Capítulo XCVIII

A la mañana siguiente del día en que la terrible sentencia del parlamento puso en conmoción a París y Versalles; cuando todos estaban en expectativa a fin de saber qué consecuencias ocasionaría dicha sentencia, el duque de Richelieu, que se había trasladado a Versalles, entregándose nuevamente a su vida un sí es no es irregular, vio entrar en su aposento a Rafté con una carta en la mano. El secretario olía y pesaba aquella carta con una intranquilidad que no tardó en comunicarse a su amo.

—¿Qué es eso, Rafté? —preguntó el mariscal.

—Monseñor, una cosa poco satisfactoria, a lo que imagino.

—¿Y por qué te lo imaginas?

—Porque la carta procede del señor duque de Aiguillon.

—¡Ah!, ¡ah! —dijo el duque—: ¿De mi sobrino?

—En efecto, señor mariscal; al salir del consejo del rey un conserje de cámara ha venido a entregar este pliego para vos; y ya hace diez minutos que le estoy dando vueltas, suponiendo, no sé por qué, que debe encerrar alguna mala noticia.

El duque extendió la mano, diciendo:

—Dame, que yo soy valiente.

—Os prevengo —interrumpió Rafté—, que al tiempo de entregarme el conserje la carta, se rio con toda su alma.

—¡Cáspita!, la cosa es para asustarse, pero dame —replicó el mariscal.

—Y que añadió: el señor duque de Aiguillon encarga que este pliego se ponga enseguida en manos del señor mariscal.

—¡Que no se diga que el dolor me hace mella! —exclamó el mariscal rompiendo el sello con mano firme, y se puso a leer.

—¡Hola! ¡Hola! ¿Hacéis gestos? —dijo Rafté, con las manos detrás de la espalda, como buen observador.

—¡Puede ser! —murmuró Richelieu, prosiguiendo su lectura.

—Según parece es cosa seria, ¿eh?

—Al verte así, cualquiera supondrá que te alegras.

—Me alegro de ver que no me había equivocado.

El mariscal continuó leyendo.

—El rey es muy bondadoso —dijo al cabo de un instante.

—¿Nombra ministro a M. de Aiguillon?

—Más que eso.

—¡Oh! ¡Oh! Pues, ¿qué es?

—Lee y comenta.

Rafté leyó entonces el billete, escrito de puño y letra de M. de Aiguillon y redactado en estos términos:

Mi querido tío: Ha surtido efecto vuestro consejo, pues habiendo confiado mis pesares a la bondadosa amiga de nuestra familia, a la señora condesa du Barry, ha depositado mi confianza en el seno de Su Majestad. Se ha indignado el rey de la violencia que conmigo usan los señores miembros del Parlamento, a pesar de que con tanta fidelidad sirvo su causa, y en el consejo de hoy mismo ha anulado la sentencia del Parlamento, disponiendo que continúe en mi cargo de par de Francia.

Como comprendo, querido tío, el placer que os producirá esta noticia, os envío copia de la decisión de Su Majestad, copia que he mandado sacar a un secretario enseguida para que os enteréis antes que nadie.

Podéis contar, mi querido tío, con mi ternura y respeto, así como confía en vuestros favores y buenos consejos,

El duque de Aiguillon

—No hay más; se mofa de mí —exclamó el mariscal.

—Me parece que sí, monseñor.

—¡El rey! ¡El rey! ¡Cuidado si se mete en el avispero!

—Ayer no lo quisisteis creer.

—No he creído yo que no entraría en él, señor Rafté, sino que saldría… y ya ves como sale.

—Lo cierto es que el Parlamento ha sido derrotado.

—¡Y yo también!

—Lo que es por el pronto sí.

—¡Y para siempre! Ayer lo presentía, y tú me consolaste tanto, que no podía menos de ocurrirme cosas desagradables.

—Monseñor, me parece que os acobardáis demasiado pronto.

—Veo, señor Rafté, que sois un necio; estoy derrotado y pagaré la culpa; vos no comprendéis quizá cuan poco me agrada ser el hazmerreír de Luciennes; a estas horas el duque se burla de mí en brazos de la du Barry; la señorita Chon y el señor du Barry me despellejan a más y mejor, y el negrillo se atraca de bombones, haciendo gestos. ¡Vive Cristo, que a pesar de mi buen carácter, esto me crispa los nervios!

—¿Os ponéis furioso, monseñor?

—Sí, furioso.

—Pues entonces, no debisteis hacer lo que habéis hecho —repuso Rafté filosóficamente.

—Señor secretario, vos me indujisteis a ello.

—¿Yo?

—Sí, vos.

—¿Me diréis, monseñor, qué me interesa a mí que M. de Aiguillon sea o no par de Francia? Creo que vuestro sobrino no me ocasiona ningún agravio.

—Señor Rafté, sois un hombre impertinente.

—Monseñor, ya hace cuarenta y nueve años que me lo llamáis.

—Y os lo repetiré constantemente.

—Lo que me tranquiliza es que no me lo diréis otros cuarenta y nueve años.

—¡Vaya una manera de mirar por mis intereses, Rafté!

—Jamás miraré, señor duque, por los que atañen a vuestras pasioncillas… A pesar de todo vuestro talento, hacéis muchas necedades que yo no perdonaría ni a un galopo como yo.

—Señor Rafté, explicaos, y si me equivoco lo confesaré.

—Necesitabais vengaros ayer, ¿no es cierto?, queríais ver humillado a vuestro sobrino, queríais llevar, en cierto modo, la sentencia del Parlamento, y escuchar los latidos del corazón de vuestra víctima, como dice M. de Crébillon el menor. Pues bien, señor mariscal, esos espectáculos se pagan caro; esas alegrías cuestan mucho… Vos sois rico; pagad, pues, señor mariscal, pagad.

—Vos que tanto sabéis, ¿qué hubierais hecho en mi lugar?

—Nada… hubiera aguardado sin dar señales de vida; pero rabiabais por oponer el Parlamento a la du Barry, desde el instante en que a esta le pareció M. de Aiguillon más joven que vos.

El mariscal contestó con un gruñido.

—Pues bien —continuó Rafté—, bastante hacíais con excitar el Parlamento a que procediera como ha procedido; pero una vez dictada la sentencia, debisteis ofrecer vuestros servicios al sobrino, quien nada hubiera sospechado.

—Eso todo es muy bueno, pero, admitiendo que me haya equivocado, vos habéis debido advertírmelo.

—¿Estorbar yo que se hiciera daño?… ¿Por quién me tomáis, señor mariscal? A todo yente y viniente repetís que soy hechura vuestra, que me habéis enseñado, ¡y queréis que no me regocijara al ver que se había hecho una tontería, o que había sucedido una desgracia…!

—¿Y ocurrirá una desgracia, señor hechicero?

—Con toda seguridad.

—¿Cuál?

—Que vos os obstinaréis, y que apoyado M. de Aiguillon por la du Barry, el día que caiga el Parlamento será ministro, y vos desterrado… o a la Bastilla.

El mariscal, furioso, vertió en la alfombra todo el tabaco que tenía en la caja.

—¡De modo que a la Bastilla! —dijo encogiéndose de hombros—; ¿Luis XV es acaso Luis XIV?

—No; pero la du Barry, con la ayuda de M. de Aiguillon, valdrá tanto como madame de Maintenón. Ved lo que hacéis, porque no sé de ninguna princesa que vaya como antiguamente a llevaros a la prisión bombones y los despojos de un ave.

—¡Estos si que son pronósticos! —replicó el mariscal al cabo de un gran rato de silencio—. Seguramente leéis en el libro de lo futuro; pero ¿queréis hablarme de lo presente?

—Señor mariscal, vos tenéis excesiva prudencia para que necesitéis consejos de nadie.

—Decidme, señor tunante, ¿vais también a burlaros de mí…?

—Tened en cuenta, señor mariscal, que confundís las fechas; no se califica de tunante a un hombre que ha pasado de los cuarenta años, y yo tengo ya sesenta y siete.

—¿Qué le hace?… Sácame del apuro… ¡y pronto…!, ¡pronto!

—¿Por medio de un consejo?

—Del modo que quieras.

—No es tiempo aún.

—Está visto que te bromeas.

—¡Ojalá…!, si me bromeara, sería porque las circunstancias lo mereciesen… y desgraciadamente no es así.

—¿Y por qué no es tiempo?

—Monseñor, os repito que no lo es. Si el decreto del rey hubiese llegado a París, no digo que no…; ¿queréis que enviemos un correo al señor presidente Aligre?

—Para que se mofen más pronto de nosotros…

—¡Qué amor propio tan ridículo tenéis, señor mariscal!, sois capaz de hacer perder la paciencia a uno… Ea, dejadme que termine mi plan de desembarque en Inglaterra, y acabad de anegaros en vuestra intriga de cartera, puesto que la tarea está ya medio hecha.

Conocía el mariscal sobradamente el mal humor de M. de Rafté, y sabía que si le acometía la melancolía no podría sacar a su secretario una palabra ni con pinzas. Así le dijo:

—Vamos, no te incomodes, y si ves que no comprendo, haz que comprenda.

—Monseñor, ¿queréis que os indique un plan de conducta?

—Ciertamente, ya que estás creído que yo no sé gobernarme por mí.

—Pues atended.

—Ya te escucho.

—Enviaréis a M. de Aligre —repuso Rafté en tono áspero—, la cartera de M. de Aiguillon, con el decreto que el rey ha dado en consejo; esperaréis a que el Parlamento se reúna y delibere, lo cual sucederá in continenti y acto seguido subiréis a vuestra carroza, e iréis a visitar a vuestro procurador maese Flageot.

—¡De veras! —exclamó Richelieu, a quien este nombre hizo dar un salto lo mismo que la víspera—. Otra vez M. Flageot; ¿qué demonios tiene que ver en esto M. Flageot, y qué haré yo en casa de un hombre que se llama M. Flageot?

—Me ha cabido la honra de indicaros, monseñor, que M. Flageot es vuestro procurador. —Y bien, ¿qué?

—¿Qué? Que siendo, como es, vuestro procurador, posee unos sacos vuestros… unos pleitos de cualquier clase que sean… id a cercioraros en qué estado se encuentran vuestros asuntos.

—¿Mañana?

—Sí, mañana, señor mariscal.

—Pero eso os corresponde a vos, señor Rafté. —No, no… eso estaba bien cuando M. de Flageot era un simple emborronador de papel; en aquel tiempo yo podía tratar con él de igual a igual; pero como desde mañana será M. Flageot un Atila, un azote de los reyes, ni más ni menos, es necesario un duque, un mariscal, un par de Francia que conferencie con él.

—¿Es todo eso formal, o estamos representando una comedia?

—Monseñor, mañana veréis si es serio.

—Pero dime qué es lo que va a ocurrirme en casa de tu maldito M. Flageot.

—Mucho lo siento… pero mañana pretenderíais probarme que lo habíais adivinado de antemano… Señor mariscal, buenas noches, y acordaos de lo que os he dicho, a saber: que mandéis un correo a M. de Aligre, y que mañana hagáis una visita a maese Flageot… ¡Ah!, se me olvidaban las señas… pero el cochero las conoce, porque me ha llevado a su casa muchas veces de ocho días a esta parte.