Capítulo CII

Al oír aquellas singularísimas palabras dichas por un hombre a quien Rousseau no conocía, cruzó tembloroso las oleadas de gente, y sin fijarse en que era viejo y temía a la multitud, se abrió paso, no tardando en llegar al puente de Ntra. Sra. Mas luego, siempre pensativo y preguntándose a sí mismo, cruzó el cuartel de la Grève por el cual iba a parar más directamente al suyo.

—Conque cualquier desconocido —se dijo—, ¡es poseedor del secreto que todo iniciado viene obligado a guardar bajo pena de vida! Esto es lo que ganan los conciliábulos misteriosos con pasar por el tamiz del pueblo… Hay un sujeto que me conoce y que sabe que no sólo soy consocio suyo, sino cómplice tal vez. Tal situación es intolerable por absurda.

Y murmurando Rousseau estas palabras caminaba de prisa, él que solía ser tan cauto, sobre todo, desde lo que le ocurrió en la calle de Menil Montant.

—Es decir —continuó el filósofo—, que por querer conocer a fondo esos planes de regeneración humana propuestos por ciertos hombres que se creen iluminados, cometiendo la locura de creer que puede salir de las buenas ideas de Alemania, tierra de nieblas y cerveza, iba a comprometer mi nombre con el de algunos tontos o intrigantes para quienes serviría de escudo. ¡Oh…! No ocurrirá así, no; un relámpago me ha mostrado el camino, y no iré a sepultarme a un abismo espontáneamente.

Y Rousseau alentaba apoyándose en su bastón y quedándose parado por un momento en mitad de la calle, de pie e inmóvil.

—Con todo —continuó el filósofo—, era una quimera muy bella; pero eso de establecer la libertad donde sólo hay esclavitud, conquistar el porvenir sin trastornos ni ruido y tender sigilosamente una red en tanto duermen los que esclavizan al mundo… era demasiado hermoso para que me dejara engañar creyéndolo. Me repugna andar con temores, sospechas y recelos, indignos de una imaginación libre y un cuerpo independiente.

Dicho esto acababa de continuar su correría, cuando la vista de varios agentes de M. de Sartine que miraban acá y allá perpendicularmente asustó su libre imaginación dando tal impulso al cuerpo independiente, que se perdió en lo más profundo de la sombra que formaban los pilares, por debajo de los cuales iba caminando.

No era mucha la distancia de los pilares a la calle de Plastrière, así que Rousseau anduvo aquel espacio rápidamente, subió a sus habitaciones jadeando como un gamo que se ve perseguido, y cayó en una silla sin poder contestar una palabra a cuantas preguntas le hizo Teresa.

Por fin dio cuenta de su emoción, atribuyéndola a lo que había caminado, al calor, la noticia de lo encolerizado que se puso el rey en el solio de justicia, la vista del terror del pueblo y el rechazo de cuanto acababa de ocurrir.

Replicó Teresa refunfuñando que esto no era una causa para que dejase enfriar la comida; además de que el hombre no debía ser un marica que le asustase el menor ruido.

Nada respondió Rousseau a este último argumento que mil veces había proclamado, aunque en distintos términos.

—Esos filósofos —agregó Teresa—, esos hombres de imaginación están cortados por una misma tijera; que en sus escritos no cesan de echársela de fanfarrones; que dicen no temen nada; que Dios y la especie humana son nada para ellos: pero en oyendo ladrar a un perrillo ya piden auxilio; así que les entra una fiebre por leve que sea, exclaman: «¡Dios mío! ¡Me muero!».

Era este el tema favorito de Teresa, en el que desplegaba mayor elocuencia y a que contestaba peor Rousseau, tímido de suyo. Así, al compás de aquella música desagradable, Rousseau daba suelta a su pensamiento, que seguramente valía tanto como el de Teresa, no obstante la crítica de aquella mujer.

—La dicha se forma —decía allá para sí—, de perfumes y murmullos; y como el ruido y el olor son cosas convenidas de antemano, ¿quién será el que diga que la cebolla no huele tan bien como la rosa, y que el pavo real no canta tan bien como el ruiseñor?

Pensando en este axioma, que podía pasar por una bonita paradoja, se sentó a la mesa.

Después de comer, no se sentó al clave como de costumbre, sino que dio varias vueltas por la habitación, asomándose infinidad de veces a la ventana, para estudiar la fisonomía de la calle de Plastrière.

Acometió entonces a Teresa un arrebato de celos semejantes al de los tacaños, es decir, la gente más envidiosa de la tierra cuando ven que no se les da la razón.

Porque si hay algún sentimiento fingido desagradable, ninguno tanto como el de un defecto que no se tiene; esto dejando a un lado las buenas o malas cualidades.

Teresa, que despreció siempre la virilidad, complexión, talento y costumbres de Rousseau; Teresa, que le veía viejo, achacoso y feo, no temía que le quitasen su marido, porque no podía suponer que las mujeres le mirasen con otros ojos que ella; pero, a pesar de todo, como uno de los suplicios que más apetece una mujer es atormentarse por celos, Teresa se obsequiaba a veces con semejante tormento.

Viendo, pues, que Rousseau se acercaba tantas veces a la ventana pensativo, y que no se estaba quieto en su sitio, le dijo:

—Ya sé de dónde nace toda esa agitación; hace poco que te has separado de alguien.

La miró Rousseau con extraviados ojos, y esto fue para ella una prueba más.

—Alguno a quien deseas volver a ver —continuó diciendo.

—¿Qué es lo que dices? —añadió Rousseau.

—Según veo, tenemos cita, ¿eh?

—¡Oh! —dijo Rousseau adivinando de lo que se trataba—; ¡tú estás loca, Teresa; citas yo!

—Sé bien que sería una locura —dijo—; pero te creo capaz de cometer esa y otras muchas: anda, anda a hacer conquistas, con ese color de papel mascado, tus palpitaciones de corazón, y esa tosecita seca, que son un buen aliciente para adelantar.

—Pero, Teresa, bien sabes que no hay nada de eso —dijo Rousseau malhumorado—, déjame, pues, tranquilo acá con mis pensamientos.

—Eres un libertino —dijo Teresa con la mayor seriedad del mundo.

Rousseau se abochornó como si concluyeran de decirle una verdad, o hacerle un cumplido.

Teresa entonces se creyó autorizada para presentar un semblante terrible, trastornar los muebles, dar golpes, y jugar con la tranquilidad de Rousseau como juegan los niños con esos aros de metal que encierran en unas cajas, moviéndolos con gran estrépito.

Retiróse Rousseau a su gabinete, porque aquel tumulto había debilitado algo sus ideas.

Estuvo allí pensando que podía ser arriesgado dejar de concurrir a la misteriosa ceremonia de que el desconocido le habló en la esquina del malecón, diciendo Rousseau para sí:

—Si hay castigos contra los que revelan algo, los habrá también contra los tibios y desconocidos: bien sé que los graves peligros, lo mismo que las grandes amenazas, no son nada, siendo muy extraño que en semejantes casos se impongan penas o que se ejecuten; pero es necesario tener cuidado con las venganzas de poca importancia, los golpes solapados, los engaños y demás moneda de cobre. Un día llegaría en que los masones mis hermanos pagarían mi desprecio tendiendo una cuerda en mi escalera para que me rompiese una pierna, y los pocos dientes que me restan, o bien echarían sobre mi cabeza una piedra cuando pasase junto al andamio de alguna obra. Más todavía; no faltaría entre los francmasones algún escritor que viviese próximo a mí, en mi escalera tal vez y desde sus ventanas escudriñase mi aposento, lo cual puede ser, puesto que las reuniones se celebran en la calle de Plastrière nada menos… Pues bien, ese pícaro escribiría sobre mis sandeces que me pondrían en ridículo en todo París; porque, ¿no tengo enemigos en todas partes?

Pasado un instante cambió Rousseau de pensamiento y dijo:

—El valor, ¿dónde está?, ¿dónde la honra? Tengo miedo hasta de mí mismo, y si me viese en un espejo miraría el rostro de un cobarde y un vil… No, no será así, aunque el Universo se coaligue en perjuicio mío, aunque caiga sobre mí una manzana de casas iré… Todo esto que digo es hijo del miedo; desde que habló conmigo ese hombre no hago más que dar vueltas en un círculo de necedades, y dudo hasta de mí mismo. Aquí no hay lógica; me conozco y sé que no soy un hombre entusiasta, de modo que si creí maravillas en la asociación proyectada, es porque las hay. ¿Quién puede asegurar que yo no seré el regenerador del género humano?, ¡yo, a quien han buscado, yo, a quien han venido a consultar bajo la fe de mis escritos, los agentes misteriosos de un poder que no tiene límites! ¡Y he de volver atrás cuando se trata de continuar mi obra sustituyendo la práctica a la teoría!

Rousseau iba animándose y continuó:

—¡No hay cosa más hermosa! Las edades caminan, y en su curso los pueblos salen de su embrutecimiento, el paso sigue al paso en la oscuridad, y la mano a la mano en las sombras, elevándose de esta manera la inmensa pirámide, en suya cúspide pondrán los siglos venideros el busto de Rousseau, ciudadano de Genova, que para obrar como ha dicho arriesga su libertad y su vida, en una palabra, ha sido fiel a su divisa: Vitam impendere vero[33].

Embriagado de gozo Rousseau se acercó al clave y acabó de remontarse a las nubes su imaginación con las melodías más retumbantes, largas y guerreras que pudo arrancar a las teclas del sonoro instrumento.

Al anochecer, cansada Teresa de haber atormentado inútilmente a su prisionero, dormía en su silla; y Rousseau, cuyo corazón latía violentamente, se puso su vestido nuevo, como si fuese a buscar fortuna, no sin que antes estudiara al espejo el juego de sus negros ojos, los cuales le parecieron con satisfacción vivos y penetrantes.

Se apoyó en su caña de Indias, y sin despertar a Teresa, se escurrió del aposento.

Pero cuando bajó la escalera y tocó con la mano al resorte de la puerta que daba a la calle, Rousseau empezó por mirar hacia afuera, con objeto de examinar en qué estado se hallaban los transeúntes.

Ningún carruaje pasaba entonces; pero la calle estaba cuajada de ociosos pisaverdes que se miraban mutuamente, como acostumbran, o se paraban a mirar por los cristales de las tiendas a las jóvenes que había en el mostrador.

Era casi imposible fijar la atención en un hombre en medio de aquel bullicio, de suerte que Rousseau se precipitó en él, aunque no tenía que andar mucho para llegar a su destino.

En la puerta señalada a Rousseau estaba apostado un músico con un viejo violín, y aquella música, que tanto deleitaba a todo verdadero parisiense, llenaba la calle de ecos que repetían los últimos compases de la canción que ejecutaba el instrumento o entonaba el cantor.

No había nada tan desfavorable para el movimiento circulatorio como la aglomeración de gente en aquel sitio, pues los oyentes formaban un círculo, siendo preciso que los yentes y vinientes diesen la vuelta por la derecha o la izquierda del grupo, siguiendo la calle los de la izquierda, y costeando los de la derecha la casa designada, o viceversa.

Advirtió Rousseau que varias personas se perdieron en el camino, como si se hubiesen caído en alguna trampa, y comprendiendo que llevaban el mismo objeto que él, decidió imitar su maniobra, lo cual era fácil.

Habiéndose colocado detrás del grupo de oyentes, como si fuera a pararse también, acechó al primero que vio entrar en el pasadizo; pero más tímido que todos ellos, porque seguramente tenía más que arriesgar, esperó a que se presentase una ocasión favorable.

No esperó mucho rato, pues un cabriolé que venía corriendo del otro extremo de la calle, dividió el círculo en dos mitades, haciendo que la gente de ambos hemisferios se agolpase a las casas. Rousseau se aproximó al umbral del pasadizo, y observando que todos los curiosos se habían vuelto de espaldas hacia él por atender al cabriolé, se aprovechó de su aislamiento y desapareció en el fondo del oscuro portal.

Transcurridos algunos segundos percibió una luz, y junto a ella un hombre sentado con tranquilidad, como el mercader después de haber hecho su venta, y que leía o fingía estar leyendo una Gaceta.

Al ruido de los pasos de Rousseau, aquel hombre levantó la cabeza y llevóse el dedo al pecho.

Respondió Rousseau a aquel gesto simbólico llevándose un dedo a la boca.

Púsose en pie entonces el hombre, y empujando una puerta situada a su derecha e invisible por lo bien que unía con la pared de madera en que se encontraba, mostró a Rousseau una escalera que terminaba debajo de tierra.

Entró Rousseau, y la puerta se volvió a cerrar.

Apoyándose Rousseau en su bastón bajó los escalones, pareciéndole una cosa no muy agradable que los consocios le impusieran por primera prueba el riesgo de romperse la cabeza y las piernas.

Pero aunque la escalera era empinada, era corta, de suerte que Rousseau contó diecisiete escalones, y al momento se vio invadido por una gran dosis de calor que le dio en los ojos y en el semblante.

Este calor húmedo era el aliento de determinado número de hombres que había reunidos en aquella cueva.

Contempló Rousseau las paredes entapizadas de telas encarnadas y blancas en que aparecían varios instrumentos más simbólicos sin duda que reales y efectivos. De la bóveda colgaba una lámpara que despedía un reflejo siniestro sobre los rostros, bastante honrados sin embargo, de las personas que conversaban entre sí en voz baja, sentadas en bancos de madera.

No había en el suelo entarimado ni tapices, sino una gruesa estera que aminoraba el ruido de los pasos.

Cinco minutos antes nada deseaba tanto Rousseau como semejante entrada, y no obstante, ya sentía haber conseguido también penetrar allí.

En los últimos bancos vio un asiento desocupado, y se instaló en él lo más modestamente que le fue posible, detrás de los demás.