Luego que hubo salido el gentilhombre, Rousseau, exhalando un suspiro, se dejó caer en un sillón, y dijo en tono lánguido:
—¡Oh!, siempre molestándome la gente con sus persecuciones.
Teresa, que entraba a la razón, cogió estas palabras al vuelo, y poniéndose enfrente de Rousseau, le dijo:
—¡Miren el orgulloso!
—¡Yo orgulloso! —replicó Rousseau sorprendido.
—Sí, orgulloso e hipócrita.
—¿Yo?
—Tú… estás satisfecho porque vas a la corte, y disfrazas tu alegría con una fingida indiferencia.
—Como quieras —añadió Rousseau encogiéndose de hombros, pero humillado al ver que le conocían tan bien.
—Sí, que me vas a hacer creer que no es para ti una honra insigne que el rey escuche las melodías que tocas aquí como un holgazán en tu manicordio.
Rousseau miró a su mujer con ojos encendidos, y le dijo:
—Imbécil: a un hombre como yo, no le honra el presentarse ante un rey. ¿A qué debe ese hombre el sentarse en el trono? A un capricho de la Naturaleza que ha hecho nazca de una reina, pero yo soy merecedor de ser llamado a presencia del rey para recrearle, y esto es debido a mi trabajo y al talento que he adquirido trabajando.
Teresa no era mujer que se dejara vencer así.
—Debía oírte M. de Sartine razonar de ese modo, que no te faltaría un lugar en Bicètre, o un palco en Charenton.
—Porque ese M. de Sartine —dijo Rousseau—, es un tirano pagado por otro igual, y el hombre que sólo cuenta con su ingenio, no tiene defensa contra los tiranos; pero, si M. de Sartine me persiguiese…
—¿Qué sucedería? —dijo Teresa.
—¡Ah!, sí —suspiró Rousseau—; sé que mis enemigos se alegrarían, no lo ignoro.
—¿Y por qué te has creado enemigos? —dijo Teresa—, porque eres un perverso, y porque has molestado a todo el mundo. ¡Ah! ¡M. de Voltaire si que tiene amigos!
—Efectivamente —respondió Rousseau con una sonrisa angelical.
—Y por eso es caballero M. de Voltaire, por eso es amigo del rey de Prusia, y posee caballos, y es rico, y tiene un palacio en Ferney… Y todo esto lo debe a su mérito… Así es que cuando va a la corte, no se la echa de desdeñoso, y está igual que en su casa.
—¿Y piensas tú —dijo Rousseau—, que yo no estaré allí como en la mía? ¿No sé, por ventura, quién paga lo que allí se derrocha y que me dejo engañar por los respetos que allí se rinden al soberano? ¡Pobre mujer, que todo lo juzga al revés, piensa que si me la echo de desdeñoso, es porque miro desdeñosamente, que si miro con desdén el lugar de los cortesanos, es porque han robado ese lujo!
—¡Robado! —dijo Teresa con una indignación que no tuvo límites.
—¡Sí, robado!, a ti, a mí, a todo el mundo. Todo el oro que llevan en sus trajes debieran darlo a los que ni aun tienen pan; y aquí tienes por qué yo, que pienso en todo esto, voy con repugnancia a la corte.
—Yo no digo que el pueblo sea feliz —dijo Teresa—, pero al fin el rey es rey.
—Por eso acato sus órdenes: ¿qué más desea, pues?
—Las acatas, porque temes; que no se diga, que vas a una parte a disgusto, y que eres un hombre valeroso, porque contestaré que eres un hipócrita, y que te satisface eso.
—Yo no tengo miedo a nada —exclamó Rousseau con soberbia.
—¡Bueno!, ve a decir al rey la cuarta parte de lo que dijiste hace poco.
—Lo haré, seguramente, si lo creo necesario.
—¿Tú?
—Sí, yo; ¿me has visto retroceder jamás?
—¡Bah! Y no tienes valor para quitar a un gato un hueso que esté royendo por miedo de que te arañe… ¿Qué será, pues, cuanto te veas rodeado de guardias, y gente que ciñe espada?… Bien sabes que te conozco como si te hubiera parido… Ahora te pulirás, te perfumarás y te pondrás hecho un Adonis; te calzarás perfectamente, tratarás de mover los ojos de una manera interesante, porque los tienes muy pequeños y redondos, y, si los abrieras, naturalmente se verían, mientras que guiñándolos quieres demostrar que son tan grandes como una puerta cochera; llevarás las medias de seda, y la casaca de color de chocolate con botones de acero, y la peluca nueva; tomarás un faetón, y el grave filósofo irá a hacerse adorar de las damas… y mañana, ¡ah!, mañana te encontrarás lánguido, extasiado, porque te habrás enamorado, y escribirás rengloncitos suspirando, y regarás el café con lágrimas. ¡Oh! ¡Qué bien te conozco!
—No lo creas, amiga mía —dijo Rousseau—; ya te he dicho que para mí es un sacrificio tener que ir a la corte. Iré, porque así como así, temo el escándalo, y todo hombre honrado debe temerlo. Por otra parte, yo no soy de los que se niegan a reconocer la supremacía que un ciudadano debe tener en una república; pero en cuanto a adelantarme yo, en cuanto a echármela de cortesano, en cuanto a rozar mi vestido nuevo con las lentejuelas de esos señores mastuerzos, ¡no y no!, nunca lo haré, y si me coges en mentira, ríete de mí a tus anchas.
—¿Es decir que no te arreglas? —preguntó Teresa irónicamente.
—No.
—¿Ni llevas la peluca nueva?
—No.
—¿No guiñarás tus ojuelos?
—No, y no. Iré a la corte como un hombre libre, sin afectación y sin temor; iré como iría al teatro, y poco me importa que a los cómicos les parezca bien o mal.
—¿Siquiera te afeitarás? —dijo Teresa—; tienes una barba de medio pie de largo.
—Te digo que no me cambio de ropa ni de nada.
Teresa prorrumpió en una carcajada que confundió a Rousseau, teniendo que refugiarse en el aposento contiguo.
Para seguir Teresa sus persecuciones sacó del armario el traje de ceremonia, ropa limpia, y los zapatos muy bien lustrados, extendiéndolo todo sobre la cama y las sillas de Rousseau.
Pero este no puso atención al parecer en aquella maniobra, en vista de lo cual Teresa le dijo:
—Vamos, ya es hora de que te arregles, porque el adornarse para ir a la corte es cosa larga, y si no te das prisa no tendrás el gusto de ir a Versalles a la hora señalada.
—Te repito, Teresa —replicó Rousseau—, que estoy bien así. Este es el vestido con que me presento todos los días delante de mis conciudadanos, y un rey no es más que un ciudadano, ni más ni menos que yo.
—Vamos, vamos —dijo Teresa para tentarle y hacer que accediera a su voluntad—, no te incomodes, Jacobo, ni hagas una tontería… Aquí tienes el traje, y la navaja de afeitar está preparada, y por si estás atacado de los nervios he mandado llamar al peluquero.
—Gracias, amiga mía —respondió Rousseau—: Lo único que haré será darme un brochazo y ponerme los zapatos, por no salir con chinelas.
—¿Si tendrá una vez voluntad propia? —dijo Teresa para sí.
Y continuó excitándole unas veces por medio de la coquetería, otras procurando convencerle, y otras violentándole con sus chanzonetas; pero Rousseau la conocía, veía el lazo, y tenía la evidencia de que así que cediese se mofaría de él despiadadamente Teresa. No quiso, pues, ceder, y se abstuvo de mirar las bonitas prendas que realzaban lo que él llamaba su buen aspecto natural.
Teresa estaba espiándole, pues aún le quedaba un recurso, cual era la ojeada que nunca dejaba de echar Rousseau al espejo al tiempo de salir, porque el filósofo era curioso hasta rayar en exceso.
Empero Rousseau continuó a la defensiva, y sorprendiendo la ansiosa mirada de Teresa, volvió la espalda al espejo. Cuando llegó la hora, ya había rumiado el filósofo en su pensamiento todo lo desagradablemente sentencioso que se podía decir a un rey.
En tanto que se ponía las hebillas de los zapatos, recitó algunos trozos allá para sí, y acto seguido se metió el sombrero debajo del brazo, cogió el bastón, y aprovechándose de un instante en que Teresa no podía verle estiró la chupa y la casaca con ambas manos.
Teresa volvió a entrar y le dio un pañuelo que él metió en su ancha faltriquera, acompañándole después hasta la meseta, donde le dijo:
—Vamos, Jacobo, sé juicioso; así estás atroz, te pareces a un monedero falso.
—Adiós —contestó Rousseau.
—Cuidado, caballero —dijo Teresa—, que os pueden equivocar con un ratero.
—Ten tú cuidado con la lumbre —replicó Rousseau—, y no toques a mis papeles.
—Os aseguro que os semejáis a un policíaco.
Rousseau nada dijo; bajó la escalera, y aprovechándose de lo oscura que estaba, cepilló el sombrero con la manga, sacudió la pechera de la camisa, y se adornó rápidamente, pero con inteligencia.
Cuando llegó abajo, arrostró el barro de la calle de la Plastrière, pero sobre la punta de los pies, y se encaminó a los Campos Elíseos, donde estaban situados esos honrados carricoches a que llamaremos pataches por purismo, y que llevaban o más bien molían, aún hace diez años, de París a Versalles a los viajeros que necesitaban economizar.