Mientras que Marat filosofaba, J. J. Rousseau, sentado en actitud meditabunda delante de su mesa, reflexionaba.
Ante sí se hallaban abiertas sus obras de política y filosofía, el Emilio y el Contrato social.
—¡Oh! —exclamó leyendo un párrafo del Emilio acerca de la libertad de conciencia—; estas frases son horriblemente subversivas y yo soy el que ataca a Dios, al rey y a la sociedad. No me llama la atención que algunos malvados se hayan aprovechado de mis sofismas despojándoles de las flores de estilo con que las ven.
—Y se levantó muy agitado paseando por la habitación.
Y leyó nuevamente una página de su Vicario Saboyano.
—Sí, eso es: Reunámonos para ocuparnos de nuestra dicha… ¡Qué esto haya sido escrito por mí! Demos a nuestras virtudes la fuerza que otros dan a sus vicios. ¡También he escrito esto!
Y Rousseau se agitó con más desesperación que nunca.
—De manera, que por mi culpa se han reunido los hermanos con los hermanos, y cuando alguna vez sea descubierto e invadido uno de esos subterráneos por la policía, cogerá a toda la bandada de esos hombres que juran comerse unos a otros en caso de traición, y no faltará uno más resuelto que los demás que saque del bolsillo mi libro y diga: «¿De qué os quejáis? Nosotros somos adeptos de M. Rousseau, y seguimos un curso de filosofía». ¡Oh! ¡Cómo se reirá de esto, Voltaire! No haya temor que a este cortesano le atrapen en una madriguera por el estilo.
La idea de que Voltaire se mofaría de él enfureció en extremo al filósofo ginebrino.
En esto entró Teresa, sin que la viese con el desayuno.
Teresa advirtió que leía atentamente un trozo de las Meditaciones de un Solitario, y dijo poniendo la leche humeante sobre el mismo libro:
—Bueno, el vanidoso se mira en su propio espejo. El señor Rousseau lee sus obras para admirarse a sí mismo.
—Déjame en paz, mujer.
—¡Oh!, sí, eso es magnífico, ¿no es cierto? —dijo burlándose de él—. ¡Estáis extasiado! ¿Cómo es que los autores poseen tanta vanidad, a pesar de sus defectos, y nada nos pasan a nosotras las pobres mujeres? En cuanto se me ocurre mirarme al espejo, ya me está riñendo el caballero y llamándome coqueta.
Y la tomó con este tema, agotando la paciencia a Rousseau, como si este no hubiese recibido ricos dones de la Naturaleza para poder hacer lo que hacía.
Por lo demás, se tomó la leche sin mojar pan, y parecía que rumiaba.
—Bueno —dijo Teresa—, está reflexionando; ¿vas a componer algún otro libro lleno de picardías?
Rousseau se estremeció.
—Sin duda que estás pensando —le dijo Teresa—, en tus mujeres ideales, y de este modo escribes libros que las jóvenes no se atreven a leer, o alguna profanación que algún día quemará la mano del verdugo.
El mártir volvió a estremecerse, porque el golpe de Teresa había sido certero.
—No —repuso—, nada escribiré ya que dé lugar a que piensen mal… Al contrario, deseo componer un libro que lean con gusto todas las personas honradas.
—¡Oh!, ¡oh! —dijo Teresa cogiendo la taza—, tenéis muy llena la imaginación de ideas obscenas para que hagáis eso… El otro día, sin ir más lejos, te oí leer un pasaje de no sé donde, y hablabas de mujeres a quienes adorabas… ¡porque eres un sátiro, un mago!
La palabra mago era una de las ofensas más espantosas del vocabulario de Teresa, y siempre que la usaba se estremecía Rousseau.
—No, amiga, no, voy a escribir un librito para probar que he hallado la manera de regenerar al mundo. Sí, sí, voy a madurar este proyecto. No más revoluciones, ¡Dios mío! ¡Teresa, no quiero más revoluciones!
—¡Hum!, allá veremos —replicó Teresa—, pero llaman.
Teresa volvió un instante después con un joven de bella presencia, a quien suplicó esperase en la antesala.
Y entrando en el cuarto de Rousseau, le dijo:
—Esconde pronto esas infames obras, pues está al uno que desea verte.
—¿Quién es?
—Un señor de la corte.
—¿No te ha dicho su nombre?
—Sí, ¡cómo que yo recibo a gente que desconozca!
—Pues entonces di.
—Es M. de Cogny.
—¡M. de Cogny! —repuso Rousseau—, ¿M. de Cogny, gentilhombre de monseñor el delfín?
—Así es; y por cierto que es un mozo muy guapo y amable.
—Voy allá, Teresa.
El filósofo se arregló un poco y salió al comedor donde el cortesano aguardaba, mirando con curiosidad los vegetales secos que Rousseau había pegado sobre papel y colocado en forma de orlas sobre madera negra.
Al oír la puerta de cristal se volvió, y saludando cortésmente, dijo:
—¿Tengo el honor de hablar con M. de Rousseau?
—Sí, señor —respondió el filósofo con un tono seco que no excluía una especie de admiración a la notable hermosura y elegancia sin afectación de su interlocutor.
En verdad M. de Cogny era uno de los hombres más hermosos y amables de Francia.
Rousseau examinó con detención al joven y ya este le satisfizo con más amabilidad.
—¿En qué puedo seros útil, caballero? —le dijo.
—Ya os habrán informado que soy el conde de Cogny, y a eso añado yo que vengo de parte de Su Alteza la delfina.
Rousseau hizo un saludo, poniéndose como la grana, y Teresa, que se hallaba en un ángulo del comedor, con las manos metidas en los bolsillos de su traje, contemplaba con halagüeños ojos al simpático mensajero de la princesa más grande de Francia.
—¿Y qué desea de mí Su Alteza Real? —dijo Rousseau—… pero sentaos, si gustáis, caballero.
Rousseau se sentó, y M. de Cogny tomó asiento también, y dijo:
—Comiendo hace días Su Majestad en Trianón elogió vuestra deliciosa música, y Su Alteza, mi señora, que desea agradar a Su Majestad, ha ideado representar en Trianón una de vuestras lindísimas obras.
Rousseau hizo un saludo profundo, y el gentilhombre prosiguió:
—Vengo, pues, a pediros de parte de la señora delfina…
—¡Oh! —interrumpió Rousseau—, mi permiso para nada hace al caso. Mis obras y las arietas que forman parte de ellas, pertenecen al coliseo en que se han representado; de consiguiente a quienes se debe pedir el permiso es a los actores, y estoy segurísimo de que Su Alteza Real no hallará obstáculo alguno a sus deseos, porque para los cómicos de referencia es una fortuna representar y cantar en presencia de Su Majestad y de toda la corte.
—No es eso precisamente lo que estoy encargado de pediros —dijo M. de Cogny—; Su Alteza Real la delfina desea dar al rey una diversión más completa y más rara, sabe todas vuestras óperas…
Rousseau saludó nuevamente.
—Y las canta admirablemente.
Rousseau se mordió los labios, y dijo tartamudeando:
—¡Cuánto honor!
—Además —continuó M. de Cogny—, como hay en la corte varias damas que son excelentes cantantes, y muchos gentileshombres se ocupan de igual modo de música con buen éxito; la ópera que la señora delfina escogiese entre las vuestras sería ejecutada por esa sociedad de señoras y caballeros, cuyos principales actores serían Sus Altezas Reales.
Rousseau dio un salto sobre su silla, y dijo:
—Es muy grande el honor que se me dispensa, y os suplico deis las gracias en mi nombre a la señora delfina.
—Aun hay más —agregó M. de Cogny sonriéndose.
—¡Oh!
—Esa compañía es más ilustre que la otra; pero precisa que el maestro la dé sus consejos, porque es necesario que la ejecución sea digna del augusto espectador que ocupe el palco regio, y del ilustre autor de la obra.
Rousseau se levantó para saludar, porque aquel cumplimiento le había interesado muchísimo; saludó, pues, a M. de Cogny con bastante gracia.
—Por lo tanto —añadió el gentilhombre—, os suplica Su Alteza Real que tengáis la bondad de ir a Trianón para dirigir el ensayo general de la ópera.
—¡Oh! —dijo Rousseau—, Su Alteza Real no lo ha meditado bien… ¡Yo ir a Trianón!
—¿Por qué no? —preguntó M. de Cogny con el aire más natural del mundo.
—Caballero —dijo Rousseau—, vos sois hombre de gusto y de talento; vos tenéis mejor tacto que otros; ahora bien, contestadme con la mano puesta sobre el corazón: Rousseau el filósofo, Rousseau el proscrito, Rousseau el misántropo en la corte, ¿no es para provocar la risa de cuantos le vean y lo sepan?
—¿Y qué puede importarle a un hombre de genio la risa de los necios? Si tenéis esa debilidad, señor Rousseau, escondedla, porque ella sola haría reír a no pocos. En cuanto a lo que os digan, me confesaréis que no debe uno pensar en eso cuando se trata de complacer a una dama como Su Alteza Real la señora delfina, heredera presunta de la corona de Francia.
—¡Oh!, sí —dijo Rousseau.
—¿Será acaso —dije M. de Cogny sonriéndose—, que teméis humanizaros porque habéis tratado con dureza a los reyes? ¡Ah!, señor de Rousseau, habéis dado lecciones al género humano, y supongo que no le aborreceréis… Por otra parte, ¿no exceptuáis de vuestro odio, caso de que lo tengáis, a una dama que es de la sangre imperial?
—Caballero, me instáis con mucha gracia, pero reflexionad cuál es mi posición; yo vivo apartado, solo y sufriendo mis achaques.
Teresa hizo un gesto, y murmuró:
—¡Sus achaques…! ¡Vaya si es descontentadizo el señor!
—Por más que haga, siempre aparecerá en mi rostro y modales una huella desagradable a los ojos del rey y las princesas, que sólo buscan la alegría y el placer. ¿Qué diría a esto?… ¿Qué haría?
—Cualquiera dirá que dudáis de vos mismo, ¿pues qué, el que escribió la Nueva Eloísa y las Confesiones, no demuestra más talento para hablar y obrar que nosotros todos?
—Os digo, caballero, que no me es posible…
—Los príncipes desconocen esa palabra.
—Por eso precisamente me quedaré en mi casa.
—Señor Rousseau, creo que al temerario mensajero que se encarga de satisfacer los deseos de la señora delfina, no le causaréis el disgusto mortal de tener que volverse a Versalles avergonzado y vencido; esto lo sentiría tanto que se desterraría en el acto. Vamos, querido Rousseau, haced por mí, por un hombre que admira todas vuestras obras, lo que vuestro gran corazón negaría a reyes que os lo pidiesen.
—Vuestra extremada delicadeza me encanta, caballero; vuestra elocuencia es irresistible, y tenéis una voz que me conmueve demasiado.
—¿Es decir, que os ablandáis?
—No, no puedo… imposible; mi salud me impide emprender un viaje.
—¡Un viaje! Estáis en un error, señor Rousseau, pues en carruaje se llega en hora y cuarto.
—Para vos, que tenéis caballos magníficos, sí.
—Todos los de la corte son vuestros, señor Rousseau, estoy encargado por la señora delfina de deciros que en Trianón tenéis habitación preparada, porque no quiere que volváis tan tarde a París. Además, el señor delfín, que sabe de memoria todas vuestras obras, ha dicho delante de su corte, que tenía empeño en enseñar en su palacio la habitación que haya servido de albergue al señor Rousseau.
Teresa exhaló un grito de admiración, no por Rousseau, sino por aquel príncipe tan bueno.
Rousseau no pudo resistir a aquella muestra de benevolencia, y dijo:
—Tendré que rendirme, porque jamás he sido atacado con tanto acierto.
—Se necesita atacar a vuestro corazón —replicó M. de Cogny—, porque vuestro entendimiento es inexpugnable.
—Serviré a la señora delfina.
—¡Oh!, señor Rousseau, recibid un millón de gracias, por lo que respecta a mí, y por lo que se refiere a la señora delfina, permitidme que no os las dé en su nombre, porque sentiría Su Alteza Real que yo me hubiese anticipado, cuando desea dároslas personalmente. Además, ya sabéis que al hombre toca expresar su gratitud a una mujer joven y adorable que le pide un favor.
—Verdad, caballero —respondió Rousseau sonriéndose—; pero los que somos viejos tenemos el privilegio de que nos rueguen las mujeres bonitas.
—Señor Rousseau, tened la bondad de indicarme a qué hora queréis os mande mi carroza, o más bien, yo vendré por vos para acompañaros.
—A eso no cedo, caballero —dijo Rousseau—. Iré a Trianón; pero permitidme que vaya a mi gusto y como se me antoje; desde este instante no volváis a ocuparos de mí, decidme la hora y esto basta.
—¡Cómo! ¿No queréis que sea vuestro introductor? Es verdad que no soy digno de tamaña honra, y que un nombre como el vuestro se anuncia bien por sí solo.
—Caballero, sé que sois en palacio más que yo en ningún sitio del mundo, y por tanto no rehúso vuestra oferta por lo que atañe a vuestra persona, sino porque deseo obrar a mis anchas; quiero ir a Trianón como si fuese a paseo, y, en fin… tal es mi voluntad.
—Obedezco, pues, y me guardaría muy bien de desagradaros por nada de este mundo. El ensayo es esta tarde a las seis.
—Pues bien, a las seis menos cuarto me hallaré en Trianón.
—¿Y cómo?
—Eso es cosa mía; he aquí mis carruajes.
Y mostró la pierna bien formada todavía, y que calzaba con una especie de pretensión.
—¿Pero vais a andar cinco leguas? —añadió M. de Cogny asombrado—; pensad que os vais a estropear, y pasar una mala noche.
—Es que también poseo carruaje y caballos; carruaje fraternal, carroza popular, que lo mismo es del vecino que mía, como el aire, el sol y el agua; carruaje que cuesta quince sueldos.
—¡Oh!, ¡el patache! ¡Me horrorizo al pensarlo!
—Las banquetas que a vos os parecen tan incómodas, son para mí un lecho de sibarita.
M. de Cogny notó que le echaban, y después de repetir las gracias, bajó la escalera, acompañado de Teresa hasta la puerta, y de Rousseau hasta la meseta.
M. de Cogny entró en su coche, que le aguardaba en la calle, y regresó a Versalles, sonriéndose allá para sí.
Teresa cerró la puerta con un humor de todos los diablos, lo cual hizo presagiar a Rousseau la tempestad que se preparaba.