Seguramente nos preguntará el lector por qué maese Flageot, que va a hacer un papel importante, se llamaba procurador en vez de abogado; y como el lector tiene razón, vamos a acceder a su deseo.
En aquel tiempo menudeaban las vacaciones en los parlamentos, y los abogados hablaban tan poco que no valía la pena el ocuparse de ellos.
Previendo maese Flageot que llegaría una ocasión en que no se defendería ningún asunto judicial de viva voz, hizo ciertos tratos con el procurador maese Guildou, y este le cedió su estudio y clientela por veinticinco mil libras pagaderas de una vez, con lo cual compró maese Flageot una procuraduría. Si se nos pregunta ahora de qué modo pagó las veinticinco mil libras, responderemos que casándose con Margarita, quien heredó dicha suma a fines de 1770, tres meses antes que M. de Choiseul fuese desterrado.
Ya hacía tiempo que maese Flageot se había dado a conocer por la persistencia con que sostenía el partido de la oposición; pero así que llegó a ser procurador se hizo más violento, no sin que conquistase alguna celebridad. Unida esta celebridad a la publicación de una memoria incendiaria sobre el conflicto habido entre M. de Aiguillon y M. de Chalotais, excitó la atención de M. Rafté, quien necesitaba estar al corriente de los asuntos del Parlamento.
Pero, no obstante, su nueva dignidad, y a pesar de que su importancia iba en aumento, Flageot no dejó la calle de Petit-Lion-Saint-Sauveur, porque hubiera sido una cosa muy amarga para Margarita no oír a sus vecinas llamarle la señora de Flageot y que no la respetaran los escribientes de M. Guildou, que entraron a servir al nuevo procurador.
Fácil es adivinar lo que a M. de Richelieu molestaría el atravesar París, el París nauseabundo de aquella zona, para llegar al hediondo agujero, decorado con el nombre de calle por los ediles parisienses.
Frente a la puerta de maese Flageot, detuvo a la carroza de M. de Richelieu otra que también se detenía.
El mariscal divisó el tocado de una mujer que se apeaba de aquel carruaje, y como sus setenta y cuatro años no le habían hecho desistir de su afición a la galantería, se apresuró a hundir sus pies en el negro barro para ir a ofrecer la mano a aquella dama que iba sola.
El mariscal no estaba de suerte en aquel día, pues conoció que aquella mujer era una vieja, al verla sostener en el estribo una pierna seca y rugosa. Un rostro también arrugado, curtido bajo una línea de encarnado, concluyó de probarle que aquella mujer no sólo era vieja, sino decrépita.
No obstante, el mariscal no podía retroceder; había hecho un movimiento, y este movimiento fue visto, además de que Richelieu tampoco era joven. Mientras, la pleitista, porque, ¿qué señora de coche hubiera ido a aquella calle a no ser una pleitista?, la pleitista, decimos, no imitó la indecisión del duque, sino que puso, con una horrible sonrisa, su mano en la de Richelieu.
—Esta cara la he visto yo en algún sitio —dijo el mariscal en voz baja. Y en alta voz:
—¿Señora?, ¿vais también a casa de maese Flageot?
—Sí, señor duque —respondió la vieja.
—¡Oh!, tengo el honor de que me conozcáis —dijo el duque no muy satisfecho, parándose en el umbral del oscuro pasadizo.
—¿Quién no conoce al señor duque de Richelieu? —le respondió—. Sería preciso para ello no ser mujer.
—¡Pues no cree esta tarasca que es mujer! —murmuró el vencedor de Mahón.
Y con suma gracia la saludó, agregando:
—No sé si me atreva a preguntar con quién tengo el honor de hablar.
—Con la condesa de Béarn, servidora vuestra —respondió la vieja haciendo una reverencia de corte sobre el asqueroso entarimado del pasadizo a tres pulgadas de distancia de la trampa de una cueva que se encontraba abierta, y por donde el maligno mariscal esperaba verla desaparecer a manera de escotillón.
—Señora, lo celebro mucho —dijo—, y doy mil gracias a la casualidad que me ha proporcionado el gusto de veros; ¿conque también tenéis pleitos, señora condesa?
—Tengo uno solo, señor conde, pero ¡qué pleito! Es extraño que vos no hayáis oído hablar de él.
—¡Ah!, sí, ese gran pleito… es cierto; no sé cómo demonios se me había olvidado.
—Contra Saluces.
—Sí, contra Saluces; ese pleito que ha motivado una canción.
—¿Una canción? —preguntó la vieja picada—, ¿y qué canción es?
—Señora, cuidado, que hay aquí un montón de escombros —dijo el duque advirtiendo que la vieja no se hundía en el agujero—; apoyaos en el pasamano… esto es, en la cuerda.
Subió la vieja los primeros escalones, y el duque la siguió.
—Sí, una canción sumamente chusca —dijo.
—¿Una canción bastante chusca acerca de mi pleito…?
—Lo veréis… pero vos debéis conocerla…
—¡Yo! De ningún modo.
—Se canta con la misma música que la Borbonesa, y dice:
Mi señora condesa,
no faltéis a la promesa
que me hicisteis tiempo há.
—No olvidéis que la du Barry es quien habla.
—Esa es una insolencia que no merece…
—¡Qué queréis!, los cancioneros nada respetan… Pero como esta cuerda no vibra, vos le respondéis:
Soy vieja y testaruda,
señora, prestadme ayuda,
y ganaré quizá.
—Eso es atroz, caballero —exclamó la condesa—, y a una mujer de mi rango no se le ultraja de ese modo.
—Señora, perdonadme si he dado una nota en falso, porque esta escalera me sofoca… ¡Ah!, ya estamos arriba, permitidme que llame.
La vieja dejó que pasara el duque.
El mariscal tiró del cordón de la campanilla, y la señora de Flageot, que no por haber llegado a ser procuradora, había cesado en sus servicios de ser portera y cocinera, fue a abrir la puerta.
Fueron introducidos los dos litigantes en el gabinete de maese Flageot, donde se hallaron con un hombre furioso, que con la pluma en la boca se estaba rompiendo la cabeza en redactar un alegato terrible a su primer pasante.
—¿Qué es lo que hay, maese Flageot? —preguntó la condesa, a cuya voz volvióse el procurador.
—¡Ah!, señora, servidor vuestro de todo corazón; una silla para la señora condesa de Béarn. ¿Este caballero viene con vos, señora?… Pero, si no me engaño, es el señor duque de Richelieu: ¡el señor mariscal en mi casa…! Otra silla, Bernadet, trae otra silla.
—¿A qué altura está mi pleito, maese Flageot? —dijo la condesa.
—¡Ah!, señora, precisamente me ocupaba de vos.
—Muy bien, maese Flageot, muy bien.
—Y en tal forma, señora condesa, que espero ha de hacer ruido.
—Cuidado con…
—¡Oh!, señora, no debemos guardar contemplaciones…
—Si os ocupáis de mí podéis dar audiencia al señor duque.
—Señor duque, perdonadme, pero sois en extremo galante para que no comprendáis…
—Comprendo, maese Flageot.
—Ahora soy vuestro.
—Creed que no abusaré: ya supondréis lo que me trae aquí.
—Los sacos que M. Rafté me entregó el otro día.
—Y los cuales contenían algunas piezas relacionadas con mi pleito de… a mi pleito sobre… ¡qué diablos!, vos debéis comprender el pleito a que me refiero, maese Flageot.
—Sí, el pleito sobre la pertenencia de la hacienda de Chapenat.
—No digo que no; ¿y opináis que ganaré?, porque sería una cosa graciosísima.
—Señor duque, ese es un asunto aplazado indefinidamente.
—¿Puede saberse la causa?
—No se verá por lo menos antes de un año.
—La razón, si lo tenéis a bien.
—¡Qué más razón deseáis que las circunstancias!, señor duque, las circunstancias. ¿Sabéis el decreto que ha dado Su Majestad?
—Me parece que sí. Pero ¿cuál es?, porque Su Majestad da muchos.
—El que anula el nuestro.
—Perfectamente; y ¿qué más?
—Señor duque, contestaremos a él quemando la escuadra.
—¿Quemando la escuadra? ¿Quemaréis la escuadra del parlamento? He aquí una cosa que no entiendo claramente; y hasta desconocía que el parlamento tuviese escuadra.
—¿Quizá se niegue la primera sala, a ver pleitos? —preguntó la señora de Béarn, a quien no distraía en manera alguna del suyo el negocio de M. de Richelieu.
—Más aún.
—¿La segunda también?
—Eso no sería nada… Las dos salas han adoptado la resolución de no ocuparse de ningún negocio hasta que el rey destituya a M. de Aiguillon.
—¡Bah! —repuso el mariscal dando una palmada.
—De no ocuparse… ¿de qué? —preguntó la condesa conmovida.
—¿De qué queréis que sea, señora?, de los pleitos.
—¡Conque no se sentencia mi pleito! —exclamó la señora de Béarn con un terror que ni intentaba disimular.
—Ni el vuestro ni el del señor duque.
—¡Pero eso es infame! ¡Eso es rebelarse contra los mandatos de Su Majestad!
—Señora —replicó el procurador majestuosamente—, el rey se ha extralimitado, y nosotros… hacemos lo mismo.
—Señor Flageot, conseguiréis que os encierren en la Bastilla, yo soy quien os lo digo.
—Señora, iré a ella cantando, y si voy, todos mis colegas me acompañarán con palmas.
—¡Está furioso! —dijo la condesa a Richelieu.
—Lo mismo estamos todos —replicó el procurador.
—¡Oh!, ¡oh! —exclamó el mariscal—, esto se va haciendo curioso.
—¿Pero no me manifestasteis hace poco que os ocupabais de mí? —repuso la condesa.
—Lo he dicho, y es verdad… Vos sois, señora, el primer ejemplo que cito en mi narración, y aquí tenéis el párrafo que os concierne.
Tomó el alegato empezado de manos de su pasante; colocóse las antiparras, y leyó con voz enfática lo que sigue:
«Su profesión perdida, comprometida su fortuna, despreciados sus deberes… Su Majestad comprenderá cuánto han debido sufrir… Así el exponente corría con un asunto interesante de que depende el caudal de una de las primeras familias del reino; merced a su afanosa solicitud, a su industria y a su talento, llega a decir que el indicado asunto marchaba bien, y el derecho de la muy alta y poderosa señora Angélica Carlota Verónica, condesa de Béarn, iba a reconocerse y proclamarse cuando, colocándose el soplo de la discordia…».
—Señora, aquí llegaba —dijo el procurador con aire satisfecho—, y supongo que la figura será hermosa.
—Señor Flageot —repuso la condesa de Béarn—, hace cuarenta años que hice oficial por primera vez a vuestro señor padre, hombre digno si los hubo; después he seguido protegiéndoos con mi clientela, de modo que habéis ganado diez o doce mil libras con mis asuntos, y tal vez hubieseis ganado todavía otras tantas.
—Escribid, pues, escribid todo esto —dijo Flageot a su pasante—, pues sirve de testimonio y es una prueba de lo que defiendo: se pondrá en la confirmación.
—Ahora bien —interrumpió la condesa—, os retiro mis legajos, y desde este instante perdéis mi confianza.
Maese Flageot, como si le hubiera herido un rayo, se quedó asombrado por un momento, pero sacudiendo el golpe como un mártir que confiesa a su Dios, dijo:
—¡Corriente! Bernadet, entregad los legajos a la señora, y anotad el hecho de que el exponente prefiere su conciencia al interés.
—Condesa, dispensadme —le dijo el mariscal al oído—, creo que no habéis meditado bien.
—¿Por qué, señor duque?
—¿Qué haréis con esos legajos que habéis arrebatado a tan valiente defensor?
—Entregarlos a otro procurador, a otro abogado.
—¿Pero no comprendéis —prosiguió el mariscal siempre hablándole al oído—, que supuesto que se ha resuelto que las salas no se ocupen de ningún asunto, otro procurador hará con vuestro pleito lo mismo que maese Flageot?
—¿En este caso es una liga la que han formado?
—¿Creéis a maese Flageot tan tonto que haya ido a hacerse protestante de por sí para perder él sólo su estudio, si sus colegas no debiesen conducirse como él, y apoyarle de consiguiente?
—Señor duque, y vos, ¿qué vais a hacer?
—Yo reconozco que maese Flageot es un procurador honradísimo, y que mis legajos están en su casa tan bien como en la mía… Por lo mismo los dejo en su poder, pagándole, por supuesto, como si siguiera trabajando.
—¡Hay razón para decir, señor mariscal, que sois tan magnánimo como generoso! —exclamó maese Flageot—; no dejaré de darlo a la fama, señor duque.
—Señor procurador, me honráis excesivamente —respondió Richelieu inclinándose.
—Bernadet —dijo el procurador entusiasmado a su pasante—, en la peroración haréis el elogio del señor mariscal de Richelieu.
—¡No, no!, os lo suplico, maese Flageot —replicó con viveza el mariscal—, ¿qué vais a hacer?, ¡voto al diablo! Me agrada que lo que se llama una buena acción permanezca oculto… Así, pues, no me mencionéis, señor Flageot, pues no transijo en cuestiones de modestia y os desmentiría. ¿Qué decís de esto, condesa?
—Que mi pleito será sentenciado… que necesito una sentencia y la alcanzaré.
—Y yo afirmo que si vuestro pleito se sentencia, será porque el rey haya mandado al tribunal los suizos, la caballería ligera y veinte piezas de artillería —respondió maese Flageot con un aire belicoso que concluyó de consternar a la pleitista condesa.
—¿De manera que pensáis que Su Majestad no puede salir de este atolladero? —preguntó en voz baja Richelieu a Flageot.
—Señor mariscal, no puede ser, porque es un caso nunca visto: el no haber justicia en Francia es lo mismo que si no hubiese pan.
—¿Lo suponéis así?
—Ya lo veréis.
—Pero el rey se molestará.
—¡Estamos decididos a todo!
—Aun a sufrir el destierro.
—No sólo el destierro, sino la muerte, señor mariscal: debajo de la toga alienta un corazón como el de otro cualquiera.
Y maese Flageot se golpeó el pecho fuertemente.
—En efecto —dijo Richelieu a su compañera—, creo que es un caso apurado para el ministerio.
—¡Oh!, sí —respondió la condesa después de un gran rato de silencio—, es muy triste para mí, que yo que no me mezclo en nada de cuanto está ocurriendo, sufro las consecuencias de tal conflicto.
—Señora —dijo el mariscal—, creo que existe en el mundo una persona de influencia que os prestará ayuda en este asunto… ¿Pero querrá hacerlo esa persona?
—Aunque sea curiosidad, ¿cómo se llama esa persona, señor duque?
—Me refiero a vuestra ahijada.
—¡Oh!, ¡oh! ¿A la señora du Barry?
—A la misma.
—Efectivamente; me alegro de que me hayáis despertado esa idea.
Mordióse los labios el duque, y preguntó:
—¿Iríais a Luciennes?
—Sin titubear.
—Pero la condesa du Barry no desarmará la oposición del Parlamento.
—Le diré que deseo que se sentencie mi pleito, y como nada puede negarme de resultas del servicio que le he prestado, manifestará al rey que ese es su gusto. Su Majestad hablará al canciller, y ya sabéis, señor duque, que el brazo del canciller se extiende a larga distancia… Maese Flageot, hacedme el obsequio de estudiar bien mi asunto porque entrará en turno más pronto de lo que creéis; yo os lo aseguro.
Maese Flageot volvió la cabeza con un aire de incredulidad que no hizo modificar su opinión a la condesa.
En este ínterin había reflexionado el duque, y dijo:
—Puesto que os encamináis a Luciennes, señora, tened la bondad de hacer allí presentes mis respetos.
—Señor duque, con mucho placer.
—Somos compañeros de infortunios, y vuestro pleito está en desgracia lo mismo que el mío; de manera que lo que hagáis por vos lo hacéis por mí… Además, podéis manifestar cuánto siento la terquedad del parlamento, agregando que yo soy quien os ha aconsejado que recurráis a la diosa de Luciennes.
—Lo haré, señor duque. Adiós, señores.
—Hacedme el honor de aceptar mi mano para subir a la carroza. Adiós, maese Flageot, os dejo dedicado a vuestras ocupaciones.
Acompañó el mariscal a la condesa hasta el carruaje, y al momento dijo:
—Tenía razón Rafté: los Flageot van a ocasionar una revolución cuando, gracias a Dios, estoy afiliado en los dos partidos. Soy de la corte y del parlamento: la du Barry va a caer por intervenir en la política; pero si se resiste, en Trianón tengo una mina. Está visto que ese tunante de Rafté pertenece a mi escuela, y el día en que sea ministro será necesario nombrarle jefe de mi gabinete.