Verificóse el famoso solio de justicia con todo el ceremonial que exigían, el orgullo real por una parte, y por otra las intrigas que incitaban al soberano a dar aquel golpe de Estado.
Las tropas pusiéronse sobre las armas, mandándose que una profusión de arqueros vestidos con una ropilla corta, varios soldados de la ronda y muchos agentes de policía, escoltasen al canciller, quien, como un general en un día decisivo, iba a exponer su sagrada persona por el buen éxito de la empresa.
Era profundamente odiado el señor canciller: sabíalo, y si su vanidad podía hacerle temer un asesinato, los hombres mejor informados de los sentimientos del público acerca de él, podían anunciarle sin exageración, que sufriría una buena afrenta, o a lo menos algunos silbidos.
Tan poco honrosa acogida estaba reservada a M. de Aiguillon, a quien el pueblo rechazaba silenciosamente por instinto un tanto perfeccionado con los debates del parlamento.
El rey afectaba serenidad, aunque se hallaba intranquilo; pero se le vio admirarse a sí mismo con su magnífico traje, y no faltó quien hiciera la reflexión de que nada favorece tanto como la majestad. El rey, que no fue otro quien hizo la antedicha reflexión, hubiera podido agregar que el amor de los pueblos; pero esta era una frase que la repitieron tantas veces en Metz cuando estuvo enfermo, que creyó no podía repetirla sin que se le motejara de plagiario.
La delfina, para quien dicho espectáculo era nuevo, y que quizá en el fondo deseaba contemplarlo, tomó su aire dolorido, y así concurrió a la ceremonia, lo cual dispuso la opinión en su favor.
La condesa du Barry era valerosa; animábale la confianza que inspiran la juventud y la hermosura; y como habiéndose dicho tanto de ella, nada podían agregar, se presentó con aire deslumbrador, como si llegase hasta ella un reflejo del esplendor que rodeaba a su amante.
Caminaba el duque de Aiguillon con osadía entre los pares que marchaban delante del rey, sin que revelase su noble y característico semblante rastro alguno de pesar o disgusto. Tampoco alzaba la frente con aire de triunfo, de suerte que al verle marchar de aquel modo, nadie hubiera adivinado la batalla que se había entablado entre el rey y los parlamentos en el terreno de su personalidad.
Le mostró con el dedo la muchedumbre; de las filas de los parlamentarios salieron contra él miradas terribles; pero a esto quedó todo reducido.
El salón de palacio estaba lleno; pues entre interesados y curiosos había más de tres mil personas.
En las afueras, contenida la muchedumbre por las varas de los alguaciles, los bastones y los arqueros formados en masa, indicaba su presencia con ese murmullo inexplicable, que ni es una voz ni articula nada, pero que se oye, no obstante, y puede llamarse con bastante propiedad el rumor de los fluidos populares.
Cuando ya no se oían los pasos, cuando cada uno ocupó su puesto, y el rey ordenó a su canciller con aire sombrío y majestuoso que tomase la palabra, reinó el mayor silencio en el salón.
Anticipadamente sabían los parlamentarios lo que les estaba reservado con el solio de justicia, y comprendían harto bien para qué se les había convocado, debiendo ser para que escuchasen la voluntad real un tanto templada, pero conocían la longanimidad, por no decir timidez del rey, y si algo temían era, más que la sesión, los resultados que iba a producir el solio de justicia.
Tomó la palabra el canciller; y como hablaba con mucha facilidad, su exordio fue muy hábil, abriendo ancho campo a las observaciones de los aficionados al estilo demostrativo.
No obstante, el discurso degeneró en una fraterna tan dura, que la nobleza se sonrió y los parlamentarios empezaron a no encontrarse muy satisfechos.
Ordenaba el rey por boca del canciller que se abreviasen todos los asuntos de Bretaña, pues ya tenía bastante; que el parlamento se reconciliase con el duque de Aiguillon, cuyos servicios eran de su regio agrado, y que no se interrumpiese la administración de justicia; con lo cual todo pasaría como en la dichosa edad de oro, cuando los arroyos corrían murmurando discursos divididos en cinco puntos y del género deliberativo o judicial, y cuando los árboles se hallaban cargados de costales de pleitos, fruta que tenían derecho a coger los señores abogados y procuradores.
Tales golosinas no bastaron al parlamento para reconciliarlo con M. de Maupeou, ni tampoco con el duque de Aiguillon; pero el discurso estaba pronunciado, y no era posible responder.
Despechados los parlamentarios, todos tomaron, con ese admirable conjunto que da tanta fuerza a los cuerpos reunidos, una actitud pacífica e indiferente, que desagradó extremadamente a Su Majestad y a la gente aristocrática de las tribunas.
Púsose la delfina pálida de rabia, y como aquella era la primera vez que veía una resistencia por parte del pueblo, calculaba con frialdad adonde llegaba su fuerza.
Asistiendo como asistía al solio de justicia con el propósito de oponerse, en la apariencia a lo menos, a la resolución que allí se iba a adoptar, se sintió poco a poco arrastrar a formar causa común con los individuos de su raza y casta, tanto y tan bien que mientras que los mordiscos del canciller penetraban más y más en la carne parlamentaria, se indignaba en su fiero orgullo de que no tuviese unos dientes más agudos, creyendo que a ella no le hubieran faltado palabras para hacer que aquella asamblea saltase en el salón como un rebaño de bueyes al sentir el aguijón del tábano. Por último, el canciller le pareció en extremo débil, y los parlamentarios sobrado fuertes.
Era Luis XV tan fisonomista como serían todos los egoístas si al mismo tiempo no fueran en ocasiones perezosos; y dirigió la vista en su derredor para observar el efecto que había producido su voluntad expresada por medio de palabras que le parecían elocuentes.
La palidez de la delfina, y el ver que se mordía los labios, le revelaron enseguida lo que pasaba en su alma.
Por otra parte, observó la fisonomía de la du Barry, y en vez de la sonrisa de triunfo que confiaba percibir en su boca, sólo vio el deseo vehemente de atraer a sí las miradas del rey, como pretendiendo conocer su modo de pensar.
El monarca no necesitaba agregar una palabra a las de su canciller, porque ni esto estaba en la etiqueta ni era necesario; pero se apoderó de él en aquella ocasión el demonio malo, y haciendo seña con la mano expresó que quería hablar.
La atención se convirtió en asombro.
Los parlamentarios todos volviéronse hacia el solio de justicia con igual uniformidad de movimiento que una fila de soldados bien instruidos.
Se conmovieron los príncipes, pares y militares, temerosos de que, después de tanto y tan bueno como se había dicho, dijese una gran necedad Su Majestad Católica; pero por respeto no podían calificar lo que dijera el rey con el nombre de necedad, y le llamaron desde luego una cosa que a nada conduciría.
El mariscal Richelieu, que había tenido la precaución de mantenerse lejos de su sobrino, se acercó en aquel momento a los parlamentarios más furibundos, contemplándolos con una afinidad misteriosa de inteligencia.
Pero su mirada que principiaba a convertirse en rebelde, tropezó con la de la du Barry, y como Richelieu poseía mejor que nadie el precioso arte de las transiciones, pasó del tono irónico al admirativo, eligiendo a la hermosa condesa como punto de intersección entre las diagonales de aquellos dos extremos.
Dirigió, pues, de paso a la du Barry una sonrisa preñada de felicitaciones y galantería; pero aquella se dejó engañar tanto menos, cuanto que el anciano mariscal, habiendo como había entablado correspondencia con los parlamentarios y los príncipes que militaban en las filas de la oposición, tuvo que continuarla por no parecer lo que era efectivamente.
¡Qué perspectivas en una gota de agua, extenso océano para un hombre observador! ¡Cuántos siglos en un momento, que equivalía a una eternidad imposible de describir! Todo esto ocurrió en el tiempo que empleó Luis XV en prepararse para hablar y abrir la boca.
—Ya habéis oído —dijo con voz entera—, lo que mi canciller os ha expuesto acerca de mi real voluntad: ejecutadla, porque tal es mi intención y jamás varía.
Luis XV pronunció estas últimas palabras con el estruendo y vigor con que se desprende un rayo: de suerte que puede asegurarse con exactitud que toda la asamblea se quedó como si hubiese caído en medio de la sala una centella.
Sintieron todos los parlamentarios un estremecimiento de terror que se transmitió enseguida a la multitud como la chispa eléctrica que corre con rapidez a la punta del cordón. Igual estremecimiento se apoderó, aunque no tanto, de los partidarios del rey, y el asombro y admiración estaban grabados, no sólo en todos los semblantes, sino en todos los corazones.
La delfina dio las gracias maquinalmente al rey con una mirada que se desprendió de sus hermosos ojos.
Electrizada la du Barry no pudo menos de levantarse, y hubiera aplaudido sin el temor bien natural que tuvo, de ser apedreada al salir, o de recibir al día siguiente cien coplas a cual más mortificantes.
Luis XV pudo gozarse desde aquel instante en su triunfo.
Los parlamentarios bajaron la frente siempre con la misma uniformidad de movimiento.
Se levantó el rey sobre sus cojines de flores de lis, y al punto se pusieron en pie el capitán de guardias, la servidumbre militar y todos los gentiles hombres.
Tocaron marcha los tambores, las trompetas sonaron en el exterior, y el rumor casi silencioso que reinó a la llegada de la comitiva se convirtió en un rugido que se iba apagando a lo lejos a medida que los soldados y arqueros rechazaban a la muchedumbre.
Arrogante el rey atravesó la sala sin ver otra cosa a su paso que frentes inclinadas.
M. de Aiguillon iba delante de Su Majestad sin abusar de su triunfo.
Al llegar el canciller a la puerta de la sala contempló a lo lejos a todo aquel pueblo, le atemorizaron las miradas que le dirigían a pesar de la distancia, y dijo a los arqueros:
—Apiñaos en mi derredor.
M. de Richelieu, a quien el duque de Aiguillon, saludó profundamente, dijo a su sobrino:
—¡Cuidado, duque, con que mañana o el otro se alcen esas cabezas que hoy se inclinan tanto!
Pasaba la du Barry en aquel momento por el corredor con su hermano, la mariscala de Mirepoix y varias damas; oyó la frase del anciano mariscal, y como tenía más agudeza que rencor, dijo:
—¡Oh!, no hay que temer nada, mariscal, ¿no habéis oído las palabras de Su Majestad? El rey ha manifestado, si no me engaño, que nunca variará.
—En efecto, son palabras muy terribles, señora —respondió el anciano mariscal sonriéndose—; pero por fortuna para nosotros no han visto esos pobres parlamentarios que al mismo tiempo que decía que nunca variaría os miraba el rey.
Y terminó su madrigal con una de esas reverencias que ni aun en el teatro se saben hacer hoy.
Como la du Barry era mujer, y en manera alguna política, sólo vio una lisonja en lo que a M. de Aiguillon le pareció epigrama y amenaza.
De suerte que contestó con una sonrisa, mientras que su aliado se mordía los labios y palidecía al ver que aún duraba el resentimiento del mariscal.
Desde luego el solio de justicia produjo un efecto favorable para la causa del rey; pero por muy grande que sea un golpe, muchas veces no hace sino aturdir, observándose que cuando pasa el aturdimiento, circula la sangre con más vigor y pureza que antes.
Al menos fue esta la reflexión que hizo al ver salir al rey con su brillante comitiva, un corto grupo de personas vestidas con sencillez y situadas, sin duda para observar, en la esquina del malecón de las Flores y de la calle de la Barillerie.
Aquellas personas eran tres y reunidas en aquel ángulo por casualidad, desde allí habían contemplado, al parecer con interés, las impresiones de la multitud. Aunque no se conocían, una vez puestas en relación por algunas palabras que cruzaron entre sí, diéronse cuenta de la sesión aun antes de que se terminara.
—Están ya bien maduras las pasiones —dijo uno de ellos, que era un anciano de brillantes ojos y honrado semblante—. Un solio de justicia es una gran obra.
—Sí —contestó sonriéndose amargamente un joven—; sí, caso de que la obra corresponda con exactitud a las palabras.
—No me cabe duda —replicó el anciano volviéndose—, que os conozco; según creo os he visto en otra ocasión…
—Efectivamente, señor Rousseau, nos vimos el 31 de mayo por la noche.
—¡Ah!, vos sois aquel joven médico, mi compatriota, el señor Marat, en fin.
—Vuestro servidor.
Y se saludaron mutuamente con una reverencia.
No había hablado aún el tercero, que era un hombre joven también y de noble semblante, y que, durante toda la ceremonia, no había hecho otra cosa que contemplar la actitud de la muchedumbre.
El médico fue el primero que desapareció engolfándose en medio de las oleadas del pueblo, quien menos agradecido que Rousseau, le había olvidado ya; pero a cuya memoria aguardaba volver algún día.
El otro joven esperó a que se marchase, y dirigiéndose entonces a Rousseau, le dijo:
—¿Y vos continuáis aquí?
—¡Oh! Ya soy sumamente viejo para ir a meterme en esa barahúnda.
—Entonces, pues —dijo el desconocido bajando la voz—, hasta la noche, en la calle Plastrière, señor Rousseau… No faltéis.
Se estremeció el filósofo como si hubiera visto un fantasma; su tez, que por lo regular era pálida, se puso lívida y quiso contestar a aquel hombre, pero ya había desaparecido.