Capítulo CVI

Todos contemplaban al enfermo con asombro y al médico con admiración.

No obstante, algunos dijeron que los dos habían perdido el juicio.

Marat también fue de este parecer y dijo a Balsamo.

—Ese desgraciado se ha vuelto loco y por eso no sufre.

—No es eso —respondió Balsamo—, y tan distante está de haber perdido el juicio, que si se le pregunta nos dirá, si es que ha de morir, qué día sucederá esto, y si ha de vivir, el tiempo que durará su convalecencia.

Marat presumió que Balsamo estaba tan loco como el paciente.

En tanto, el cirujano vendaba precipitadamente las arterias, de las que salía la sangre en abundancia.

Balsamo sacó del bolsillo un frasquito, empapó algunas hilas en el agua que contenía, y rogó al cirujano mayor que aplícase aquello a las arterias.

Este lo verificó con alguna curiosidad, porque era uno de los practicantes más célebres de aquel tiempo, apasionado amante de la ciencia, y no despreciaba ninguno de sus misterios, siendo para él la duda por lo menos peor que la casualidad.

Puso, pues, las hilas sobre la arteria, que se estremeció, empezando a hacer borbotones e impidiendo que pasara la sangre sino gota a gota.

Entonces ató la arteria fácilmente.

Balsamo alcanzó con aquello un verdadero triunfo, y todos le interrogaron dónde había estudiado y a qué escuela pertenecía.

—Soy un médico alemán de la escuela de Gottinga —dijo—, y soy autor del medicamento cuyos resultados habéis observado. Deseo, no obstante, queridos colegas, que este invento siga oculto algún tiempo, porque temo a la hoguera, y quizá se decidirá el parlamento de París a actuar una vez siquiera por sentir el placer de quemar vivo a un hechicero.

El cirujano mayor se quedó meditabundo.

Marat meditaba lo mismo.

A pesar de esto, fue el primero que rompió el silencio, diciendo:

—¿No dijisteis antes, que si preguntabais, al enfermo acerca del resultado que tendrá la operación que se le ha hecho, contestaría de un modo cierto, a pesar de que ese resultado está velado aún por las nieblas del porvenir?

—Y sigo sosteniéndolo —dijo Balsamo.

—Pues veámoslo.

—¿Cuál es el nombre de ese desgraciado?

—Havard —contestó Marat.

Balsamo se dirigió hacia el paciente que aún suspiraba las últimas notas de la triste canción.

—Amigo —le preguntó—, ¿qué pensáis del estado del desgraciado Havard?

—¿Qué pienso de su estado? —contestó el enfermo—; aguardad, porque es necesario que vuelva de Bretaña, donde me hallaba, al Hospital general, que es donde él se encuentra.

—Justamente, entrad allí, vedle y decidme la verdad.

—¡Oh!, se encuentra muy malo, muy malo; le han cortado una pierna.

—¿Es cierto? —dijo Balsamo.

—Sí.

—¿Y ha salido bien de la operación?

—Perfectamente, pero…

El semblante del paciente se puso triste.

—Pero ¿qué?… —replicó Balsamo.

—Pero tiene —continuó el enfermo—, que sufrir prueba terrible, la fiebre.

—¿Y tardará mucho en darle?

—Esta noche a las siete.

Los presentes se contemplaron unos a otros.

—¿Y qué resultará de la fiebre? —preguntó Balsamo.

—Que se agravará bastante, pero no obstante, por de pronto se librará.

—¿Estáis seguro?

—¡Oh!, sí.

—¿Y libre de la fiebre se salvará?

—¡Ay!, no —dijo el enfermo exhalando un suspiro.

—¿Le acometerá nuevamente la fiebre?

—¡Oh!, sí, y más fuerte que nunca. ¡Pobre Havard —prosiguió—, que tiene mujer e hijos!

Y de sus ojos saltaron dos lágrimas.

—¿Va a enviudar su mujer? ¿Van a quedar huérfanos sus hijos? —interrogó Balsamo.

—¡Aguardad! ¡Aguardad!

Y juntó las manos diciendo:

—No, no.

Su semblante se llenó de una fe sublime.

—No, su mujer y sus hijos han rezado tanto que han alcanzado que Dios le salve.

—¿Es decir que se pondrá bueno?

—Sí.

—Ya lo oís, señores —dijo Balsamo.

—Preguntadle cuánto tardará —dijo Marat.

—¿En cuánto tiempo?

—Sí, puesto que habéis manifestado que él mismo indicaría las fases y el término de su dolencia.

—No deseo otra cosa; le preguntaré acerca de este particular.

—Hacedlo, entonces.

—¿Y para cuándo pensáis que estará curado Havard? —preguntó Balsamo.

—¡Oh!, la convalecencia será larga; aguardad, un mes, seis semanas, dos meses, hace cinco días que ha ingresado aquí, y saldrá a los dos meses y quince días de haber entrado.

—¿Y saldrá bien?

—Sí.

—Pero le será imposible trabajar —replicó Marat—, ni mantener por consiguiente a su mujer y a sus hijos.

Havard juntó otra vez las manos y exclamó:

—¡Oh! Dios es bueno y los protegerá.

—¿De qué modo? —interpuso Marat—. Ya que hoy me ha tocado aprender, desearía también saber eso.

—El Señor ha mandado a su lecho un hombre generoso que se ha compadecido de él y ha pensado para sí: «No quiero que le falte nada al desgraciado Havard».

Todos los presentes se miraron y Balsamo se sonrió.

—Estamos presenciando un raro espectáculo —dijo el cirujano mayor a la vez que pulsaba al enfermo, auscultaba su pecho y le palpaba la frente—; este infeliz está delirando.

—¿Estáis cierto? —preguntó Balsamo.

Y lanzando sobre el enfermo una mirada llena de autoridad y energía:

—Despertad —le dijo—, despertad.

Havard abrió los ojos esforzándose, y miró sorprendido a todos los que le rodeaban, inofensivos ya para él, cuando poco hacía le parecían amenazadores.

—¿No me han operado aún? —preguntó con dolorido acento—, ¿tendré todavía que sufrir?

Balsamo se apresuró a tomar la palabra, porque temía que la emoción consiguiera afectar al paciente.

Pero no tenía necesidad de apresurarse, pues era excesivamente grande la sorpresa de todos, para que nadie se adelantara a él.

—Ánimo, amigo mío —le dijo—, el señor cirujano mayor ha hecho en vuestra pierna una operación que basta a vuestro estado. Por lo que se ve, pobre mozo, sois algo flaco de ánimo, pues quedasteis desmayado antes del primer ataque.

—Mucho mejor —dijo el bretón con alegría—, nada he sufrido, y he tenido un sueño dulce y reparador. ¡Qué felicidad que me dejen mi pierna!

Pero en aquel instante miró el infeliz la cama, y la vio empapada en sangre y la pierna mutilada sobre ella.

Y lanzando un grito quedó sin sentido.

—Preguntadle ahora —dijo Balsamo con frialdad a Marat—, y veréis si contesta.

Y llamando aparte al cirujano mayor, entretanto que los enfermeros llevaban al pobre Havard a su lecho, le dijo:

—¿Ya habéis oído lo que ha dicho ese infeliz enfermo?

—Sí, señor, que curaría.

—Y a dicho también otra cosa, a saber: que Dios se compadecería de él y le concedería con qué poder sostener a su mujer e hijos.

—¿Y bien?

—¡Y bien!, que ha manifestado la verdad en esto como en todo; sed, pues, vos un intermediario de caridad entre vuestro enfermo y Dios: tomad este diamante que valdrá veinte mil libras poco más o menos; una vez que el enfermo esté bueno, vended ese diamante y dadle su importe. En tanto, como el alma, según me manifestaba con mucho juicio vuestro discípulo Marat, tiene gran influencia sobre el cuerpo, comunicad a Havard, así que recobre el conocimiento, que tiene asegurada su suerte futura y la de sus hijos.

—Pero, caballero —dijo el cirujano dudando si tomar la sortija que le daba Balsamo—, ¿y si no sana?

—Sanará.

—En este caso os daré un recibo.

—¡Caballero…!

—Sólo con esta condición admitiré una joya de tanto valor.

—Como os complazca, caballero.

—¿Tenéis la bondad de manifestarme como os llamáis?

—El conde de Fénix.

El cirujano pasó a la habitación inmediata, mientras que Marat confundido, anonadado pero luchando todavía contra la evidencia, se aproximaba a Balsamo.

Al cabo de cinco minutos regresó el cirujano con un papel que entregó a Balsamo.

Era un recibo redactado en estos términos:

He recibido del señor conde de Fénix un diamante, que, según él mismo declara, vale veinte mil libras tornesas, y cuyo importe entregaré a un tal Havard el día en que salga del Hospital general.

Dado a 15 de septiembre de 1771.

Guillotín, D. M.

Balsamo saludó al doctor, guardó el recibo y salió acompañado de Marat.

—Habéis olvidado la cabeza —dijo Balsamo, para quien la distracción del joven practicante de cirugía era un éxito.

—¡Ah!, es verdad —dijo este.

Y recogió su fúnebre carga.

Una vez en la calle, anduvieron muy ligeros y sin hablar palabra, y al llegar a la calle de Cordeliers subieron juntos la pesada escalera que conducía a la buhardilla.

Marat, a quien no se le había olvidado la desaparición del reloj, se detuvo ante el cuarto de la portera, si es que el agujero donde esta habitaba merecía el nombre de cuarto, y preguntó por la señora Grivette.

Un chico de siete a ocho años, flaco, raquítico y descolorido le contestó con voz chillona:

—No está mamá; pero ha dicho que si el señor venía le entregásemos esta carta.

—Bien —dijo Marat—, le dirás cuando regrese que me la suba ella.

—Está bien, señor.

Marat y Balsamo continuaron subiendo.

—¡Ah! —dijo Marat indicando un asiento a Balsamo y sentándose él en un banco de madera—, ya veo que el maestre posee muy buenos secretos.

—Eso consiste —respondió Balsamo—, en que quizás habré penetrado antes que otro la Naturaleza y la omnipotencia de Dios.

—¡Oh! —exclamó Marat—, ¡cómo demuestra la ciencia lo poderoso que es el hombre, y qué orgulloso debe estar uno porque lo es!

—Agregad que es un orgullo no sólo ser hombre, sino médico.

—Así es que me vanaglorio de hablar con un hombre tan sabio, maestre.

—Y eso —continuó Balsamo sonriendo—, que sólo soy un pobre médico del alma.

—¡Oh!, no hablemos de eso, maestro, pues la sangre que brota de la herida la habéis contenido con remedios materiales.

—Sin embargo, pensaba que mi mejor cura era haber hecho que el amputado no sufriese; es verdad que habéis afirmado que había perdido el juicio.

—Por un momento lo ha perdido, no cabe duda.

—¿A qué llamáis vos locura? ¿No es una abstracción del alma?

—O del entendimiento —repuso Marat.

—No discutiremos sobre este particular; el alma me sirve para designar lo que deseo y en hallando la cosa poco me importa el nombre.

—¡Ah!, aquí es en lo que somos de distinta opinión, caballero, pues vos sostenéis que habéis encontrado esa cosa sin buscar el nombre, y yo sostengo que buscáis el nombre y la cosa a la vez.

—Ya hablaremos de eso: ¿de manera que decíais que la locura es una abstracción momentánea del entendimiento?

—Precisamente.

—Involuntaria, ¿no es así?

—Sí… Yo he visto a un loco en Bicètre que mordía los barrotes de hierro gritando: «cocinero, tus faisanes están tiernos, pero mal guisados».

—Pero, al cabo, admitís que esa locura pasa como una nube por el entendimiento, y así que pasa la nube, el entendimiento recobra su anterior claridad.

—Eso ocurre pocas veces.

—Sin embargo, ya habéis visto que nuestro enfermo recobró completamente la razón al salir de su sueño de loco.

—Lo he visto, pero no comprendía lo que veía, ese es un caso particular, una de esas extravagancias a que los hebreos llamaban milagros.

—Os engañáis, señor Marat —dijo Balsamo—, es solamente la abstracción del alma, el doble aislamiento de la materia y el espíritu; de la materia, masa inerte, polvo que se convertirá otra vez en polvo; del alma, soplo divino, encerrada un instante en esta linterna sorda que se llama cuerpo y que siendo como es hija del cielo volverá a él cuando el cuerpo perezca.

—¿Según eso, habéis sacado momentáneamente el alma del cuerpo?

—Sí, la extraje del golfo de dolor en que la retenía el sufrimiento para hacer que volase por horizontes libres y puros. ¿Y qué es lo que quedó entonces al cirujano? Lo que quedaba en vuestro escalpelo cuando cortasteis a la mujer muerta la cabeza que conserváis ahí: nada más que carne inerte, materia, barro.

—¿Quién os da poder para disponer así de un alma?

—El que creó todas las almas de un soplo, y no sólo las almas de los mundos sino las de los hombres; en nombre de Dios.

—Entonces —dijo Marat—, ¿negáis el libre albedrío?

—¡No! —repuso Balsamo—, por el contrario, ¿qué es lo que hago ahora? Enseñaros por una parte el libre albedrío y por otra la abstracción. Os presento un moribundo abandonado a todos los dolores, y ese hombre tiene un alma estoica, se anticipa a la operación, la provoca, la arrostra, y no obstante sufre. Empero si paso cerca de ese moribundo, yo que soy un enviado de Dios, yo que soy el profeta, yo que soy el apóstol, y si compadeciéndome de ese hombre, porque es mi hermano, separo con el poder que el Señor me ha dado el alma de su cuerpo que padece, ese cuerpo se convierte para el alma en un espectáculo que contempla con ojos de piedad y misericordia desde su límpida esfera. ¿No oísteis que cuando Havard hablaba de sí propio, decía: «el pobre Havard», y no «yo»? Pues era que el alma nada tenía que ver con ese cuerpo, porque se encontraba a la mitad del camino del cielo.

—Entonces el hombre no es nada —dijo Marat—, y ya no puede decir a los tiranos: «ejercéis el poder sobre mi cuerpo, pero no sobre mi alma».

—¡Ah!, de la verdad pasáis al sofisma, pero ya os he dicho que ese es un defecto en vos. Dios presta el alma al cuerpo, es cierto, pero también es verdad que en el tiempo en que el cuerpo retiene al alma, hay unión entre ellos, influencia del uno sobre el otro, supremacía de la materia sobre la idea, o de la idea sobre la materia, según ha consentido Dios por miras que nos son desconocidas, que el cuerpo mande o que mande el alma, también es verdad; pero el aliento que anima al pordiosero es tan puro como el que da la vida al monarca. He aquí el dogma que debéis predicar, vos que os consideráis apóstol de la igualdad.

Marat no sabía qué responder, hasta que al fin murmuró:

—Sí, en esto debe de haber alguna cosa sobrenatural.

—Por el contrario, natural; no llaméis sobrenatural a todo lo que se desprende de las funciones y el destino del alma, porque estas funciones son naturales. Si dijerais que son desconocidas, eso sería diferente.

—No lo son para nosotros, maestro, pero para vos no deben ser un misterio. Los peruanos desconocían el caballo, y no obstante era familiar a los españoles, que lo habían domado.

—Sería orgullo en mí manifestar que sé, y soy más humilde que todo eso, señor Marat: lo que afirmo es que creo.

Y bien, ¿qué pensáis?

—Pienso que la ley del mundo, la principal, la más poderosa de todas, es la del progreso. Pienso que nada ha sido creado por el Hacedor sino con un fin de bienestar y moralidad; pero como quiera que la vida de este mundo no ha sido calculada ni admite cálculo, el progreso es lento.

—¡Ah! —dijo Marat sonriendo con ironía—, ¿quizá llegareis a leer los corazones?

—¿Por qué no?

—¿En este caso mandaréis abrir en el pecho del hombre esa ventana que tanto ansiaban ver los antiguos?

—No es necesario eso; lo que haré será aislar el alma del cuerpo; y el alma, hija pura, hija inmaculada de Dios, me revelará todas las infamias de esa cubierta mortal que se halla condenada a animar.

—¿Podréis revelar secretos materiales?

—¿Por qué no?, os repito.

—¿Me diréis, por ejemplo, quién me ha quitado el reloj?

—Colocáis la ciencia a un nivel muy bajo; pero sin embargo, igual prueba la grandeza de Dios un grano de arena que una montaña, lo mismo el arador que el elefante. Sí, os diré quién ha sido el que os ha robado el reloj.

En aquel instante llamaron a la puerta con timidez, no siendo otra la persona que así llamaba que la portera, quien había vuelto, y cumpliendo con el mandato del joven cirujano le llevaba la carta.