Con la marcha de los concurrentes de segundo y tercer orden, quedó reducida la reunión a siete, es decir, a los jefes, quienes se dieron a conocer entre sí por medio de signos que probaban su iniciación hasta un grado superior.
Lo primero que hicieron fue cerrar las puertas y acto seguido se mostró a los demás su presidente, presentando una sortija que llevaba grabadas las letras misteriosas de L. P. D.
Tenía dicho presidente la misión de llevar la correspondencia suprema de la orden, y se relacionaba por este medio con los otros seis jefes, los cuales residían en Suiza, Rusia, América, Suecia, España e Italia.
Por este motivo llevaba consigo algunos de los documentos de más importancia que había recibido de sus colegas, con el objeto de dar cuenta de ellos a la junta de iniciados, superiores a los demás e inferiores a él.
El susodicho jefe era Balsamo.
La más interesante carta de todas ellas era una que había escrito desde Suecia, Swedenborg, y que contenía un aviso amenazador.
«Hermanos —así decía—: Vigilad en el Mediodía, porque al abrigo de su influencia se ha creado un traidor, y ese traidor os buscará la perdición.
»Hermano: vigilad también a París, porque el traidor vive ahí, posee los secretos de la orden, y le anima un sentimiento odioso.
»Paréceme escuchar el sordo vuelo y la voz susurrante de la denuncia; pero aunque veo a la vez una venganza terrible, esa venganza llegará quizá demasiado tarde. Entre tanto vigilad, hermanos, vigilad, porque podrá suceder que baste una lengua traidora, aunque mal instruida, para echar a perder enteramente nuestros planes urdidos con tanta habilidad».
Los hermanos contempláronse con muda sorpresa, contribuyendo no poco a alarmar a la junta que estaba presidida por Balsamo, el lenguaje del feroz iluminado, y su presencia a que daban una autoridad formidable muchos ejemplos dignos de llamar la atención.
Al mismo Balsamo, que tanto creía en la claridad de espíritu de Swedenborg, le fue imposible resistir a la grave y dolorosa impresión que se apoderó de él al leer aquella carta, y exclamó:
—Hermanos, muy rara vez se equivoca el inspirado profeta, y por lo tanto debéis vigilar según os lo encarga. Sabéis igual que yo que ahora es cuando la lucha va a empezarse; no nos dejemos vencer por esos enemigos ridículos, cuyo poderío miramos con toda seguridad. No echéis en olvido que tienen a su disposición hombres mercenarios, lo cual es un arma poderosa en este mundo entre las almas cuya vista no alcanza más allá de los límites de la vida terrena. Hermanos, desconfiemos de traidores pagados.
—Creo pueriles esos temores —dijo una voz—, porque cada día adquirimos más fuerzas, y nos guían hombres de brillante ingenio y robustas manos.
Se inclinó Balsamo como para dar las gracias, al que así le ensalzaba.
—Sí, pero como ha indicado con acierto nuestro ilustre presidente, la traición penetra en todos los sitios —replicó un hermano que no era otro sino el cirujano Marat, ascendido no obstante lo joven que era a un grado superior, gracias a lo cual se sentaba por primera vez en la junta consultiva—. No olvidéis, hermanos, que aumentando el cebo, tiene más importancia lo que se coge. Si M. de Sartine puede comprar con un saco de escudos a alguno de nuestros oscuros hermanos para que revele nuestro secreto, el ministro puede comprar también a uno de nuestros superiores con un millón o la esperanza de conseguir una dignidad, y no debemos olvidar que entre nosotros todo lo ignora un hermano subalterno. Lo más que conoce es algunos nombres entre sus colegas, pero estos nombres no representan cosa alguna. Es admirable el orden con que nos hallamos constituidos, pero eminentemente aristocráticos, una vez que los inferiores no saben nada ni tienen ningún poder, a pesar de que concurren a hacer más sólido nuestro edificio con su tiempo y su dinero y se les reúne para que digan o para hacerles decir sendas vaciedades. Recordad esto, hermanos; los trabajadores sólo llevan la piedra y la mezcla, pero ¿podríais hacer la casa sin mezcla ni piedra? Ahora bien: estos trabajadores ganan un corto salario, cuando yo los considero como iguales al arquitecto, cuyo plan crea y vivifica toda la obra, y los miro como iguales a él, porque es hombre y todos los hombres tienen igual valor a los ojos del filósofo, atendiendo a que le toca su parte de miseria y fatalidad como a cualquier otro, y está más expuesto que ninguno a que se le caiga encima una piedra o se rompa un andamio.
—Perdonad que os interrumpa, hermano —dijo Balsamo—, para advertiros que abandonáis el único asunto de que debemos ocuparnos. Tenéis el defecto, hermano, de exagerar vuestro celo y generalizar las discusiones. Hoy no se trata de averiguar si nuestra constitución es mala o buena, sino de sostener esa constitución en toda su pureza e integridad: si fuera a discutir con vos, contestaría que el órgano que recibe el movimiento no es igual al genio que crea; no, el peón no es igual al arquitecto; no, la cabeza no es igual al brazo.
—Si prende M. de Sartine a uno de nuestros más ínfimos hermanos —exclamó Marat con calor—, ¿dejará de ser encerrado en la Bastilla para que se pudra allí como vos o como yo?
—Bueno; pero el perjuicio será tan sólo para el individuo y no para la orden, que debe ser entre nosotros antes que nada; al paso que si prenden al jefe, se paraliza la conjuración, si no está el general se pierde la batalla. Hermanos, procurad, pues, la salvación de los jefes.
—Sí, pero que ellos cuiden de la nuestra.
—Esa es su obligación.
—Y que a sus faltas se imponga doble castigo.
—Os repito, hermano, que os separáis de los estatutos de la orden; ¿ignoráis que el juramento que liga a todos los individuos de nuestra asociación es el mismo, y que a todos se aplican las mismas penas?
—Siempre los grandes se sustraen a ellas.
—Esa no es la opinión de los grandes, hermano; y si no, atended el final de la carta de nuestro profeta Swedenborg, uno de los más grandes entre nosotros. He aquí lo que agrega:
»El daño vendrá de uno grande, de uno de los más grandes de nuestra orden, o si no viene directamente de él, a lo menos se le imputará la falta. Acordaos de que el agua y el fuego pueden ser cómplices, produciendo una las relaciones, y proporcionando el otro la luz.
»Vigilad, hermanos, a todos y en todas partes; vigilad».
—Pues ahora —dijo Marat aprovechándose del discurso de Balsamo y de la carta de Swedenborg para lograr sus intenciones—, repitamos el juramento que nos liga, y comprometámonos a cumplirlo rigurosamente, sea quien fuere el que haya hecho traición o dé lugar a ella.
»En el nombre del Hijo crucificado juro romper los lazos carnales que me ligan a mi padre, madre, hermanos, hermanas, esposa, parientes, amigos, queridas, reyes, bienhechores y a todo aquel a quien haya prometido fe, obediencia, agradecimiento y obligación.
»Juro descubrir al jefe a quien reconozco con arreglo a los estatutos de la orden, lo que he visto o ejecutado, leído o comprendido, deducido o adivinado, y aún guardar y espiar lo que no he visto.
»Honraré y respetaré el agua toffana[34] como un medio rápido, seguro y necesario de purificar el globo con la muerte o el embrutecimiento de aquellos que pretenden envilecer la verdad o arrancárnosla de las manos.
»Quedo obligado a guardar silencio, consiento en morir con la presteza con que mata el rayo el día en que merezca ser castigado, y espero sin quejarme el puñal invisible e inevitable que me alcanzará donde quiera que me encuentre».
Luego los siete individuos de que se componía la junta dijeron palabra por palabra aquel juramento, de pie y con la cabeza descubierta.
Acto seguido, cuando se terminaron las palabras sacramentales, dijo Balsamo.
—Ahora que recíprocamente tenemos una garantía no mezclemos más incidentes en nuestra discusión, porque tengo que dar conocimiento a la junta de los principales sucesos que ha habido en el año. El desempeño de mis asuntos en Francia demostrará algún interés a hombres de un talento tan claro como el vuestro; a hombres de tanto celo como lo sois vosotros.
»Comenzaré, pues:
»Está situada Francia en el centro de Europa, como el corazón se encuentra en medio del cuerpo, de manera que vive y da vida a otras naciones, siendo necesario ir a buscar en sus agitaciones la causa de todo el malestar del organismo en general.
»Pues he venido a Francia y aproximándome a París como el médico se acerca al corazón, consultando, palpando y haciendo experimentos. Al entrar en ella hace un año, la monarquía se hallaba cansada, pero hoy la matan los vicios, vicios que yo he favorecido, adelantando el efecto de esos desórdenes mortales.
»Cruzó un obstáculo en mi camino, y ese obstáculo era un hombre, un hombre que no era el primero, sino el de más poder del Estado después del rey.
»Favorecido por algunas de esas cualidades que hacen grandes a los demás hombres; demasiado orgulloso, es cierto, pero aplicando a sus obras la palanca de su orgullo, sabía endulzar la esclavitud del pueblo, haciéndole creer y aún ver en ocasiones que es una parte del Estado; y si se le consultaba acerca de sus propias miserias, invocaba el espíritu nacional, estandarte en cuyo derredor siempre se agrupan las masas.
»Odiando y aborreciendo como aborrecía a los ingleses, que son los enemigos naturales de Francia; odiando como odiaba a la favorita, enemiga como es consiguiente de las clases trabajadoras, si ese hombre hubiera sido un usurpador, si hubiese sido hermano nuestro de asociación, yendo por el mismo camino que nosotros, y obrando según nuestras miras, yo le habría respetado, mantenido en el poder y apoyado con todos los recursos que me es dado crear en favor de aquellos a quienes favorezco, pues en vez de enlucir el carcomido trono, lo hubiera derribado con nosotros en el día convenido. Empero pertenecía a la clase aristocrática, estaba habituado a respetar el primer rango a que no aspiraba, y a la monarquía a que no se atrevía a atentar; contemplaba al trono mientras que despreciaba al rey, y hasta servía de broquel a ese trono sobre el cual descargábamos nuestros golpes. A consecuencia de esto, el Parlamento y el pueblo, respetando ese dique que un hombre oponía a las invasiones de la prerrogativa real, se mantenían en los límites de una resistencia moderada, convencidos de que tendrían una ayuda poderosa cuando llegase el momento.
»Imaginé cuál era el estado de las cosas, y me dediqué a derribar a M. de Choiseul.
»Esta gran obra que en el transcurso de diez años ha arrastrado tras sí tantos odios e intereses, la he empezado y terminado en unos cuantos meses por medio que es inútil manifestar. Gracias a un secreto que constituye mi principal fuerza, fuerza tanto mayor cuanto que siempre permanecerá oculta a los ojos de todos y nunca se sentirá sino por el efecto que produzca, he derribado a M. de Choiseul, le he expulsado y hecho que en pos suyo salgan un largo séquito de penas, desengaños, lamentaciones e iracundia.
»Y para que produzca mi trabajo el fruto debido, la Francia entera pide a Choiseul y se levanta tratando de recobrarle, como los huérfanos alzan las manos al cielo cuando Dios les ha arrebatado a su padre.
»Válense los parlamentos del único derecho que les asiste cual es la inercia, esto es, dejar de trabajar; y como en un cuerpo bien organizado, según debe serlo un Estado de primer orden, es mortal la quietud de un órgano esencial, y el Parlamento es para el cuerpo social lo que el estómago para el cuerpo humano; si los parlamentos no actúan, el pueblo, esto es, las entrañas del Estado, no trabajará, y de consiguiente no pagará, faltando a aquellos oro, es decir, la sangre.
»Indudablemente habrá quien pretenda lucha; pero ¿quién será el que luche contra el pueblo? De ninguna manera el ejército, porque es hijo de ese mismo pueblo, se alimenta con el pan del labrador y bebe el vino del viñero. Quedan, pues, la servidumbre del rey, los cuerpos privilegiados, la guardia, los suizos y los mosqueteros, que apenas forman cinco o seis mil hombres, pero ¿qué hará ese puñado de pigmeos el día en que el pueblo se levante como un gigante?
—¡Qué se levante entonces, que se levante! —gritaron varias voces.
—¡Sí, sí, hechos! —exclamó Marat.
—Aún no os he consultado, joven —dijo Balsamo fríamente.
Y prosiguió de este modo:
—Hombres de mezquina solidez de entendimiento, hombres ligeros en el obrar y faltos de experiencia, provocarían desde luego, y aun lograrían con una facilidad que me espanta esa sedición de las masas, esa rebelión de los débiles convertidos en fuertes por su mayor número contra un poderoso que está aislado; pero yo he meditado, yo he estudiado, yo me he confundido en las filas de ese mismo pueblo, y adoptando su traje, su perseverancia y su rudeza, le he visto tan de cerca que he conseguido ser lo que él. Lo conozco, pues, hoy, y no me equivoco al decir que es fuerte, pero ignorante; se irrita con facilidad, pero no tiene rencor; en una palabra: aún no está maduro para la sedición tal como yo la entiendo y como deseo que sea. Carece de instrucción para ver los sucesos bajo el doble punto de vista del ejemplo y la utilidad; carece de memoria para acordarse de su propia experiencia.
»Se asemeja, para que lo entendáis mejor, a esos atrevidos jóvenes que he visto en Alemania en ciertas funciones públicas subir con ardor a la punta de un mástil en que el baile había mandado colocar un jamón y un cubilete lleno de dinero. Poseídos de entusiasmo se arrojan a la cucaña y andan con una rapidez maravillosa; pero así que llegan al punto difícil y con sólo extender el brazo podían alcanzar el premio, les faltan las fuerzas y se dejan caer hasta el suelo en medio de los silbidos de la muchedumbre.
»Por primera vez les sucedía lo que acabo de decir, y la segunda economizaban las fuerzas y el aliento; pero como empleaban muchísimo tiempo, frustrábase su intento por causa de la lentitud, como antes de la precipitación, hasta que al fin adoptaban un término medio, y sin precipitarse ni ser perezoso en su operación salían bien de su empresa. Este es el plan que yo medito: ensayos, siempre ensayos que nos vayan aproximando al objeto, hasta que llegue el día en que podamos conseguirlo de un modo infalible.
Calló Balsamo y contempló a su auditorio, en el cual hervían todas las pasiones de la juventud y la inexperiencia.
—Podéis hablar, hermano —dijo a Marat que era el que más se agitaba.
—Seré conciso —respondió—; los ensayos adormecen a los pueblos si no los desaniman… ¡Ensayos! Esta es la teoría de M. de Rousseau, ciudadano de Genova y gran poeta, pero genio lento y apocado: ciudadano inútil a quien Platón hubiera arrojado de su República. ¡Aguardar y siempre aguardar! Ya hace siete siglos que estáis esperando, desde la emancipación de los consejos y la insurrección de los maillotins[35]; contad las generaciones que han sucumbido entretanto, y veamos entonces si os atrevéis a tomar aún por divisa para lo futuro la fatal palabra de aguardar. M. de Rousseau nos habla de oposición, como se hacía en ese siglo que se considera grande, como hacían al lado de las marquesas y a las plantas del rey, Moliere con sus comedias, Boileau con sus sátiras y La Fontaine con sus apólogos.
»La oposición, que no ha trabajado porque la causa de la humanidad avance ni poco ni mucho, es pobre, es débil. Los niños recitan esas teorías disfrazadas sin entenderlas, y se duermen en tanto que las recitan. Con arreglo a vuestra cuenta, también Rabelais ha escrito de política; pero es una política que hace reír y que a nadie corrige: y si no, ¿habéis visto que se haya corregido un abuso siquiera de trescientos años a esta parte? ¡Basta de poetas! ¡Basta de teóricos! ¡Lo que se necesita son obras, acciones! Tres siglos hace que Francia está en manos de la medicina, y ya es tiempo de que la cirugía se encargue de ella a su vez y se decida a usar el escalpelo y la sierra. Y pues que la sociedad está gangrenada, contengamos la gangrena con el hierro. Quien puede aguardar es el que se levanta de la mesa para recostarse en blandos cojines, ordenando a sus esclavos que quiten de ellos a soplos las hojas de rosas de que están cubiertos, porque satisfecho entonces el estómago comunica al cerebro estimulantes vapores que lo distraen y pueblan de pensamientos a cual más risueños; pero el hambre, la miseria, la desesperación no se satisfacen, no se mejoran, no se consuelan con estrofas, sentencias y romances. Grita el pueblo porque sufre: ¡sordo sea el que no oiga sus lamentos! ¡Maldecido el que no conteste a ellos! Una insurrección, aunque fuese sofocada, ilustraría los entendimientos más que mil años de preceptos, más que tres siglos de ejemplos; también enseñaría a los reyes si no los derribaba, y eso es mucho, eso basta.
Salió de algunos labios un murmullo lisonjero, y Marat continuó:
—¿Dónde se hallan nuestros enemigos? En escala superior a la nuestra: puesto que defienden la puerta del palacio y rodean las gradas del trono: Paladión que custodian con más cuidado y temor que lo hacían los troyanos. Ese Paladión que les proporciona poderío, riqueza e insolencia es el trono, al cual no puede llegarse sino hollando los cadáveres de los que lo defienden, como no pueden llegarse al general sino derribando los batallones que le protegen. Pues la historia enseña que desde Darío hasta el rey Juan, desde Régulo hasta Duguesclin, han sido derrotados muchos batallones y apresados gran número de generales.
»Arrollemos nosotros la guardia y llegaremos hasta el ídolo: descarguemos el golpe sobre las centinelas, y llegaremos a descargarlo sobre el jefe. Embistamos primero a los cortesanos, a los nobles, a los aristócratas, y después a los reyes. Contaréis las cabezas privilegiadas que hay, y veréis que apenas suman doscientas mil; paseaos con una cuchilla bien cortante en la mano por ese hermoso jardín llamado Francia, y segad esas doscientas mil cabezas, como hacía Tarquino con las adormideras en el Lacio, y todo está dicho. Entonces quedarán solamente dos poderes que se disputen la supremacía: el pueblo y el trono. Que el trono, que no es más que un emblema, pretenda luchar contra el pueblo que es un gigante, y ya veréis lo que ocurre. Cuando los enanos quieren derribar a un coloso empiezan por el pedestal; cuando los leñadores quieren echar por tierra una encina la cortan por el pie. Pues seamos leñadores: ¡leñadores!, empuñemos el hacha, arranquemos la encina de raíz, y sus soberbias ramas no tardarán en caer al suelo.
—Y seréis aplastado en su caída como un pigmeo, ¡desventurado! —gritó Balsamo con voz de trueno—. ¡Ah! Desatáis vuestra furia contra los poetas, y habláis por medio de metáforas más poéticas y preñadas de imágenes que las que ellos emplean. Hermano, hermano —continuó dirigiéndose a Marat—, esas frases las habéis tomado de alguna novela que estáis compaginando en vuestra buhardilla; yo soy quien os lo digo.
Ruborizóse Marat y Balsamo prosiguió diciendo:
—¿Sabéis lo que es una revolución? ¿No? Pues yo que he asistido a doscientas, os lo diré; yo que he visto la del antiguo Egipto, la de Asiria, las de Grecia, las de Roma, las del bajo Imperio; yo que he visto las de la Edad Media, cuando los pueblos se lanzaban unos sobre otros, Oriente sobre Occidente, y Occidente sobre Oriente, degollándose por no entenderse. Desde los reyes pastores hasta nuestros días, tal vez habrá habido cien revoluciones; ¡y os quejabais hace poco de que somos esclavos! Las revoluciones no sirven, pues, para nada; ¿pero por qué?, porque los que las promovían estaban atacados del mismo vértigo, a saber: de la precipitación, sin tener en cuenta que Dios, que preside las revoluciones del mundo como el genio las de los hombres, no se precipita.
«¡Derribad, derribad la encina!» —gritáis, sin comprender que esa encima, que tarda un segundo en caer, cubre tanto terreno cuando cae como un caballo recorrería a galope en treinta segundos. Ahora bien, los que derribaran la encina por faltarles tiempo para evitar su caída imprevista, quedarían aplastados bajo su inmenso ramaje. ¿Es eso lo que deseáis? Pues no podréis conseguirlo de mí. Yo he sabido vivir, a semejanza de Dios, veinte, treinta, cuarenta edades de hombres, como Dios soy eterno y como Dios seré paciente. En el hueco de esta mano está mi suerte, la vuestra y la del mundo: y nadie me hará abrir esta mano llena de asombrosas verdades que no accedo a mostrar. Sé que encierra el rayo, pero permanecerá en ella como en la diestra de Dios.
—Señores, señores, dejemos esas alturas en extremo sublimes y volvamos a bajar a la tierra.
»Os lo manifiesto, señores, con tanta sencillez como convicción, aún no es hora, el rey que reina en el día es el último reflejo del gran rey a quien todavía venera el pueblo y en esa Majestad que se va disipando hay algo que deslumbra aún para contrabalancear los relámpagos que se desprenden de vuestros resentimientos. El que se sienta hoy en el trono ha nacido siendo rey, y morirá siéndolo, porque viene de una raza insolente pero pura, porque podéis ver su origen en su frente, en un gesto, en la voz; de modo que siempre será rey. Le derribaremos y pasará lo que sucedió con Carlos I, es decir, que sus verdugos se prosternarán ante él, y los cortesanos de su desgracia besarán lo mismo que lord Capell el hacha con que se haya cortado la cabeza a su soberano.
»Señores, ahora bien, ninguno de vosotros ignora que Inglaterra se apresuró; pues si el rey Carlos I terminó en un cadalso, Carlos II, su hijo, murió en el trono.
»Esperad, señores, esperad, porque los tiempos no han de tardar en ser propicios para nuestro intento.
»Os empeñáis en destruir los lirios, y esa es la divisa de todos nosotros: Lilia pedibus destrue; pero es necesario que no quede ni una raíz, pues de otra manera volverá a retoñar la flor de San Luis. Pretendéis destruir el trono, mas con el objeto de que lo sea para siempre es preciso quitarle el prestigio y la esencia; queréis destruirlo, mas para ello debéis aguardar a que no sea un sacerdocio, sino un empleo, y a que no se ejerza en un templo, sino en una tienda. Ahora bien, lo más sagrado que existe en el trono, es decir, la legítima transmisión de la corona autorizada hace muchos siglos por Dios y los pueblos va a perderse para siempre. Hermanos, escuchad: esa barrera imposible de salvar, puesta entre nosotros, que no somos nada, y esas criaturas semidivinas; ese límite que los pueblos nunca se han atrevido a traspasar y se llama legitimidad, esta palabra que brilla tanto como un faro, y que hasta el día ha librado al trono de un naufragio, va a desaparecer barrida por el soplo de la misteriosa fatalidad.
»La delfina, destinada en Francia a perpetuar la raza de los reyes con la mezcla de la sangre imperial, la delfina, casada hace un año con el heredero del trono… Señores, aproximaos, porque temo no traspase estas paredes el ruido de mis palabras.
—Continuad, continuad —dijeron con ansia los seis jefes.
—Pues bien, señores, ¡la delfina se encuentra virgen aún!
De aquel círculo estrecho compuesto de seis cabezas que casi se rozaban, dominadas por la de Balsamo, quien se inclinaba sobre ellas desde lo alto del estrado, salió como un vapor mortal un murmullo siniestro que hubiera puesto en fuga a todos los reyes de la tierra por la rencorosa alegría que revelaba.
—Así las cosas —prosiguió Balsamo—, se presentan dos hipótesis a cual más provechosas para nuestra causa.
»Es la primera, que la delfina continúe siendo estéril, pues entonces se extingue la raza; entonces el porvenir no deja a nuestros amigos ni combates, ni dificultades, ni desórdenes, y a esa raza señalada de antemano con el signo de la muerte le sucederá lo que le ha sucedido en Francia de tres en tres reyes, lo que sucedió a Luis el Terco, Felipe el Largo y Carlos IV, hijos de Felipe el Hermoso y que sucumbieron sin tener sucesión, después de reinar los tres; lo que sucedió a los hijos de Enrique II, esto es, Francisco II, Carlos IX y Enrique III, quienes también murieron sin descendencia. El delfín, el conde de Provence y el de Artois reinarán también, y los tres morirán sin tener hijos porque así lo ha ordenado el Destino.
»Y así como a Carlos IV, que fue el último de la raza de Capeto, sucedió Felipe VI de Valois, colateral de los anteriores reyes; así como después de Enrique III, que fue el último de la rama de los Valois, vino Enrique IV de Borbón, colateral de la raza anterior, después del conde de Artois, designado en el libro de la fatalidad como el último de los reyes de la rama primogénita, vendrá tal vez algún Cromwell o algún Guillermo de Orange, ora sea extraño a la raza, ora trastorne el orden natural de sucesión.
»He aquí lo que se deduce de la primera hipótesis.
»La segunda es que la delfina deje de ser estéril, y este es un lazo en que van a precipitarse nuestros enemigos suponiendo que nosotros caeremos también en él. ¡Oh!, si la delfina sale de su estado de esterilidad, si llega a ser madre, cuando todos se regocijen en la corte y crean consolidado el trono de Francia, nosotros podremos alegrarnos también porque poseeremos un secreto tan terrible, que ningún prestigio, ningún poder, ningunos esfuerzos contrarrestarán los crímenes que ese secreto encierra, junto a las desgracias que resultarán de semejante fecundidad para la reina futura, pues el heredero que dé al trono, lo haremos a poca costa ilegítimo declarando adúltera su fecundidad. Pues, la esterilidad hubiera sido un beneficio de Dios comparada con esa dicha ficticia otorgada al parecer por el cielo. He aquí, señores, por qué me abstengo de obrar; he aquí por qué espero, hermanos; he aquí en fin, por qué creo que hoy es inútil agitar las pasiones populares, que emplearé de un modo eficaz cuando sea oportuno.
»Señores, ahora que sabéis lo que se ha trabajado este año, podéis ver si han progresado o no nuestras minas. Convencidos, pues, que no alcanzaremos nuestro objeto sino con el ingenio y valor de unos, que serán los ojos y el cerebro, la persistencia y trabajo de otros, que representaran los brazos, y la fe y abnegación de otros, que serán el corazón.
»Fijaos especialmente en que es preciso obedecer ciegamente para que hasta vuestro jefe se inmole a la voluntad de los estatutos de la orden el día en que así lo exijan.
»Y con esto, señores y carísimos hermanos, terminaría la sesión si no me faltara que hacer un bien e indicar un daño.
»El eminente escritor que se ha hallado entre nosotros, y que sería nuestro a no ser por el celo inoportuno de uno de nuestros hermanos que ha asustado a un alma tímida de suyo; ese gran escritor, repito, ha tenido razón en lo que ha expuesto en nuestra asamblea, y para mí es una desgracia que un extraño tenga razón contra una mayoría de hermanos que conocen muy mal nuestros reglamentos y desconocen en absoluto el objeto que nos guía.
»Triunfando Rousseau, con los sofismas que contienen sus libros de las verdades de nuestra asociación, representa un vicio fundamental que extirparía por medio del hierro y el fuego, si no esperase curarlo por medio de la persuasión. El amor propio de uno de nuestros hermanos se ha desarrollado lastimosamente sobreponiéndose a todo en la discusión; pero jamás volverá a ocurrir un hecho por el estilo o recurriré a las vías de la disciplina.
»Propagad la fe, señores, por medio de la dulzura y la persuasión; indicadla, no la impongáis; no la introduzcáis en las almas rebeldes a martillazos, como hacen los inquisidores con los torniquetes del verdugo. No olvidéis que únicamente seremos grandes cuando se nos tenga por buenos, y que no se nos tendrá por buenos hasta que no parezcamos mejores que todo lo que nos rodea; acordaos también que entre nosotros los grandes, los buenos y los mejores, nada valen sin ciencia, arte y fe; nada, en fin, junto aquellos a quienes Dios ha marcado con un sello particular para que ordenen a los hombres y rijan un imperio.
»Se levanta la sesión».
Seguidamente se cubrió Balsamo la cabeza y se embozó en su capa.
Los iniciados se marcharon uno a uno, y en silencio, para no despertar sospechas.