No hablemos del viaje; a las cinco y media llegó a Trianón, donde ya se encontraba reunida la corte, y se ocupaba en preludios en tanto que llegaba el rey, pues por lo que hace al autor nadie se preocupaba de él.
Algunos sabían que M. Rousseau, natural de Ginebra, iría a dirigir el ensayo; pero lo mismo les importaba ver a Rousseau que a M. Rameau, o a M. de Marmontel, o a cualquier otro de esos animales curiosos que los cortesanos pagaban por ver, sea en sus salones, sea en las casuchas que ocupaban aquellos.
Rousseau fue recibido por el oficial que estaba de servicio, a quien M. de Cogny había recomendado le avisara así que llegase el filósofo.
El gentilhombre se presentó con su acostumbrada urbanidad, y recibió a Rousseau con muestras de aprecio; pero apenas fijó en él la vista se quedó asombrado y no pudo menos que volverle a examinar.
Rousseau estaba cubierto de polvo, ajado, pálido, y con aquella palidez resaltaba todavía más su barba de ermitaño pudiendo asegurarse que ningún espejo de Versalles reflejaba una figura semejante.
Aquel examen disgustó a Rousseau, pero aumentó su disgusto cuando, al acercarse a la sala en que debía darse la función, vio unos trajes tan espléndidos y aquellas telas bordadas de seda, diamantes y cordones azules, que producían sobre el dorado de los salones, el efecto que forma un ramillete de flores en un gran canasto.
Tampoco se encontró Rousseau muy a sus anchas cuando respiró aquella atmósfera llena de ámbar, olor penetrante y que embriagaba los sentidos de un plebeyo.
Pero continuó adelante porque muchos fijaban la vista en él, que deslustraba el brillo de aquella reunión.
Su introductor le acompañó hasta la orquesta, donde le esperaban los músicos.
Allí respiró un tanto, y mientras se ejecutaba su opereta, pensó con seriedad que estaba en lo más fuerte del peligro, que ya no tenía remedio, y que todos los raciocinios del mundo no podían evitarlo.
Su Alteza la delfina estaba ya en el escenario con su traje de Colasa, aguardando a su Colás.
M. de Cogny se hallaba en su cuarto cambiando de traje.
De pronto vio al rey en mitad de un círculo de cabezas profundamente inclinadas.
Luis XV se sonreía y, juzgando por las apariencias, iba de muy buen humor.
El delfín se sentó a su derecha y el conde de Provence tomó asiendo a la izquierda. Las cincuenta personas de que se componía la reunión, reunión íntima si las hay, se sentaron a una indicación del monarca.
—Y bien, ¿no se, empieza? —preguntó Luis XV.
—Señor —contestó la delfina—, no están vestidos todavía los pastores y pastoras y estamos esperándolos.
—¿No es lo mismo que sea con el traje ordinario? —preguntó el rey.
—No, señor —replicó la delfina—, porque queremos ensayar con los trajes que hemos de sacar en la ópera para ver el efecto que producen con las luces.
—Lo creo muy justo, señora —dijo el rey—, paseémonos en tanto.
Y Luis XV levantóse para dar una vuelta por el corredor y el escenario, pero bastante intranquilo al ver que no llegaba la du Barry.
Cuando el rey dejó su palco, Rousseau comparó melancólicamente y palpitándole el corazón con violencia, aquella sala vacía y su mismo aislamiento.
Efectivamente, formaba un contraste bien extraño con la acogida que había temido le dispensasen.
Llegó a creer que al verle se abrirían todos los grupos para dejarle pasar, que la curiosidad de los cortesanos sería más molesta y significativa que la de los parisienses, que le harían muchas preguntas, que tendría que presentarse a esta y a la otra persona, y en vez de ocurrir así, nadie fijaba en él la atención.
Y en el fondo de su alma se consideraba bastante humillado al pensar que allí sólo era un director de orquesta.
De pronto se aproximó a él un oficial y le preguntó si era M. de Rousseau.
—Sí, señor —respondió.
—La señora delfina desea hablaros —le dijo el oficial.
Rousseau se levantó muy conmovido.
Su Alteza le esperaba con la Arieta de Colasa en la mano, arieta que empieza: ¡Oh Dios!, perdí mi dicha….
Así que vio a Rousseau corrió a él, y el filósofo la saludó humildemente, diciendo allá para sí que saludaba a una mujer y no a una princesa.
La princesa por su parte saludó con amabilidad al silvestre filósofo como podía saludar al caballero más cumplido de Europa.
Enseguida solicitó consejo acerca de la cadencia que debía dar al tercer verso: No me ama ya Colás…
Rousseau expuso una teoría de declamación y melopea, que fue interrumpida a pesar de toda su sabiduría por la repentina llegada del rey y algunos cortesanos.
Su Majestad llegó al vestuario, donde el filósofo estaba dando lección de aquel modo.
El primer impulso, el primer sentimiento de Luis XV, al ver el descuido en el vestir de aquel personaje, fue exactamente el mismo que el de M. de Cogny; no existía más diferencia sino que Cogny conocía a Rousseau y Luis XV no.
Examinó, pues, con detenimiento al filósofo, al mismo tiempo que recibía los cumplimientos de la delfina, que le dirigió una penetrante mirada.
Aquella mirada llena de regia autoridad, aquella mirada que no estaba habituada a bajarse ante ninguna otra, causó en Rousseau un efecto indecible, en Rousseau cuyos ojos eran vivos, pero indecisos y tímidos.
La delfina esperó que el rey hubiese terminado su examen, y entonces se puso al lado de Rousseau, diciendo:
—¿Me consiente Vuestra Majestad que le presente nuestro autor?
—¿Vuestro autor? —preguntó Luis XV, haciendo como que recordaba.
Durante este diálogo, Rousseau estaba en ascuas, pues el rey recorrió con la vista y abrasó como el sol debajo del lente aquella barba larga, aquella pechera no muy limpia, aquel polvo y aquella peluca mal peinada del escritor más eminente de su reino.
La delfina se compadeció de este último, y dijo:
—Señor Rousseau, autor de la preciosa ópera que vamos a degollar delante de Vuestra Majestad.
Entonces Luis XV alzó la cabeza, y dijo fríamente:
—¡Ah!, saludo al señor Rousseau.
Y siguió mirándole como para demostrarle lo mal vestido que iba.
Rousseau se interrogó a sí mismo cómo se saludaba al rey de Francia sin ser un cortesano, pero también sin pasar por impolítico, puesto que al fin se hallaba en casa de aquel príncipe.
Empero mientras que discurría de este modo, el rey le hablaba con esa facilidad propia de los príncipes que todo lo han dicho cuando dicen una cosa grata o desagradable para su interlocutor.
Rousseau se quedó petrificado, sin articular una palabra, y todas las frases que se había propuesto dirigir al tirano se le borraron de la memoria.
—Señor Rousseau —le dijo el rey, sin dejar de mirar el traje y la peluca—, habéis compuesto una música preciosa, y que me hace pasar ratos muy agradables.
Y el rey empezó a cantar con la voz más antipática a todo diapasón y melodía que se ha visto:
Si a otros galantes mancebos hubiera escuchado yo,
¡muy fácil hubiera sido robar otro corazón!
—Esto es muy bonito —dijo el rey así que terminó.
Rousseau hizo un saludo.
—Ignoro si cantaré bien —dijo la delfina.
Rousseau se volvió hacía la princesa para darle un consejo acerca de esto; pero el rey se lanzó nuevamente a cantar, entonando la romanza de Colás:
En la miserable choza donde estoy sufriendo penas,
nieves, y vientos fríos a mortificarme llegan.
Su Majestad cantaba infamemente para un músico, y Rousseau, medio lisonjeado con la memoria del monarca, y medio ofendido de su lamentable ejecución, hacía los gestos que hace un mono cuando está royendo una cebolla, es decir, que por un lado llora y por otro se ríe.
La delfina permanecía seria, con esa imperturbable sangre fría que sólo se encuentra en la corte.
El rey, sin apurarse por nada, prosiguió:
Colasa, mi pastora, Ven a vivir en ella,
y tu pastor Colás terminará sus quejas.
Rousseau sintió arder su cara, cuando el rey le dijo:
—¿Es verdad, señor de Rousseau, que os vestís algunas veces de armenio?
Al filósofo se le trabó la lengua en tal forma que ni por un reino hubiera podido hablar en aquel instante.
El rey se puso a cantar de nuevo, sin esperar a que le respondiese:
El ciego amor ignora
aunque haya quien le alabe
a do sus flechas van.
—Según parece, vivís en la calle de Plastrière, ¿no es cierto, señor Rousseau? —dijo el rey.
Rousseau contestó con la cabeza afirmativamente; pero aquella era la última thule[37] de sus fuerzas, no habiendo necesitado jamás llamar tantas en su auxilio.
El rey tatareó:
Es un niño… Es un niño…
—Dícese que os lleváis muy mal con Voltaire, señor Rousseau.
Rousseau perdió al oír esto el poco seso que le quedaba y toda su serenidad; pero sin apiadarse de él el rey continuó en su feroz melomanía, cantando al mismo tiempo que se alejaba, con acompañamientos de orquesta capaces de matar a Apolo, como este mató a Marsyas[38]:
Bailemos bajo los olmos;
a bailar, lindas zagalas.
Rousseau se encontró solo en medio del vestuario, pues la delfina le dejó para ir a dar la última mano a su tocado.
Salió el filósofo con precipitación y llegó al corredor; pero a lo mejor tropezó con una pareja cubierta de diamantes, flores y encajes que llenaba el corredor, aunque el joven estrechaba muy tiernamente el brazo de su compañera.
Esta, con su precioso traje, su gigantesco prendido, su abanico y sus perfumes estaba tan brillante como un astro, y Rousseau fue a tropezar con ella.
El joven, delgado, de una naturaleza delicada, y luciendo un cordón azul sobre su finísima pechera inglesa, se reía a carcajadas con suma franqueza, y cesaba de pronto para hablar al oído de la dama, quien se reía a su vez manifestando que entre los dos reinaba la más cordial inteligencia.
Rousseau conoció en aquella dama a la du Barry, joven encantadora, y en cuanto la vio, sometiéndose a la costumbre que tenía de absorberse en una sola contemplación, no miró al que la acompañaba.
El joven del cordón azul era el conde de Artois, que jugueteaba muy gozoso con la querida de su padre.
Al ver la du Barry la negra figura que presentaba Rousseau, empezó a gritar:
—¡Ay Dios mío!
—¿Qué sucede? —preguntó el conde de Artois mirando a su vez al filósofo.
Y ya extendía la mano para facilitar el paso a su compañera, cuando la du Barry exclamó:
—¡M. Rousseau!
—¿Rousseau el ginebrino? —preguntó el conde de Artois con el tono de un estudiante a quien se ha dado vacaciones.
—Sí, monseñor —contestó la condesa.
—Muy buenas noches, señor Rousseau —dijo el despierto mozo al ver que Rousseau acababa de adoptar una resolución desesperada como para forzar el paso—; buenas noches… vamos a oír vuestra música.
—Monseñor —murmuró Rousseau viendo el cordón azul.
—Es preciosa música —dijo la condesa—, y muy digna del talento de su autor.
Rousseau levantó la cabeza y su mirada fue a quemarse en los chispeantes ojos de la condesa.
—¡Señora! —dijo con tono malhumorado.
—Yo haré el papel de Colás —exclamó el conde de Artois—, y vos el de Colasa.
—Con mucho gusto, monseñor, pero como no soy artista, jamás me atreveré a profanar la música del maestro.
De buena gana hubiera dado Rousseau su vida por atreverse a mirar de nuevo; pues la voz, el tono, la lisonja, la hermosura, fueron para su corazón otros tantos anzuelos.
Pretendió huir, pero el príncipe le detuvo diciéndole:
—Señor Rousseau, desearía que me enseñaseis el papel de Colás.
—Por mi parte no le pediría consejos para el de Colasa —dijo la condesa afectando timidez, de suerte que concluyó de anonadar al filósofo.
Los ojos de este, no obstante, preguntaron por qué.
—El señor me aborrece —dijo la condesa al príncipe con su encantadora voz.
—¿Puede ser eso? —exclamó el conde de Artois—, ¿aborreceros a vos, señora?
—Ya lo veis —dijo.
—M. Rousseau es sumamente galante y hace cosas muy lindas para que vaya a huir de una mujer tan hermosa —dijo el conde de Artois.
Rousseau suspiró, como si estuviese para exhalar el alma, y se escabulló por la estrecha abertura que el conde de Artois dejó imprudentemente entre él y la pared.
Pero estaba escrito que Rousseau no había de tener aquella noche ni un momento de placer, pues no había dado cuatro pasos cuando tropezó con otro grupo.
Componíase de dos hombres, uno viejo y otro joven.
Uno de ellos, esto es, el joven, llevaba el cordón azul, y el otro, que tendría cincuenta y cinco años, estaba vestido de encarnado, siendo pálido a fuerza de querer mostrarse austero.
Aquellos dos hombres oyeron la risa del conde de Artois, quien gritaba con voz alegre:
—¡Ah!, señor Rousseau, señor Rousseau, voy a decir que la señora condesa os ha hecho huir, y ciertamente que nadie lo querrá creer.
—¡Rousseau! —murmuraron los dos hombres.
—Sujetadle, hermano —dijo el príncipe sin dejar de reír—; sujetadle, señor de la Vauguyon.
Entonces comprendió Rousseau el peligro en que le había hecho dar su mala estrella, y dijo:
—¡El conde de Provence y el ayo de los príncipes!
El conde estorbó el paso a Rousseau diciéndole con pedantesco tono:
—Buenas noches, amigo.
Rousseau, medio loco, se inclinó diciendo para sí:
—Ahora sí que no salgo.
—¡Ah!, celebro mucho hallaros, amigo —dijo el príncipe como un maestro que buscara a un discípulo que hubiese incurrido en una falta y lo hallase al fin.
—También este se viene con absurdos cumplimientos —pensó Rousseau—. ¡Qué pesados son estos príncipes!
—Amigo, conozco vuestra traducción de Tácito.
—¡Ah!, es cierto —dijo Rousseau para sí—; este es un erudito, un pedante.
—¿Sabéis que es muy difícil traducir a Tácito?
—Eso mismo, monseñor, lo he expuesto en un prefacio.
—Sí, ya lo sé; y también decís que sabéis el latín medianamente.
—Y es verdad, monseñor.
—Y siendo así, señor Rousseau, ¿por qué traducís a Tácito?
—Monseñor, por ejercitarme en el estilo.
—¡Ah!, señor Rousseau, no habéis hecho bien en traducir imperatoria breviate por un discurso breve y conciso.
Rousseau, molesto, hizo por acordarse.
—Sí —dijo el joven príncipe con el aplomo de un viejo que corrige una falta—; sí, de ese modo habéis traducido. Eso está en el párrafo en que refiere Tácito que Pisón arengó a sus soldados.
—¿Y qué, monseñor?
—¿Y qué, señor Rousseau? Que imperatoria breviate significa con la concisión propia de un general, o de un hombre habituado a mandar. La concisión del que manda… esta es la expresión: ¿no es cierto, señor de Vauguyon?
—Sí, monseñor contestó el ayo.
Rousseau no replicó, y el príncipe agregó:
—Eso es un contrasentido, señor Rousseau… ¡Oh!, ya os cogeré en otro…
Rousseau perdió el color.
—Sí, señor Rousseau, en el párrafo relativo a Cecina. Principia así: At in superiore Germania… lo recordaréis, al hacer el retrato de Cecina; y Tácito dice: cito sermone.
—Recuerdo muy bien, monseñor.
—Esto lo habéis traducido así: hablando bien.
—Cierto, monseñor, y yo creía…
—Cito sermone significa que habla pronto, es decir fácilmente.
—¿Y yo he dicho hablando bien?
—Para eso debió escribir Tácito decoro u ornato o eleganti sermone, porque cito es un epíteto pintoresco, señor Rousseau. Lo mismo que en la descripción del cambio de conducta de Otón. Tácito dice: «Delatie voluptate, dissimulata luxuria, cuneta, que ad imperii decorem composita».
—Que yo traduje: dejando para otros tiempos el lujo y la molicie sorprendió a todo el mundo y se dedicó a restablecer la gloria del imperio.
—Muy mal hecho, señor Rousseau, muy mal; porque en primer término habéis formado sólo una frase de tres, lo cual os ha obligado a no traducir dissimulata luxuria; en segundo lugar habéis cometido un contrasentido en el último miembro de la frase, pues Tácito no pretendió decir que el emperador Otón se dedicase a restablecer la gloria del imperio, sino que no satisfaciendo sus pasiones y ocultando sus hábitos de lujo, Otón lo acomodaba todo, todo lo aplicaba, hacía que todo redundase… todo, lo oís, ¿señor Rousseau?, esto es, sus pasiones y hasta sus vicios en gloria del imperio. Este es el sentido complejo, en vez del vuestro que es sumamente limitado, ¿no es cierto, señor de la Vauguyon?
—Sí, monseñor.
Rousseau sudaba con aquella despiadada presión.
El príncipe le dejó respirar un segundo y luego le dijo:
—En la filosofía sois mucho más superior.
Rousseau se inclinó.
—Únicamente que vuestro Emilio es un león peligroso.
—¿Qué queréis decir?
—Digo peligroso por las numerosas ideas falsas que imbuirá a los hijos de la clase media.
—Monseñor, desde el instante en que un hombre llega a ser padre, entra en las condiciones de mi libro, sea el primero o el último del reino, porque el ser padre es…
—Decidme, señor Rousseau —preguntó de repente el mal intencionado príncipe—, ¿no es cierto que es un libro muy divertido ese de las Confesiones?… Pero vamos, ¿cuántos hijos tenéis?
Rousseau se puso pálido, y alzó la vista para mirar a su joven verdugo con ojos de cólera y asombro, lo cual aumentó el maligno mal humor del conde de Provence.
No obstante, no pasó más allá, y sin aguardar la respuesta, se alejó el príncipe asido al brazo de su maestro, y prosiguiendo sus comentarios acerca de las obras del nombre a quien había atormentado tan ferozmente.
Rousseau, que sé había quedado solo, salió poco a poco de su aturdimiento al oír los primeros compases de su obertura, que principiaba a tocar la orquesta.
Y se dirigió hacia la orquesta, diciendo al caer agitado en su silla:
—Loco, estúpido, cobarde de mí, que hasta ahora no he dado con lo que debí responder a ese cruel pedantuelo. «Monseñor, debí decirle, es muy poco caritativo en un joven el mortificar a un pobre viejo».
Aquí llegaba, sumamente contento con su frase, cuando la señora delfina y M. de Cogny empezaron su dúo, teniendo Rousseau que olvidar sus pesares como filósofo, para sentir como músico, porque ya había sufrido el corazón, y ahora le tocaba al oído.