Capítulo CVII

La señora Grivette entró.

Vamos a bosquejar su retrato. Era una mujer alta y seca, de treinta y dos a treinta y tres años, de color amarillento, con ojos azules ribeteados de negro, tipo horrible del deterioro que sufren en París, merced a la miseria, a una asfixia constante, a la degradación física y moral, esas criaturas a quienes Dios hizo bellas, y que hubieran sido magníficamente hermosas de haberse desarrollado por completo, como lo son en este caso todos los seres que pueblan el aire, el cielo y la tierra.

Así, pues, la portera de Marat hubiera sido una mujer hermosa si desde la edad de quince años no hubiese vegetado en un zaquizamí sin ventilación ni luz, y si el fuego de sus instintos naturales, sostenido por el calor de aquel horno en el verano, y nevera en el invierno, hubiese ardido siempre con tiento. Por lo demás tenía unas manos largas que el hilo de la costura había llenado de cortaduras, que el agua de jabón del lavadero había agrietado, y que las brasas del fogón habían tostado y curtido; pero a pesar de todo esto, se adivinaba en las formas de aquellas manos, esto es, en el rastro indeleble del músculo divino, que se habrían llamado manos de reina, si en lugar de las ampollas que deja la escoba hubiesen tenido las que imprime el cetro. ¡Tan evidente es que el pobre cuerpo humano no es sino la insignia de nuestra profesión!

El alma, superior en aquella mujer al cuerpo, velaba como una lámpara, iluminando, por decirlo así, el cuerpo con un reflejo diáfano, y frecuentemente se veía brillar en aquellos ojos entorpecidos y empañados, un rayo de inteligencia, hermosura, juventud, amor y todo lo más exquisito que existe en la naturaleza humana.

La portera entró con la carta en la mano, y con voz apagada, con voz de vieja, porque las mujeres condenadas a vivir en la miseria envejecen a los treinta años:

—Señor Marat —dijo—, aquí os traigo la carta que habéis pedido.

—No deseaba yo precisamente la carta —dijo Marat—, sino hablaros.

—Pues bien, señor Marat, me tenéis a vuestra disposición.

La señora Grivette hizo una reverencia, y continuó:

—¿Qué es lo que queréis?

—Averiguar dónde está mi reloj, como podéis presumiros.

—No sé, ayer lo vi colgado encima de la chimenea.

—Os equivocáis, porque todo el día lo llevé en el bolsillo del pantalón, hasta que al tiempo de salir a las seis de la tarde ante el temor de que me lo quitaran en medio del gentío en que iba a meterme, lo coloqué debajo del candelero.

—Entonces allí estará seguramente.

Y la portera, con una candidez fingida que no presumía era su acusadora, fue a levantar precisamente de los dos candeleros que servían de adorne a la chimenea, aquel en que Marat había escondido el reloj.

—Sí, lo que es el candelero está ahí; ¿pero y el reloj?

—Es cierto que no está, puede ser que no lo hayáis puesto aquí, señor Marat.

—Cuando digo que lo he puesto…

—Buscadlo bien.

—¡Oh! He buscado muy bien —dijo Marat mirándola con enfado.

—Pues lo habréis perdido.

—¿No os he dicho que ayer lo coloqué yo mismo debajo del candelero?

—Entonces habrá entrado alguien aquí. —Dijo la señora Grivette—: ¡Cómo recibís a tanta gente que no conocéis!

—Excusas y nada más que excusas —exclamó Marat incomodándose cada vez más—, bien sabéis que nadie entró aquí ayer. No, no, mi reloj ha emprendido el mismo camino que el puño de plata del último bastón que tuve; la cucharita, igualmente de plata que sabéis, y el cuchillo de seis hojas. Me están robando, y si hasta aquí lo he tolerado ya no quiero sufrirlo por más tiempo; ¡conque cuidado!

—¿Os atreveréis a acusarme, caballero?

—Vos estáis en el deber de tener cuidado de mis cosas.

—Es que yo sola no guardo la llave.

—Pero sois la portera.

—¡Bueno está! Por un escudo todos los meses queréis que os sirvan como si tuvieseis diez criadas.

—No siento yo que me sirvan mal; lo que siento es que me roben.

—Caballero, sabed que soy una mujer honrada.

—Una mujer honrada que entregaré al comisario si en el término de una hora no aparece mi reloj.

—¿Al comisario?

—Sí.

—¿Al comisario una mujer tan buena como yo?

—¿Mujer buena vos? ¿Mujer buena?

—Sí, y de mí nada hay que decir, ¿lo entendéis?

—Basta, señora Grivette, basta.

—¡Ah!, ya me presumía yo que sospechabais de mí cuando marchasteis con ese caballero.

—Sospecho desde que me faltó el puño del bastón.

—Pues bien; advierto una cosa, señor Marat.

—Qué cosa.

—Que en el rato que habéis estado en la calle he consultado…

—¿Con quién?

—Con los vecinos.

—¿Y qué?

—Ha sido con motivo de vuestras sospechas.

—Aun ignorabais si sospechaba.

—Pero yo lo comprendía.

—¿Y cuál es la opinión de los vecinos?, tengo curiosidad de saber qué dicen.

—Opinan que si sospecháis de mí, y tenéis la desgracia de dar conocimiento a la justicia de vuestras sospechas, sea a quien fuere, será necesario que llevéis las cosas al extremo.

—¿Y qué?

—Que tenéis que probar que se os ha quitado el reloj.

—Se me ha robado, puesto que estaba ahí y ya no está.

—Sí, pero manifestáis que yo lo he cogido, ¿estáis? ¡Ah!, ante la justicia es necesario pruebas, porque no os creerán bajo vuestra palabra, señor Marat, que allí sois lo mismo que yo.

Balsamo, tranquilo como siempre contemplaba aquella escena, advirtiendo que aunque Marat no había variado de convicción bajaba el tono.

—De manera —dijo la portera—, que si no hacéis justicia a mi probidad, si no reparáis la injuria que intentáis hacer a mi honra, yo soy quien iré en busca del comisario de policía según me aconsejaba hace poco nuestro casero.

Marat se mordió los labios, porque no ignoraba que en aquello existía para él un peligro real y efectivo. El casero era un anciano mercader que había dejado el comercio y habitaba el tercer piso, y a creer la crónica escandalosa del barrio, diez años antes tuvo amores con la portera, cocinera en otro tiempo de su mujer.

Ahora bien; como Marat sostenía el trato de personas misteriosas; como era un joven poco arreglado; como se ocultaba un tanto; y por último, era algo sospechoso para los agentes de policía, no tenía muchos deseos de habérselas con el comisario, pues hubiera ido a parar a manos de M. de Sartine, a quien agradaba mucho leer los papeles de jóvenes como Marat, y mandar los autores de esos soberbios escritos a esas casas de meditación llamadas Vincennes, la Bastilla, Charenton y Bicètre.

Marat bajó el tono; pero a medida que él lo bajaba la portera levantaba el suyo, resultando que aquella mujer nerviosa e histérica se enfureció de tal manera, que amenazas, injurias, gritos, lágrimas, todo lo empleó, pudiendo afirmarse que aquello fue una tempestad.

Balsamo intervino entonces y dirigiéndose hacia aquella mujer que se hallaba en pie y con aire amenazador en medio de la sala, y mirándola con los ojos chispeantes le presentó dos dedos en el pecho y pronunció con el pensamiento, más que con los labios una palabra que Marat no oyó.

La portera guardó silencio y tambaleándose anduvo hacia atrás, con los ojos horriblemente dilatados, y fue a caer sobre el lecho sin articular ni una palabra siquiera.

A poco se le cerraron los ojos y tornó a abrirlos; pero no se le veía la pupila; su lengua se movía de una manera convulsiva; el tronco no se movió, y no obstante temblaban sus manos como sacudidas por el frío de la fiebre.

—¡Hum! —exclamó Marat—, igual que el amputado del hospital.

—Sí.

—¿Está durmiendo?

—¡Silencio! —dijo Balsamo a la portera.

Luego, dirigiéndose a Marat:

—Ya ha llegado el instante —le dijo—, de que cese toda vuestra incredulidad; guardad la carta que os traía esa mujer y que ha soltado al tiempo de caer en la cama.

Marat obedeció.

—¿Y ahora? —interrogó.

—Aguardad.

Y tomando la carta de manos de Marat:

—¿Sabéis de quién es esa carta? —preguntó Balsamo a la sonámbula.

—No señor —respondió.

—Balsamo aproximó la carta cerrada a aquella mujer y le dijo:

—Leedla, pues; el señor Marat desea saber su contenido.

—Si no sabe —dijo Marat.

—Sí, pero vos sabéis, ¿no es cierto?

—Cierto.

—Pues entonces, leedla y ella irá leyendo también a medida que las palabras queden grabadas en vuestro espíritu.

Marat abrió la carta y empezó a leerla, mientras que la señora Grivette, de pie y estremeciéndose bajo el dominio de la omnipotente mirada de Balsamo, repetía a medida que Marat las iba leyendo allá para sí, las palabras que siguen:

Mi querido Hipócrates: Apeles ha terminado de pintar su primer retrato y lo ha podido vender en cincuenta francos; hoy se comen estos cincuenta francos en la taberna de la calle de Santiago; ¿acudirás?

Te prevengo que también se beberá una parte.

Tu amigo

L. David

Esto era el contenido del billete.

Marat dejó caer el papel y Balsamo le dijo:

—Ya veis cómo la señora Grivette tiene también un alma, y que esta alma vela cuando ella duerme.

—Y un alma bien rara, puesto que sabe leer llevando ventaja en esto al cuerpo.

—Es que el alma no ignora nada.

Marat no sabía qué manifestar; su filosofía materialista se rebelaba dentro de sí, pero no acertaba a contestar.

—Ahora —siguió Balsamo—, pasemos a lo que os interesa más, es decir, a saber el paradero de vuestro reloj.

Y dirigiéndose a la portera le preguntó:

—¿Señora Grivette, dónde se halla el reloj del señor Marat?

—Lo ignoro —contestó.

—No lo ignoráis —insistió Balsamo—, y lo diréis.

Luego, con una voluntad más fuerte todavía, exclamó:

—Decid quien ha robado el reloj del señor Marat.

—La señora Grivette no ha robado el reloj al señor Marat; ¿por qué presume, pues, este, que ella ha sido la que se lo ha robado?

—Entonces si no ha sido ella, ¿decid quién?

—No lo sé.

—Ya estáis viendo —dijo Marat—, como la conciencia es un refugio impenetrable.

—Puesto que esa es la única duda que os queda —dijo Balsamo—, os voy a convencer.

Y dirigiéndose hacia la portera:

—Os ordeno que digáis quién…

—Vamos, vamos —dijo Marat—, no exijáis imposibles.

—Señora Grivette —dijo Balsamo—, ya he mandado que lo quiero.

Entonces al impulso de aquella voluntad imperiosa, la desgraciada mujer comenzó a torcerse las manos y los brazos como una loca: un estremecimiento igual al de la epilepsia se apoderó de todo su cuerpo; su boca tomó una expresión espantosa de terror y debilidad; cayó de espaldas, y se encogieron sus miembros lo mismo que si le hubiera acometido una convulsión.

—No, no —decía—, prefiero morir.

—Pues bien —exclamó Balsamo lleno de ira—, morirás, si es necesario, pero hablarás: ¿quién ha cogido el reloj?

El ataque nervioso alcanzó su colmo; toda la fuerza y poder que tenía la somnámbula, resistía a la voluntad de Balsamo; de su boca partieron gritos inarticulados, y una espuma rojiza manchó sus labios.

—Le atacará la epilepsia —dijo Marat.

—No temáis, eso proviene de que el diablo de la mentira no consiente salir de su cuerpo.

Y volviéndose hacia la mujer, le echó en el rostro todo el fluido que podía contener su mano, y le dijo:

—Hablad; ¿quién ha cogido el reloj?

—La señora Grivette —contestó la somnámbula con voz casi ininteligible.

—¿Cuándo?

—Ayer tarde.

—¿Dónde se hallaba el reloj?

—Debajo del candelero.

—¿Y dónde lo guarda?

—Lo he llevado a la calle de Santiago.

—¿A qué casa?

—Al número veintinueve.

—¿A qué piso?

—Al quinto.

—¿Quién habita allí?

—Un oficial de zapatero.

—¿Cuál es su nombre?

—Simón.

—¿Qué es ese hombre?

La portera no respondió.

—¿Qué es ese hombre?

No obtuvo respuesta.

—¿Qué es ese hombre? —insistió Balsamo.

Continuó el silenció.

Balsamo extendió hacia ella la mano llena de fluido, y aniquilada la infeliz con aquel ataque terrible, sólo le quedaron fuerzas para murmurar:

—Su querido.

Marat exhaló un grito de asombro.

—Callad —dijo Balsamo—, permitid que hable la conciencia.

Y dirigiéndose a la somnámbula que estaba temblando de pies a cabeza, le preguntó:

—¿Y por quién fue inducida la señora Grivette a cometer el robo?

—Por nadie; levantó el candelero por casualidad, vio el reloj y la tentó el demonio.

—¿Lo hacía por necesidad?

—No, puesto que no ha vendido el reloj.

—¿Lo ha regalado?

—Sí.

—¿A Simón?

La señora Grivette hizo un esfuerzo y respondió:

—A Simón.

Y se cubrió la cara con las manos vertiendo un torrente de lágrimas.

Balsamo miró a Marat, quien con la boca abierta, descompuestos los cabellos y dilatados los párpados, contemplaba lleno de asombro aquel espectáculo espantoso.

—Ya habéis presenciado —le dijo—, la lucha entre el alma y el cuerpo; ya veis cómo la conciencia ha cedido. No neguéis, pues, que hay conciencia; no neguéis que hay alma; ¡no neguéis lo que desconocéis, joven! Sobre todo, creed en la fe, que es el poder supremo y, puesto que tenéis ambición, estudiad.

Y luego de decir esto salió de la buhardilla.

Marat no pensó siquiera en ir a despedirle, pero así que se repuso advirtió que la portera seguía dormida.

Aquel sueño le pareció espantoso, y mejor hubiera deseado tener en su lecho un cadáver, aunque M. de Sartine interpretase aquella muerte allá a su manera.

Al contemplar aquella atonía, aquellos ojos del revés y aquellas palpitaciones, sintió miedo, miedo que se aumentó mucho más cuando vio que aquel cadáver con vida se levantaba.

—¿Marchamos, señor Marat? —le decía.

—¿A dónde?

—A la calle de Santiago.

—¿Qué haremos allí?

—Vamos, vamos, pues me manda que os conduzca allá.

Marat se puso de pie.

Entonces la señora Grivette, siempre dormida, abrió la puerta y bajó la escalera a guisa de pájaro o de gata, es decir, sin tocar apenas los escalones.

Marat la siguió, temiendo no cayese.

Una vez que llegó a lo último de la escalera salvó el umbral de la puerta y cruzó la calle, siempre seguida del joven.

Llamó a una puerta.

Un hombre salió a abrir, y en quien Marat reconoció a un obrero de veinticinco a treinta años, que había visto algunas veces en la garita de la portera.

Al ver a la señora Grivette y a Marat quedó sorprendido.

Pero la portera se dirigió a la cama, y sacó de debajo del esmirriado jergón el reloj que dio a Marat.

Apenas tocó la portera la mano de Marat al irle a entregar el reloj, lanzó un profundo suspiro y exclamó:

—Despierto. ¡Oh!, despierto.

Así era, aflojáronse todos sus nervios como un cable que se suelta del montón: sus ojos recobraron la vida, y estando como estaba enfrente de Marat, con su mano en la de este, y teniendo aún el reloj, es decir, la prueba irrecusable del crimen, cayó sin sentido sobre las tablas de aquel zaquizamí.

—¿Será cierto que existe la conciencia? —dijo Marat allá para sí al salir del cuarto con la duda en el corazón.