furiosamente al partido de los du Barry.
—Parece —dijo en voz alta—, que la señorita de Taverney posee una bonita voz.
—Lindísima —dijo la delfina—, y a no ser por mi egoísmo, ella desempeñaría el papel de Colasa, pero como he escogido ese papel con el propósito de divertirme, no se lo dejo a nadie.
—¡Ah! —dijo Richelieu—, la señorita de Taverney no lo interpretaría mejor que Vuestra Alteza Real, y…
—Esa señorita es una diosa —dijo Rousseau entusiasmado.
—Así lo creo —dijo la delfina—; y si he de declarar la verdad, ella es la que me enseña mi papel; y luego baila a las mil maravillas, al paso que yo bailo muy mal.
Supónganse nuestros lectores qué efecto no producirían estas conversaciones en el rey, la du Barry, y sobre todo aquel tropel de curiosos, noveleros intrigantes y envidiosos, cada uno de los cuales recibía una satisfacción si hacía una herida, o recibía el golpe con tanto bochorno como dolor. Allí no había indiferentes, exceptuando quizá a Andrea.
La delfina, aguijoneada por Richelieu, obligó a Andrea a cantar la romanza:
Perdí mi servidor;
Colás me olvida ya.
El rey siguió la cadencia con la cabeza, con tal júbilo en cada movimiento que hacía, que la du Barry palidecía a pesar del colorete.
El mariscal, que era peor que una mujer, disfrutó su venganza al lado del barón de Taverney, a quien se había aproximado, formando aquellos dos ancianos un grupo de estatuas que podían llamarse la hipocresía y la corrupción tramando un proyecto de maridaje.
Su alegría fue tanto más intensa cuanto que la du Barry iba arrugando el entrecejo poco a poco, hasta que colmó la medida poniéndose de pie con una especie de rabia, en lo cual faltaba a todas las reglas, pues aún estaba sentado el rey.
Los cortesanos sintieron la tempestad como las hormigas, y se apresuraron a buscar un abrigo al lado de los más fuertes; de manera que se vio la delfina más rodeada que antes, de sus amigos, y a la du Barry algo abandonada por los suyos.
Poco a poco se fue apartando de su línea natural el interés del ensayo, y se fijó en otras ideas. Ya no se trataba de Colasa ni de Colás, y muchos concurrentes pensaban que acaso tendría que cantar la du Barry dentro de poco:
Perdí mi servidor;
Colás me olvida ya.
—¿Ves —dijo Richelieu en voz baja a Taverney— qué éxito el de tu hija?
Y lo condujo al corredor empujando una puerta de cristales, con cuyo movimiento dejó caer a un curioso que se había colgado de la balaustrada para ver la sala.
—¡Ah!, pillo —exclamó M. de Richelieu cepillándose la manga que se ensució con la resistencia que hizo la puerta, y, especialmente, al ver que el curioso estaba vestido como los trabajadores de palacio.
En efecto, era un jardinero, que con un canasto de flores debajo del brazo, había logrado izarse detrás de la vidriera, y fijar la vista en la sala, presenciando desde allí toda la función.
Rechazado hacia el corredor, estuvo en poco que no cayese de espaldas; pero si no cayó, derribó el canasto.
—¡Ah!, ya conozco a ese pícaro —dijo Taverney mirándole enojado.
—¿Quién es? —preguntó el duque.
—¿Qué haces aquí, tunante? —dijo Taverney.
Gilberto, pues ya habrá supuesto el lector que era él, respondió con orgullo:
—Ya lo veis, mirar.
—En vez de ocuparte en tu faena —dijo Richelieu.
—Ya la he terminado —contestó Gilberto al duque en tono humilde, sin dignarse siquiera mirar a Taverney.
—Es mucho que en todas partes he de hallar a este holgazán —dijo el barón.
—Poco a poco, caballero —interrumpió una voz con dulzura—; mi Gilberto es un buen trabajador, y un botánico muy aplicado.
Taverney se volvió y vio a M. de Jussieu que tomaba la cara a Gilberto, lo cual le enfureció, diciendo al tiempo de alejarse:
—¡Los criados, aquí!
—¡Silencio! —repuso Richelieu—, que también está ahí Nicolasa; mira hacia el rincón de aquella puerta… Desde allí no pierde la pícara ni una ojeada.
En efecto; Nicolasa estaba detrás de otras veinte criadas de Trianón, levantando por encima de ellas su linda cabeza, y parecía que sus ojos, dilatados por la sorpresa y el asombro, todo lo querían devorar.
Gilberto la divisó y echó por otro lado.
—Ven, ven —dijo el duque a Taverney—, me parece que el rey desea hablarte.
Y los dos amigos se alejaron en dirección al palco regio.
La du Barry, de pie, contemplaba a M. de Aiguillon, que también se encontraba de pie, y este no perdía de vista ningún movimiento de su tío.
Rousseau, que se había quedado solo, admiraba a Andrea, estando ocupado, si se nos permite que empleemos esta expresión, en enamorarse de ella.
Los ilustres actores iban a desnudarse en sus cuartos, donde Gilberto había renovado las flores.
Taverney aguardaba en el pasillo, pues M. de Richelieu había ido en busca del rey, y tan pronto sentía helársele, como abrasársele el corazón, hasta que por último regresó el duque y se llevó un dedo a los labios.
Taverney palideció de gozo, y salió a recibir a su amigo, que le condujo al palco del rey.
Allí oyeron lo que pocas personas podían oír.
La du Barry preguntó al rey:
—¿Espero esta noche a Vuestra Majestad a la hora de cenar?
Y el rey contestó:
—No, condesa porque estoy cansado.
En aquel momento llegó el delfín, y siguiendo las mismas huellas que la condesa, sin verla al parecer, dijo:
—Señor, ¿nos dispensará Vuestra Majestad el honor de cenar en Trianón?
—Me es imposible, hijo mío; ahora mismo estaba diciendo a la señora que me encuentro fatigado; vosotros con vuestra juventud me aturdiríais, y quiero cenar solo.
El delfín se inclinó y se marchó; la du Barry hizo un profundo saludo y se retiró temblando de rabia.
El rey hizo entonces una seña a Richelieu, y le dijo:
—Deseo hablaros de cierto asunto que os interesa.
—Señor…
—Estoy disgustado… y necesito que me expliquéis… Mirad, puesto que ceno solo, me haréis compañía.
Y a todo esto miraba el monarca a Taverney.
—Duque, ¿es cierto que no conocéis a ese caballero?
—¿Al señor de Taverney? Sí, le conozco, señor.
—¡Ah!, es el padre de la bella cantante.
—Sí, señor.
—Oídme, duque.
El rey se bajó para hablar al oído de Richelieu.
Taverney se clavó las uñas en la piel para disimular su emoción.
Al cabo de un momento, Richelieu pasó por delante de él, y le dijo:
—Sígueme sin que lo adviertan.
—¿Adónde? —dijo Taverney con el mismo disimulo.
—Ven y lo veras.
El duque se fue, y Taverney le siguió a distancia de veinte pasos, hasta las habitaciones del rey.
El duque entró en la cámara, y Taverney se quedó en la sala inmediata.