Advirtió Rousseau que las conversaciones entre los concurrentes eran muy discretas y limitadas; muchos ni siquiera movían los labios, y apenas se cruzaban algunas frases en tres o cuatro parejas.
Los que callaban, procuraban ocultar su rostro, lo cual no era muy difícil, gracias a la gran masa de sombras que proyectaba la estrada del presidente a quien esperaban.
Dicha estrada era, pues, un refugio para los tímidos.
Pero en cambio dos o tres individuos de la corporación estaban en constante movimiento para ver si conocían a sus colegas, yendo y viniendo, hablando entre sí y desapareciendo frecuentemente por una puerta disimulada con una cortina negra sembrada de rayas encarnadas.
Oyóse a poco una campanilla y entonces abandonó un hombre pura y simplemente la esquina del banco en que estaba confundido con los demás masones, tomando asiento en la estrada.
Hechos algunos signos con la mano y los dedos, signos que repitieron todos los asistentes, y a los que agregó él otro más explícito que los demás, declaró abierta la sesión.
No conocía Rousseau a aquel hombre que bajo la apariencia de un cortesano acomodado ocultaba mucha presencia de espíritu, ayudada de una elocución tan fácil que la hubiera deseado cualquier orador.
Su discurso fue claro y conciso, en el cual manifestó que la logia se había reunido para proceder a la recepción de un nuevo hermano.
—Nadie se asombre —dijo—, de que no nos hayamos reunido en el local en que se hacen las pruebas, pues los jefes las han considerado inútiles. El hermano que se trata de recibir es una de las lumbreras de la filosofía contemporánea, y un hombre de un talento profundo que se dedicará a la defensa de nuestra causa, no por temor sino por convicción. El que ha sondeado todos los misterios de la Naturaleza y del corazón humano, no necesita el estímulo que empleamos para con el simple mortal a quien pedimos que nos preste ayuda con su brazo, su voluntad y su dinero. Para que el hombre de un talento tan distinguido y de un carácter tan honrado como enérgico nos dé su cooperación, nos basta su promesa y aquiescencia.
Así fue como acabó el orador su proposición mirando en torno suyo para examinar qué efecto producía.
En Rousseau causó un efecto mágico, pues el genovés conocía los misteriosos preparativos de la masonería, considerándolos con una especie de repugnancia muy natural en hombres ilustrados; aquellas concesiones por completo absurdas, puesto que eran inútiles, que los jefes exigían a los candidatos para infundir miedo, cuando se sabe que nada hay que temer, le parecían el colmo de la puerilidad y una superstición ociosa.
Es más, el filósofo timorato, refractario a las manifestaciones individuales, hubiera mirado como una desgracia tener que presentarse en espectáculo ante personas a quienes no conocía, y que con seguridad se burlaban de él con más o menos buena fe.
Resultó de esto, que al ver que le dispensaban de pruebas se alegró muchísimo, porque conociendo como conocía lo rigurosa que era la igualdad en los principios masónicos, era para él un triunfo, una excepción en favor suyo.
Se disponía, pues, a responder con algunas palabras a la graciosa facundia del presidente, cuando salió una voz del auditorio diciendo:
—Ya que os creéis obligado a tratar como si fuese un príncipe a un hombre como nosotros; ya que le dispensáis de las molestias físicas, como si no fuese uno de nuestros símbolos, buscar la libertad a costa de los sufrimientos del cuerpo, a lo menos esperamos que no iréis a otorgar a un desconocido un título precioso, sin preguntarle con arreglo al rito y conseguir que haga profesión de fe.
Volvióse Rousseau para contemplar el semblante del agresivo personaje que descargaba tan duro golpe en el carro del vencedor.
Conoció entonces con la mayor sorpresa al joven cirujano con quien habló aquella mañana en el malecón de las flores.
El sentimiento de su buena fe, y tal vez un sentimiento de desdén hacia el título precioso, le impidió responder.
—¿Habéis oído? —dijo el presidente dirigiéndose a Rousseau.
—Muy bien —contestó el filósofo, quien se estremeció levemente al oír resonar su propia voz en la bóveda de aquella cueva sombría—; lo he oído, pero no me asombro de las interpelaciones cuando veo quien me las hace. ¡Cómo! ¡Un hombre cuyo estado es combatir lo que se llama padecimientos físicos, prestando en esta forma ayuda a sus hermanos, sean o no masones, viene a predicar aquí la utilidad de esos padecimientos…! ¡Buen camino ha elegido para hacer que el hombre sea feliz, y curar las enfermedades!
—No se trata aquí —replicó con viveza el joven—, de este o del otro, pues ni yo conozco al candidato, ni el candidato debe conocerme a mí. Yo procedo con arreglo a la lógica, sosteniendo que el venerable ha hecho mal en hacer excepción de personas: del mismo modo que yo no veo en ese individuo al filósofo, tenga él la bondad de no ver en mí al cirujano, porque quizá debamos estar juntos toda la vida sin que una mirada ni un gesto descubra jamás nuestra intimidad más estrecha, sin embargo, gracias al vínculo de asociación que une todas las amistades vulgares. Insisto, pues, en que si se ha creído que el que va a entrar en nuestra comunión no debía hacer pruebas, a lo menos debe preguntársele.
No contestó Rousseau, y conociendo el presidente en su semblante que no le agradaba aquella discusión, y que sentía haberse metido en aquella empresa, dijo al joven con tono de autoridad:
—Hermano, tened la bondad de callar cuando el jefe está hablando, y no critiquéis con ligereza sus actos soberanos.
—Tengo derecho para interpelar —repuso el joven con más dulzura.
—Para interpelar sí, pero no para censurar. El hermano que va a ingresar en la asociación es muy conocido para que necesitemos emplear en nuestras relaciones masónicas con él un misterio ridículo e inútil. Todos los hermanos que se encuentran presentes, saben quién es, y su nombre es una garantía; pero como estoy seguro de que también él es amigo de la legalidad, le suplico que se explique acerca de una pregunta que siento únicamente pro forma. ¿Qué buscáis en la asociación?
Anduvo Rousseau dos pasos, y separándose de la multitud miró a la reunión con aire pensativo y melancólico.
—Yo busco —dijo—, lo que no hallo; verdades y no sofismas. ¿Por qué me habéis de rodear de puñales que no dañan, de venenos que son agua clara, y de trampas cubiertas por debajo de colchones? Comprendo hasta donde llegan los recursos de las fuerzas humanas; conozco mi vigor físico, y como si lo debilitarais no valdría la pena que me eligieseis hermano vuestro, porque para nada os serviría muerto, ni deseáis matarme, ni mucho menos herirme, y todos los cirujanos del mundo no harían que considerase buena una ceremonia en que me descoyuntasen un miembro. Más que todos vosotros he aprendido yo a saber lo que son dolores, porque he sondeado el cuerpo y palpado hasta el alma. Si consentí en venir aquí cuando se me instó a ello (y recalcó estas palabras) es porque pensaba que podría ser útil; de suerte que doy en vez de recibir. Antes, ¡ay!, que podáis hacer algo en mi defensa, antes que me deis solamente con recursos vuestros la libertad si me reducen a prisión, pan si me sitian por hambre, y consuelo si me afligen: antes, repito, que seáis algo, el hermano a quien admitís hoy en vuestro seno, si es que el señor lo permite (agregó volviéndose hacia Marat), habrá pagado su tributo a la Naturaleza, porque el progreso está manco, porque la luz es lenta, y ninguno de nosotros le sacará de la fosa en que caiga.
—Engañado estáis, ilustre hermano —dijo una voz suave y penetrante que atrajo con dulzura a Rousseau—; en la asociación que tenéis a bien aceptar, se encierra nada menos que la suerte futura del mundo, y no ignoráis que porvenir es lo mismo que esperanza, lo mismo que ciencia; ya sabéis que el porvenir es Dios, que debe dar su luz al mundo, puesto que ha ofrecido que la dará, y Dios no miente.
Rousseau se sorprendió al escuchar un lenguaje tan elevado, contempló al que hablaba, y conoció al hombre, joven todavía, que le dio la cita aquella mañana en el solio de justicia.
Aquel hombre vestido de negro esmeradamente, y sobre todo con gran distinción, estaba vuelto de espaldas a uno de los frentes laterales de entrada, y su rostro, iluminado por un tenue resplandor, brillaba en toda su belleza, gracia y expresión natural.
—¡Ah! —exclamó Rousseau—; la ciencia es un abismo insondable. Vos me habláis de ciencia, consuelo, porvenir y promesa; pero como otro me habla de la materia, el rigor y la violencia, ¿a quién deberé creer? De suerte que en la asamblea de los hermanos ocurre lo mismo que entre los hambrientos lobos de ese mundo que se agita sobre nuestras cabezas. ¡En todas partes lobos y ovejas…! Escuchad, por lo tanto, mi profesión de fe, supuesto que no la habéis leído en mis obras.
—¡Vuestras obras! —exclamó Marat—; reconozco que son sublimes, pero una pura utopía; vos sois útil bajo el mismo punto de vista que Pitágoras, Solón, y el sofista Cicerón. Exponéis el bien, pero un bien artificial, inasequible y aéreo, pareciéndose a uno que pretendiese mantener a una muchedumbre hambrienta con bolas de aire más o menos abrillantadas por el sol.
—¿Habéis observado —dijo Rousseau frunciendo el entrecejo—, que las grandes conmociones de la Naturaleza se verifiquen sin anterior preparación? ¿Habéis visto nacer al hombre, suceso sublime aunque vulgar? ¿Habéis visto que nazca sin que haya estado amontonado durante nueve meses en el seno de su madre la sustancia y la vida? ¡Ah!, pretendéis que regenere al mundo con actos, y eso no es regenerar, sino hacer una revolución.
—¡Pues entonces —repuso el cirujano con vehemencia—, vos no deseáis que el hombre sea independiente, que sea libre!
—Por el contrario —repuso Rousseau—, porque la independencia es mi ídolo, porque la libertad es mi diosa. No hay más diferencia sino que yo deseo una libertad dulce y radiante, que caliente y vivifique; yo quiero una igualdad que enlace a los hombres por medio de la amistad, no por medio del temor; yo quiero la educación, la instrucción de cada elemento del cuerpo social, como el mecanismo busca la armonía, como el ebanista quiere la ensambladura, es decir, que cada pieza de su trabajo concurra precisamente a formar el todo por medio de una copulación absoluta. Insisto en que lo que yo quiero está consignado en mis escritos, a saber: progreso, concordia y mutuo rendimiento.
En los labios de Marat brilló una sonrisa desdeñosa.
—Sí, los arroyos de leche y miel —dijo—, los campos Elíseos de Virgilio, sueños de un poeta cuya filosofía pretende convertirlos en una realidad.
No replicó Rousseau, pues le parecía excesivamente duro tener que defender su moderación, a pesar de que en toda Europa se le consideraba como un innovador violento.
Se volvió a sentar sin pronunciar una palabra, después de consultar con la vista para tranquilidad de su alma sencilla y tímida, y obteniendo la aprobación, aunque tácita, del personaje que le había defendido hacía poco.
Alzóse el presidente, y dijo dirigiéndose a todos:
—¿Os habéis enterado?
—Sí —contestó la asamblea.
—¿Consideráis digno al hermano a quien vamos a recibir de pertenecer a la asociación? ¿Comprende a vuestro entender los deberes de tal?
—Sí —dijo la asamblea; pero con una reserva que daba a entender poca unanimidad.
—Prestad el juramento —dijo el presidente a Rousseau.
—Deploraría mucho —contestó el filósofo con cierto orgullo—, tener que disgustar a varios individuos de esta asociación, y debo para evitarlo repetir las palabras que pronuncié hace poco, palabras hijas de mi convicción. Si fuera orador, las desenvolvería de una manera que dejase embargados los ánimos; pero mi lengua se rebela, y siempre traiciona a mi pensamiento cuando le pido que lo exprese con rapidez. Digo, pues, que hago más en favor del mundo y por vos, fuera de esta reunión, que si imitara asiduamente vuestras costumbres; y por lo mismo debéis dejarme entregado a mis tareas, debilidad y aislamiento. Repito que me inclino hacia el sepulcro; las pesadumbres, las enfermedades, las calamidades me arrastran a él, y vosotros no podéis retrasar esa gran obra de la Naturaleza. Abandonadme, pues, porque no he nacido para caminar con los hombres a quienes odio y de quienes huyo; no obstante, les sirvo porque también yo soy hombre, y porque sirviéndolos los considero mejores que lo son. Ya sabéis ahora mi manera de pensar, y no diré una palabra más.
—¿Es decir que no queréis prestar el juramento? —preguntó Marat emocionado.
—Me niego rotundamente, y no quiero formar parte de la asociación, porque suficientes pruebas tengo de que sería en ella un hombre inútil.
—Hermano —dijo el desconocido con voz conciliadora—, consentidme que os llame así, pues realmente somos hermanos fuera de toda combinación del espíritu humano. No os dejéis arrastrar de un momento de despecho muy natural por cierto: sacrificad algo de vuestro legítimo orgullo, y haced por nosotros lo que os causa repugnancia. Vuestros consejos, vuestras ideas, vuestra presencia aquí, son para nosotros tan necesarias como la luz, y no consintáis sumirnos en las tinieblas de vuestra ausencia y negativa.
—Estáis equivocado —dijo Rousseau—; nada os quito, puesto que jamás daré más que lo que he dado a todo el mundo, al primer lector que se presente, a cualquiera que interprete las Gacetas, si deseáis el nombre y la esencia de Rousseau.
—Lo queremos —dijeron con política muchas voces.
—Pues tomad entonces una colección de mis obras, colocad los tomos en la mesa de vuestro presidente, y cuando se trate de declarar cada uno su opinión, y me toque a mí manifestar la mía, abrid una obra y no sólo veréis en ella un dictamen, sino una sentencia.
Dio Rousseau un paso como para marchar, pero el cirujano le dijo:
—¡Esperad un momento! Las voluntades son libres, y la del ilustre filósofo idénticamente igual que las de los demás; pero no sería muy natural haber dado entrada en nuestro santuario a un profano, que no estando, como no está, ligado con ninguna cláusula, ni aun tácita siquiera, podría descubrir nuestros misterios, sin que por tal causa dejase de ser un hombre de bien.
Rousseau le devolvió su sonrisa, y dijo:
—¿Deseáis que preste juramento de guardar silencio?
—Claro que sí.
—Pues estoy dispuesto a ello.
—Os ruego leáis la fórmula, hermano venerable —dijo Marat.
El hermano dio lectura a la fórmula:
«Juro delante de Dios grande, eterno y arquitecto del Universo, de mis superiores, y de la respetable asamblea en que me encuentro, no revelar jamás, ni dar a conocer, ni escribir nada de todo lo que pase a mi vista, condenándome a mí mismo si llego a pecar por imprudencia, a que me castiguen con arreglo a las leyes del gran fundador».
Rousseau se disponía a extender la mano, cuando el desconocido que había escuchado y seguido el debate con una especie de autoridad que nadie le disputaba, aunque estaba confundido entre la multitud, se aproximó al presidente y le dijo al oído unas cuantas palabras.
—Es cierto —replicó el venerable, y añadió—: Sois vos un hombre de bien, no un hermano, sois un hombre de honor, cuya posición en medio de nosotros está reducida a la de un semejante nuestro, y abjuramos por lo tanto nuestra cualidad para suplicaros simplemente os comprometáis bajo palabra de honor que olvidaréis cuanto ha pasado entre nosotros.
—Juro bajo palabra de honor —contestó Rousseau conmovido—, que esto será para mí lo mismo que un sueño que se desvanece al despertar.
Pronunciadas estas palabras, salió de la cueva, siguiéndole varios individuos de la asociación.