Capítulo CV

Quedóse con el maestro Marat el cirujano, quien se aproximó con humildad y muy pálido al terrible orador cuyo poder no tenía límites.

—Maestro —le interrogó—, ¿he cometido efectivamente una falta?

—Grande —dijo Balsamo—, y lo más malo es que no creéis haberla cometido.

—Confieso que no sólo no creo que he cometido una falta, sino que me presumo que he hablado como conviene.

—Eso es orgullo —prorrumpió Balsamo—, los hombres combaten la enfermedad en las venas de un enfermo, la peste en las aguas y en los aires: pero consienten que el orgullo eche tan profundas raíces en sus corazones, que no pueden alcanzar a extirparlo.

—¡Oh!, maestro —dijo Marat—, ¡y qué concepto tan triste tenéis formado de mí! ¿Conque es verdad que valgo tampoco que no puedo contarme entre mis semejantes? ¿Tan mal fruto he recogido de mis trabajos, que no soy capaz de decir una palabra sin que se me llame ignorante? ¿Tan débil adepto soy que se sospecha de mis convicciones? Aunque no fuese más que por esto, existo a lo menos por el cariño que profeso a la sagrada causa del pueblo.

—Porque advierto —replicó Balsamo—, que el principio del bien lucha aún en vuestro interior contra el del mal, que algún día se sobrepondrá al otro, voy a ver si consigo corregiros de esos defectos. Si debo conseguirlo, si el orgullo no domina ya en vos a ningún otro sentimiento, lo lograré en una hora.

—¿En una hora? —exclamó Marat.

—Sí, ¿consentís dedicarme esa hora?

—¿Por qué no? —¿Dónde podré veros?

—Maestro, a mí me corresponde acudir al sitio que tengáis a bien indicar a vuestro servidor.

—Pues bien —dijo Balsamo—, acudiré a vuestra casa.

—Pensad en el compromiso que contraéis, maestro, porque vivo en una buhardilla, ya lo oís —dijo Marat simulando sencillez; pero con orgullo y con una fanfarronada de miseria que no se escapó a Balsamo—; entretanto que vos…

—Yo, ¿qué?

—Habitáis en un palacio, según he sabido. Encogióse de hombros como podía hacer un gigante que desde la cúspide de su elevada estatura midiese la extensión del enojo de un enano.

—Pues bien, corriente —contestó—, iré a veros a vuestra buhardilla.

—¿Qué día?

—Mañana.

—¿A qué hora?

—Por la mañana.

—Es que al amanecer el día me voy al anfiteatro anatómico y desde allí al hospital.

—Es lo que necesito precisamente, y a no habérmelo propuesto vos, yo os lo hubiera pedido.

—Ya os he dicho que muy temprano, porque duermo poco —dijo Marat.

—Y yo no duermo —contestó Balsamo—, así, pues, al rayar el día.

—Bueno, os esperaré.

Dicho esto se separaron, porque llegaban ya a la puerta de la calle, tan sombría y solitaria cuando ellos salieron como poblada y alegre al entrar.

Marchó Balsamo por la izquierda y desapareció rápidamente.

Le imitó Marat dirigiéndose a la derecha con sus largas y delgadas piernas.

Puntual fue Balsamo, pues al día siguiente a las seis de la mañana llamaba ya a la puerta de la escalera, que situada en el medio de un largo corredor con seis puertas a uno y otro lado, formaba el último piso de una casa ya vieja de la calle de Cordeliers.

Comprendíase que Marat lo había arreglado todo para recibir más dignamente a su ilustre huésped, y en verdad, el parco lecho de nogal y la cómoda de madera común, brillaban de puro limpios, merced a lo bien que manejaba una rodilla de lana cierta mujer casera que se afanaba en conservar aseados aquellos roídos muebles.

Marat ayudaba bastante a aquella mujer, regando una maceta de barro azul en que había unas flores pálidas y descoloridas, que eran el mejor ornato de la buhardilla.

Todavía guardaba debajo del brazo una rodilla de hilo, lo cual demostraba que no había tocado a las flores sino después de limpiar un poco los muebles.

Como la llave estaba en la puerta y Balsamo penetró sin llamar, sorprendió a Marat entretenido en aquella faena.

Al ver Marat al maestro se ruborizó mucho más de lo que convenía a un verdadero estoico, y dijo tirando detrás de una cortina la acusadora rodilla:

—Ya habréis visto que soy hombre casero, y que ayudo a esta buena mujer, pero elijo la faena, como por ejemplo, lo que puede que no sea propio de un buen plebeyo, pero que tampoco lo es del todo de un gran señor.

—Lo es de un joven pobre y amigo del aseo, y esto sobra —dijo Balsamo con frialdad—. ¿Termináis pronto?, porque ya sabéis que tengo el tiempo medido.

—Voy a cambiarme de traje… Señora Grivette, mi ropa… Es mi portera, caballero, mi ayuda de cámara, mi cocinera, mi mayordomo, y la pago un escudo todos los meses.

—Es muy hermosa la economía —dijo Balsamo—, esta es la que constituye la riqueza de los pobres y la prudencia de los ricos.

—El sombrero, el bastón —dijo Marat.

—Extended la mano —dijo Balsamo—, ahí tenéis el sombrero, y creo que el bastón que pedís es ese que está junto a él.

—¡Oh!, perdonadme, caballero, estoy aturdido.

—¿Estáis ya?

—Sí; el reloj, señora Grivette.

La señora Grivette se volvió y revolvió, pero no respondió una palabra.

—No se necesita el reloj para ir al anfiteatro y al hospital; además, quizá se tardaría mucho en encontrarlo, y llevamos prisa.

—No obstante, caballero, estimo mucho mi reloj, que es excelente y lo he adquirido a fuerza de economizar.

—La señora Grivette lo buscará —contestó Balsamo sonriéndose—, y como busque bien ya lo tendréis a la vuelta.

—¡Oh!, seguramente —dijo la señora Grivette—, que al momento parecerá si es que mi señor no lo ha dejado en otro sitio, porque aquí nada se pierde.

—Ya lo veis —dijo Balsamo—, vámonos, vámonos.

Marat no pudo insistir, y siguió a Balsamo aunque refunfuñando.

Cuando habían llegado a la puerta, dijo Balsamo:

—¿Adónde iremos primero?

—Al anfiteatro si os parece bien, maestro, he designado un sujeto que ha debido fallecer esta noche de una meningitis aguda: necesito hacer algunas observaciones sobre su cerebro, y no quisiera que mis compañeros lo cogiesen.

—Pues siendo así vamos allá.

—Es tanto más fácil cuanto que sólo dista dos pasos de aquí; el anfiteatro está unido al hospital, y no hacemos más que entrar y salir: podéis, pues, aguardarme a la puerta.

—Muy al contrario, siento deseos de entrar con vos para que me digáis vuestra opinión acerca del sujeto.

—¿Cuando vivía, caballero?

—No, ahora que es un cadáver.

—¡Hola! Mirad —dijo Marat sonriéndose—, que puedo obtener sobre vos una ventaja, porque conozco esta parte de mi profesión, y según cuentan soy un anatómico bastante hábil.

—Orgullo y siempre orgullo —murmuró Balsamo.

—¿Qué decís? —interrogó Marat.

—Digo que ya lo veremos —contestó Balsamo—. Entremos.

Fue Marat el primero que entró en el angosto portal que conducía a aquel anfiteatro, situado al fin de la calle de Hautefeuille.

Le siguió Balsamo sin titubear hasta una sala larga y estrecha donde se hallaban en una mesa de mármol dos cadáveres, uno de mujer y otro de hombre.

Había muerto joven la mujer. Pero el hombre era viejo y calvo, encontrándose ambos cuerpos envueltos en un mal sudario que dejaba medio descubierto el rostro.

Los dos estaban tendidos uno junto a otro en aquel frío lecho, cuando quizá nunca se habrían visto en el mundo; y sus almas, que entonces viajaban hacia la región eterna, debían sorprenderse bastante al ver en semejante proximidad su mortal cubierta.

Levantó Marat tan sólo con un movimiento y echó a un lado el tosco lienzo que cubría aquellos dos infelices, a quienes la muerte había igualado ante el escalpelo del cirujano…

Los dos cadáveres estaban desnudos.

—¿Os causan repugnancia los muertos? —dijo Marat con su acostumbrado tono fanfarrón.

—Me entristecen —contestó Balsamo.

—Porque no estáis acostumbrado a ello —dijo Marat—. Yo que veo este espectáculo todos los días no siento ni tristeza ni repugnancia; es cierto que nosotros los practicantes vivimos con los muertos y no interrumpimos por ellos ninguna de las funciones de nuestra vida.

—Ese es verdaderamente un triste privilegio de vuestra profesión.

—Y después —añadió Marat—, ¿por qué he de entristecerme ni tener repugnancia, si para lo primero cuento con la reflexión, y me guarda de lo segundo la costumbre?

—Me explicaréis esas ideas porque las he entendido mal —repuso Balsamo—. Lo de la reflexión en primer lugar.

—Corriente. ¿Por qué he de asustarme? ¿Por qué ha de darme miedo un cuerpo inerte, una estatua que es de carne como pudiera ser de piedra, mármol o granito?

—Verdaderamente que en un cadáver no hay nada, ¿no es verdad?

—Nada, absolutamente nada.

—¿Lo aseguráis así?

—Estoy cierto de ello.

—¿Y en un cuerpo vivo?

—Hay movimiento —dijo Marat presumiendo que había dicho una cosa soberbia.

—Y el alma, ¿qué decís de ella?

—Nunca la he visto en los cuerpos que he registrado con mi escalpelo.

—Porque solamente habréis registrado cadáveres.

—¡Oh!; sí tal, caballero, pues he operado y bastante en cuerpos vivos.

—¿Y no habéis hallado en ellos algo más que en los cadáveres?

—Sí, he encontrado el dolor; ¿llamáis quizá al alma dolor?

—¿De manera que no creéis en ella?

—¿En qué?

—En el alma.

—Creo, porque estoy en el derecho de llamarle movimiento, si así se me ocurre.

—Magnífico; creéis en el alma, y eso es lo que yo quería, mucho celebro que así sea.

—Maestro, entendámonos, y ante todo no exageremos las cosas —dijo Marat con su sonrisa de víbora—; porque nosotros los practicantes somos algo materialistas.

—Se encuentran muy fríos esos cuerpos, y esa mujer era hermosísima —dijo Balsamo pensativo.

—Sí.

—¡Qué bien hubiera sentado a ese hermoso cuerpo un alma bella!

—Justamente es esa la equivocación de quien la formó, porque cuchilla mala para buena vaina. Este cuerpo, maestro, era el de una pícara que salió de San Lázaro para morir de una inflamación cerebral en el hospital general, y cuya crónica es un si es no es escandalosa. De modo que si llamáis alma al movimiento que hacía obrar a esa criatura, no favoreceréis a nuestras almas, que deben ser de la misma esencia, supuesto que descienden de un mismo origen.

—Alma que ha podido curarse —dijo Balsamo—, y que se ha perdido por no poseer el único médico que es indispensable, esto es, un médico del alma.

—¡Ay!, maestro; esa es una de vuestras teorías, pero teorías solamente. No hay más que médicos para curar el cuerpo —replicó Marat con amarga sonrisa—; y a propósito, maestro; en este instante tenéis en los labios una palabra que Moliere ha empleado muchas veces en sus comedias, y ahora os hace sonreír.

—No —dijo Balsamo—, os equivocáis y no podéis saber de qué me río. Por lo pronto, lo que deducimos es que estos cadáveres están vacíos, ¿no es cierto?

—E insensibles —dijo Marat alzando la cabeza de la joven y dejándola caer con fuerza sobre el mármol, sin que el cuerpo se moviese tan sólo ni hiciese estremecimiento alguno.

—Magnífico, ahora pasemos al hospital.

—Maestro, aguardad un instante. ¿Me permitís que antes separe del tronco esa cabeza que se me ha ocurrido examinar, porque ha sido el punto atacado por una enfermedad muy curiosa?

—¿Por qué no? —dijo Balsamo.

Abrió Marat su estuche, tomó de él un bisturí y cogió de un rincón un mazo de madera en el que se veían algunas manchas de sangre.

Seguidamente con mano hábil hizo una incisión circular que separó todas las carnes y músculos del cuello; luego, así que llegó al hueso, clavó el bisturí por entre dos junturas de la columna vertebral, y con el mazo pegó sobre él un golpe fuerte y seco.

Rodó la cabeza por la mesa, y de la mesa al suelo, teniendo Marat que cogerla con sus manos húmedas.

Se volvió Balsamo con el objeto de no dar al vencedor demasiado regocijo.

—Algún día —dijo Marat, presumiendo ver en el maestro debilidad—, algún día se cuidará algún filántropo de la muerte, como los demás se ocupan de la vida, e inventará una máquina que corte la cabeza de un golpe, y que reduzca a la nada momentáneamente, lo cual no pasa con los demás géneros de muerte. El descuartizamiento, la rueda y la horca son tormentos propios de pueblos bárbaros y no de unos que se llaman civilizados; una nación tan ilustrada como lo es Francia ha de castigar y no vengarse, pues la sociedad que enrueda, ahorca o descuartiza, se venga del culpable haciéndole sufrir antes de castigarle con la muerte, de lo cual hay mucha diferencia, según mi manera de pensar.

—Y también la mía. ¿Pero de que manera entendéis vos que debe ser ese instrumento?

—Yo creo que debe ser una máquina tan fina e impasible como la ley; porque el hombre que se encarga de ejecutar el castigo se conmueve al ver a su semejante, y algunas veces no acierta el golpe, como aconteció con Chalais y el duque de Montmouth. No sucedería lo mismo con una máquina que tuviese dos brazos de encina, los cuales dieran movimiento, por ejemplo, a una cuchilla.

—¿Y entendéis que porque esa cuchilla pasase más ligera que el rayo entre la base del hueso occipital y los músculos trapecios sería momentánea la muerte y rápido el dolor?

—Sería la muerte instantánea sin contradicción alguna, porque el aparato cortaría de un golpe los nervios, que son los que proporcionan el movimiento; y el dolor sería más rápido, porque ese mismo instrumento separaría el cerebro, que es donde se hallan los sentimientos del corazón, esto es, el centro de vida.

—Señor Marat —advirtió Balsamo—, en Alemania rige el suplicio de la decapitación.

—Es cierto, pero es por medio de la espada, y ya os he dicho que la mano del hombre puede temblar.

—En Italia también existen una máquina parecida; un cuerpo de encina la da movimiento, y se llama mannaja.

—¿Y bien, qué?

—Que he visto a condenados decapitados por el verdugo, levantarse sin cabeza del lugar en que estaban sentados e ir a parar dando traspiés a diez pasos de distancia. Yo he recogido varias cabezas que rodaban por debajo de la mannaja como esa que suspendéis por los cabellos rodó hace poco de la mesa de mármol; y pronunciando al oído de las citadas cabezas el nombre con que habían sido bautizadas en vida, he visto que tornaban a abrir los ojos y que estos giraban en sus órbitas, como si desearan ver quién los había llamado en la tierra durante ese paso del tiempo a la eternidad.

—Eso nace de un movimiento nervioso.

—¿Los nervios, no son los órganos de la sensibilidad?

—Sí, pero ¿qué sacáis de esto?

—Deduzco que sería mejor que en vez de buscar una máquina que matase para castigar, hallase el hombre un medio para castigar sin matar. Debéis creerme, la sociedad que encuentre ese medio será la mejor y más ilustrada.

—Utopía, y siempre utopía —exclamó Marat.

—Quizá tengáis razón —dijo Balsamo—; el tiempo nos sacará de dudas… ¿Pero no me hablasteis del hospital…? Vamos a él, pues.

—Vamos —dijo Marat.

Y guardó la cabeza de la joven en el pañuelo que llevaba en el bolsillo amarrando las cuatro puntas con mucho cuidado.

—Ahora —dijo Marat disponiéndose a salir—, estoy cierto de que mis compañeros sólo dispondrán de lo que yo les dejo.

El practicante y el hombre pensativo emprendieron el camino del Hospital general, yendo el uno al lado del otro.

—Tan diestro como frío habéis cortado esa cabeza —dijo Balsamo—; ¿os conmovéis bastante más cuando se trata de un vivo? ¿Os interesan más los padecimientos que la inmovilidad? ¿Os compadecéis más de los cuerpos que de los cadáveres?

—No, puesto que eso constituiría un defecto; un defecto como lo es en el verdugo el inmutarse. Lo mismo se mata a un hombre amputándole mal la pierna, como cortándole mal la cabeza, y un buen cirujano debe de hacer la operación con la mano y no con el corazón, aun cuando sepa harto bien, allá en el fondo de su alma, que por un padecimiento de un instante proporciona años de vida y salud. Esto es el lado bueno de nuestra profesión, maestre.

—Sí; ¿pero debo pensar que entre los vivos encontraréis el alma?

—Si aseguráis conmigo que el alma es el movimiento o la sensibilidad, sí: la encuentro, y en verdad que es bastante molesta, pues mata muchos más enfermos que mi escalpelo.

A esto llegaban a la puerta del Hospital general, y entraron en el Hospicio, no tardando Balsamo, a quien guiaba Marat siempre con su siniestra carga, en penetrar en la sala de operaciones, en la que se encontraban el cirujano mayor y los estudiantes de cirugía.

Terminaban de conducir allí los enfermeros un joven a quien hacía una semana había derribado un pesado carruaje, deshaciéndole el pie. Con precipitación le hicieron la primera operación en aquel miembro entorpecido por el dolor; pero como esto no fue suficiente, el mal se había desarrollado con rapidez, siendo urgente proceder a la amputación de la pierna.

El desgraciado, tendido en su lecho de angustia, miraba con un espanto que hubiera emocionado hasta a los tigres, a aquella bandada de hambrientos que estaban espiando el momento de su martirio, y tal vez de su agonía, para estudiar la ciencia de la vida, fenómeno maravilloso tras el cual se veía el sombrío fenómeno de la muerte.

No parecía sino que suplicaba a cada uno de los cirujanos, practicantes y enfermeros un consuelo, una sonrisa, una caricia, pero no veía en todas partes sino indiferencia si miraba con el corazón, y el acero si con la vista.

Seguía mudo por un resto de valor y orgullo, reservando todas sus fuerzas para los gritos que sin tardanza iba a arrancarle el dolor.

No obstante, al sentir en el hombro la mano pesadamente complaciente del que le cuidaba; cuando sintió que los brazos de los ayudantes oprimían su cuerpo como las serpientes de Laocoonte[36]; cuando oyó que decía el que le iba a operar «¡ánimo!», se aventuró el infeliz a romper el silencio y a interrogar con voz lastimera:

—¿Padeceré mucho?

—¡Eh! No, no tengáis temor —respondió Marat con una sonrisa falsa, si amable para el paciente, irónica para Balsamo.

Vio Marat que Balsamo le había entendido, y aproximándose a él le dijo en voz muy baja:

—Es una operación que espanta, porque el hueso está lleno de grietas, y es tan sensible esa parte que da lástima. Así es que morirá, no del daño, sino del dolor; y he aquí de lo que le aprovecha a ese vivo tener alma.

—Y entonces, ¿por qué queréis hacerle la operación? ¿Por qué no le dejáis morir con tranquilidad?

—Porque la obligación del cirujano es intentar la cura, aunque esta le parezca imposible.

—¿Y decís que padecerá?

—Atrozmente.

—¿La culpa la tendrá su alma?

—Su alma, que tiene demasiado apego a su cuerpo.

—Y entonces, ¿por qué no operáis el alma? La tranquilidad de la una quizá sería la curación de la otra.

—Precisamente es lo que acabo de hacer —dijo Marat, mientras continuaban atando al paciente.

—¿Habéis preparado su alma?

—Sí.

—¿De qué modo?

—Con palabras, naturalmente. He hablado al alma, a la inteligencia, a la sensibilidad, a lo que hacía que el filósofo griego dijese: «Dolor, tú no eres un mal»; y he empleado el lenguaje conveniente a esa cosa, diciéndole: «no sufriréis». Ahora falta que el alma no padezca, pero esto atañe a ella. He aquí el remedio que se conoce hasta el presente, pues en cuanto a las cuestiones del alma, nada hay de verdad. ¿Por qué, ha de estar unido al cuerpo ese demonio de alma? Cuando ha poco he cortado la cabeza que sabéis, el cuerpo nada dijo, a pesar de que la operación era grave. Pero ¿qué queréis? El movimiento había cesado, la sensibilidad se hallaba extinguida, el alma había volado, como manifestáis vosotros los espiritualistas; y he aquí por qué esa cabeza nada dijo al tiempo de yo cortarla; he aquí por qué ese cuerpo consintió que le decapitara; mientras que este otro, donde aún habita el alma por poco tiempo, es verdad, pero al fin lo habita, va a arrojar gritos espantosos dentro de un momento. Tapaos bien los oídos, maestro, vos que sois sensible a esa conexión de las almas y los cuerpos, que siempre matará vuestra teoría, hasta que esa teoría no consiga separar al cuerpo del alma.

—¿Y creéis que jamás podrá lograrse ese aislamiento?

—Probadlo —dijo Marat—, la ocasión no puede ser mejor.

—Es cierto —dijo Balsamo—, la ocasión es buena y voy a aprovecharla.

—Sí, aprovechadla.

Ya se ve que sí.

—¿Y de qué manera?

—No quiero que sufra ese joven, porque me inspira interés.

—Sois un jefe ilustrado —dijo Marat—; pero ni sois Dios padre, ni Dios hijo, y no podréis impedir que ese buen mozo sufra.

—¿Y si no sufriese, aseguraríais su curación?

—Sería quizá más probable, pero no segura. Dirigió Balsamo a Marat una mirada de triunfo imposible de explicar, y colocándose delante del enfermo, cuyos ojos encontró que se extraviaban y ya anegados en las angustias del terror.

—Dormid —dijo—, no sólo con la boca, sino también con la vista, con la voluntad, con todo el calor de vuestra sangre, en todo el fluido del cuerpo.

En aquel momento empezaba a tocar el cirujano mayor el muslo dañado, llamando la atención de los discípulos sobre la intensidad del mal.

Pero a consecuencia del mandato de Balsamo, se incorporó en la cama, osciló un instante en brazos de los ayudantes, inclinó la cabeza y cerró los ojos.

—Se está poniendo malo —dijo Marat.

—No es cierto.

—¿Pues no veis que pierde el sentido?

—No; lo que sucede es que se duerme.

—¿Cómo dormirse?

—Lo que oís.

Miraron todos hacia aquel médico extraordinario, que pensaron estaba loco, y en los labios de Marat brilló una sonrisa de incredulidad.

—¿Tiene la costumbre de hablar el que está desmayado? —preguntó Balsamo.

—No.

—Pues interrogadle y veréis como os contesta.

—¡Eh, joven! —gritó Marat.

—No es necesario gritar tanto —dijo Balsamo—: Habladle naturalmente.

—Decidnos, pues, algo de lo que os pasa.

—Me han ordenado que duerma, y duermo —respondió el paciente.

La voz demostraba completamente tranquilidad, formando un extraño contraste con la que se había oído algunos momentos antes.

Todos los que se hallaban presentes se miraron entre sí.

—Ahora —dijo Balsamo—, desatadle.

—No es posible —dijo el cirujano mayor—, pues con un solo movimiento que hiciera se echaba a perder la operación.

—No se moverá.

—¿Quién me lo garantiza?

—Primero yo, y al momento él; y si no preguntádselo antes.

—¿Podemos dejaros libre, amigo?

—Sí que podéis.

—¿Y ofrecéis no moveros?

—Lo prometo, si me lo ordenáis.

—Os lo mando.

—Caballero, a fe mía —dijo el cirujano mayor—, que habláis con tal seguridad, que estoy tentado por hacer la experiencia.

—Hacedla, y nada temáis.

—Desatadle —mandó el cirujano mayor.

Obedecieron los ayudantes y Balsamo se aproximó a la cabecera de la cama.

—Desde este momento —dijo—, no os mováis hasta que yo os lo mande.

Una estatua tendida sobre un sepulcro no hubiera estado tan inmóvil como se quedó el enfermo al escuchar aquella intimación.

—Empezad ahora la operación —dijo Balsamo—, el enfermo está completamente dispuesto.

Tomó el cirujano el bisturí; pero titubeó.

—Cortad, cortad —dijo Balsamo con el aire de un profeta inspirado.

El cirujano, dominado de igual modo que Marat, el paciente y todo el mundo, acercó el instrumento a la carne.

Crujió esta, pero el enfermo no exhaló un suspiro, ni hizo movimiento alguno.

—¿De qué país sois, amigo mío? —interrogó Balsamo.

—Soy bretón —respondió el enfermo sonriéndose.

—¡Y amáis mucho a vuestro país!

—¡Oh! ¡Es tan hermoso, caballero!

Entretanto hacía el cirujano las incisiones circulares que sirven en las amputaciones para poner al descubierto el hueso.

—¿Marchasteis de él siendo joven? —preguntó Balsamo.

—Cuando contaba diez años, caballero.

Hechas las incisiones, el cirujano acercó la sierra al hueso.

—Mi amigo —dijo Balsamo—, cantad la canción que los salineros de Batz cantan al regresar de noche a sus casas después de haber estado trabajando durante el día. Sólo recuerdo el primer verso, el cual decía:

Salve, mi lago celeste,

Mordía el hueso la sierra, pero el enfermo se sonrió y comenzó a cantar de una manera melodiosa, lentamente y extasiado como un amante o una poeta:

Salve, mi lago celeste,

Salve, mi sal espumosa,

Horno de fulgente llama,

Ilusión consoladora.

Ya había caído la pierna sobre la cama y todavía continuaba cantando el enfermo.