Capítulo C

Aprovechándose la condesa de Béarn del consejo de Richelieu, a las dos horas de haberse separado del duque hacía antesala en Luciennes, en conversación con M. de Zamora.

Algún tiempo hacía que no se la había visto en casa de la du Barry; de modo que su presencia produjo no poca curiosidad en el gabinete de la condesa cuando se anunció su nombre.

También aprovechó el tiempo M. de Aiguillon, y tramaba un complot con la favorita, cuando Chon fue a solicitar audiencia para la señora de Béarn.

Intentó retirarse el duque, pero la du Barry le detuvo diciéndole:

—Preferiría que permanecieseis aquí, pues si esa vieja pedigüeña viene a solicitar alguna cosa, hallándoos vos presente pedirá menos.

Quedóse el duque y la señora de Béarn con un semblante apropiado a las circunstancias, tomó en frente de la condesa el sillón que esta le ofrecía, después de hacerse, mutuamente los cumplimientos de rúbrica.

—¿Puede saberse a qué dichosa casualidad se debe vuestra venida? —preguntó la du Barry.

—¡Ah!, señora —contestó la anciana—, a una gran desgracia.

:—¿Pues qué sucede?

—Una noticia que desagradará mucho a Su Majestad.

—Señora, exponedla pronto.

—Los parlamentos…

—¡Ah!, ¡ah! —dijo el duque de Aiguillon murmurando.

—Este caballero es el señor duque —se apresuró a decir la condesa presentando su huésped a la señora de Béarn, para evitar cualquiera mala interpretación.

Pero la anciana condesa era tan fina como todos los cortesanos reunidos, y nunca cometía una indiscreción sino a sabiendas, y cuando le parecía útil.

—Ya sé —dijo—, todas las infamias de esos golillas, y la poca consideración con que tratan el mérito y la nobleza de linaje.

Este cumplido, disparado al duque a boca de jarro, le valió un bonito saludo de este, al que respondió la condesa de Béarn levantándose.

—Pero —continuó—, no se trata del señor duque, sino de la población entera, pues los parlamentos no quieren proseguir desempeñando sus funciones.

—¡Es decir que no tendremos justicia en Francia! —repuso la du Barry recostándose en el sofá—, ¿y qué cambio resultará de ello?

Sonrióse el duque; pero lejos de tomar la cosa a broma la señora de Béarn, dio más ceño todavía a su adusto semblante.

—Señora, ese es un gran desastre —dijo.

—¡Hola!, ¿es cierto? —respondió la favorita.

—Señora condesa, bien se advierte que no tenéis pleitos.

—¡Hum! —dijo el duque para llamar la atención a la du Barry, quien entendió al fin la insinuación de la pleitista condesa.

—¡Ay, señora! —dijo—, es verdad: recuerdo ahora que si yo no tengo pleitos, vos tenéis uno de mucha importancia.

—¡Oh!, sí… y cualquiera tardanza será para mí una ruina.

—¡Pobre señora!

—Señora condesa, es necesario que el rey adopte una resolución.

—A lo que Su Majestad está muy decidido; desterrará a los señores consejeros, y todo está dicho.

—Entonces, señora, se aplaza la vista de mi pleito indefinidamente.

—¿Y qué remedio, señora?, si sabéis alguno indicádnoslo.

Se ocultó la condesa en su toca, como César bajo la toga al tiempo de morir.

—Hay un medio —dijo entonces Aiguillon—; pero tal vez no lo adoptará Su Majestad.

—¿Y cuál es? —preguntó ansiosamente la pleitista.

—El recurso que queda al trono de Francia cuando se ve molestado, esto es, acudir al solio de justicia, y decir: ¡yo lo mando!, cuando los oposicionistas se niegan.

—¡Magnífica idea! —exclamó la señora de Béarn entusiasmada.

—Pero que no debe propalarse —replicó Aiguillon con finura haciendo un gesto que comprendió la señora de Béarn.

—¡Oh!, señora —replicó entonces la pleitista—, vos, que tenéis tanto valimiento con Su Majestad, conseguid que diga: «mando que se sentencie el pleito de la señora de Béarn». Además, ya sabéis que se me ha prometido hace mucho tiempo.

M. de Aiguillon se puso a pellizcar los labios, saludó con la vista a la du Barry, y salió del aposento, porque acababa de oír en el patio la carroza del rey.

—¡Ahí está el rey! —dijo la du Barry levantándose para despedir a la pleitista.

—¡Oh, señora!, ¿por qué no consentís que me arroje a los pies de Su Majestad?

—Si es para pedirle que decrete haya un solio de justicia, consiento en ello —replicó la condesa con viveza—. Permaneced aquí, señora, puesto que tal es vuestro deseo.

Apenas se arregló la toca la señora de Béarn, entró el rey y dijo:

—¡Ah! ¿Estáis acompañada, condesa?

—Señor, es la señora condesa de Béarn.

—¡Señor, justicia! —dijo la anciana haciendo una profunda reverencia.

—¡Oh, oh! —exclamó Luis XV con un tono chancero incomprensible para el que no le conociese—: Señora, ¿os han ofendido?

—Señor, hacedme justicia.

—¿Contra quién?

—Contra el parlamento.

—¡Está bien! —dijo el rey palmoteando—; os quejáis de mis parlamentos, y yo deseo que haya quien los haga entrar razón. Yo tengo también que quejarme, y os pido justicia —agregó imitando la reverencia de la anciana condesa.

—Señor, al cabo, sois vos el rey, y como tal, árbitro supremo.

—Rey, sí, pero no siempre árbitro supremo.

—Señor, exponed vuestra voluntad.

—Todas las noches hago eso, señora; pero ellos manifiestan la suya todas las mañanas. Ahora bien; como estas voluntades son totalmente opuestas, hay tanta distancia entre nosotros como del cielo a la tierra, sucediéndonos lo que a la misma tierra y a la luna, que constantemente están corriendo una tras otra, sin que se encuentren nunca.

—Señor, vuestra voz es muy potente para dominar la gritería de esa gente.

—Estáis equivocada, pues ellos son abogados y yo no. Si yo digo que sí, ellos dicen que no; de manera que es imposible que nos entendamos… ¡Ah!, si halláis un medio para que cuando yo diga que sí, ellos no digan que no, formo alianza con vos.

—Existe ese medio, señor.

—Decid cuál es enseguida.

—Señor, eso es lo que voy a hacer. Disponed que haya un solio de justicia.

—En buen apuro iba a meterme —dijo el rey—: ¿Ignoráis, señora, que un solio de justicia es casi una revolución?

—Es hacer ver a esos rebeldes que vos sois el soberano. Ya sabéis, señor, que cuando el rey manifiesta de este modo su voluntad, sólo él tiene derecho para hablar, y nadie responde. Decidles: ¡yo lo mando!, y bajarán la cabeza…

—Es grandiosa la idea —dijo la du Barry.

—Grandiosa, sí —repuso Luis XV—, pero no buena.

—Sin embargo —prosiguió la du Barry con calor—, debe ser muy bonito el acompañamiento, los gentileshombres, los pares, toda la servidumbre militar del rey, y luego una inmensa multitud, con ese solio de justicia compuesto de cinco almohadones sembrados de flores de lis…

—¿Y lo suponéis así? —dijo el rey, empezando a dudar en sus convicciones.

—¡Y el magnífico traje del rey, la capa forrada de armiño, los diamantes de la corona, el cetro de oro, toda esa magnificencia, en fin, que tan bien sienta a un rostro augusto y bello! ¡Oh! ¡Qué hermoso estaríais así, señor!

—Mucho tiempo hace que no se ha visto un solio de justicia —dijo Luis XV con afectada indolencia.

—Señor, desde que erais niño —repuso la condesa de Béarn—; todos los corazones conservan aún el recuerdo de vuestra deslumbradora belleza.

—Esa sería una oportunidad muy buena —añadió la du Barry—, para que el señor canciller desplegase su ruda y concisa elocuencia, agobiando a esa gente con el peso de la verdad, la dignidad y la autoridad.

—Es preciso aguardar —dijo Luis XV—, a que el parlamento cometa algún desatino, y entonces veremos.

—¿Qué otra cosa puede esperarse, señor, que lo que concluye de hacer?

—¿Pues qué ha hecho?

—¿Lo ignoráis?

—Algún tanto ha porfiado acerca de M. de Aiguillon, y esto no es un delito que merezca pena de horca… Aunque —agregó el rey mirando a la du Barry—, nuestro caro duque es amigo mío. Ahora bien, si los parlamentos han regateado respecto al duque, yo he reparado su malignidad con mi decreto de ayer o anteayer, no recuerdo el día fijo; de manera que estamos en paz.

—Bien, señor —dijo vivamente la du Barry—, la señora condesa viene a decirnos que esos señores vestidos de negro han hecho una de las suyas.

—Pues ¿cómo? —dijo el rey frunciendo el entrecejo.

—Señora, hablad, que el rey lo consiente —dijo la favorita.

—Señor, los consejeros han decidido que no haya tribunal hasta que Vuestra Majestad no les dé la razón.

—No es posible —dijo el rey—, os equivocáis, señora: eso sería un acto de rebelión, y confío en que mi parlamento no se atreverá a rebelarse.

—Señor, os aseguro…

—¡Oh!, esas son voces que circulan.

—¿Desea oírme Vuestra Majestad?

—Condesa, hablad.

—Pues bien, mi procurador me ha devuelto esta mañana el legajo de mi pleito, manifestándome que como hoy no hay tribunal le es imposible defenderme.

—Repito que no son más que voces para asustar a los tímidos.

Y mientras que decía esto el rey, se paseaba por el retrete muy agitado.

—Señor, ¿da Vuestra Majestad más crédito a M. de Richelieu que a mí? Porque entonces diría que en mi presencia han devuelto al duque sus pleitos, ni más ni menos que a mí, y que el duque se retiró muy enojado.

—Llaman a la puerta —dijo el rey por mudar de conversación.

—Señor, es Zamora.

Zamora entró diciendo:

—Mi ama, traigo una carta.

—¿Me permitís, señor? —preguntó la condesa—. ¡Ay! ¡Dios mío! —dijo de repente.

—¿Qué es eso?

—Es esta carta del señor canciller, que sabiendo que Vuestra Majestad ha tenido la bondad de venir a visitarme, me ruega intervenga para que le concedáis una audiencia enseguida.

—¿Qué más habrá?

—Haced que pase el señor canciller —dijo la du Barry. Se levantó la condesa de Béarn, e intentó despedirse, pero el rey le dijo:

—No estáis de más, señora. Buenos días, señor de Maupeou, ¿qué sucede?

—Señor —dijo el canciller inclinándose—, el parlamento os molestaba, pero ya no existe.

—Pues, ¿cómo, han muerto esos señores? ¿Han tomado arsénico?

—¡Ojalá! No, señor, que viven: pero se niegan a continuar y dimiten de suerte que acabo de recoger una porción de dimisiones.

—Señor, cuando yo os afirmaba que era cosa seria —dijo la condesa a media voz.

—Y sumamente seria —respondió Luis XV—. ¿Y qué habéis hecho, señor canciller?

—Señor, deseo recibir órdenes de Vuestra Majestad.

—Desterremos a esa gente, Maupeou.

—Señor, no porque sean desterrados habrá tribunal.

—Les intimaremos para que continúen sentenciando… ¡Bah!, ya hemos apelado a las intimaciones… y también al mandato real.

—¡Ah, señor!, esta vez es necesario mostrar carácter.

—Sí, es verdad…

—Valor —dijo en voz baja la señora de Béarn a la du Barry.

—Y presentarse como soberano, después de haber sido tantas veces benigno padre —agregó la condesa.

—Señor canciller —dijo el rey con lentitud—, no conozco más que un recurso, pero grave y eficaz. Deseo que haya un solio de justicia, para que esa gente tiemble de una vez.

—¡Señor, esto sí que se llama hablar! —dijo el canciller—; que bajen la cabeza o que sucumban al peso de la ley.

—Señora —prosiguió Luis XV dirigiéndose a la de Béarn—, si vuestro pleito no se sentencia, ya veis que yo no soy responsable.

—Señor, sois un gran rey.

—¡Oh!, sí —exclamaron a un tiempo la condesa, Chon y el canciller.

—No obstante, no es eso lo que dice el mundo —murmuró el rey.