Los caballos de M. de Richelieu marchaban con más velocidad que los de los señores comisionados, pues el mariscal llegó antes que ellos al palacio de M. de Aiguillon.
No aguardaba ya el duque a su tío, y se disponía a marcharse de nuevo a Luciennes, con el propósito de anunciar a la du Barry que el enemigo había arrojado la careta, cuando el conserje fue a avisar la llegada del mariscal, sacando del fondo de su entorpecimiento a aquel espíritu abatido.
Corrió el duque a recibir a su tío, y le cogió las manos simulando tanta ternura como miedo había tenido.
También el mariscal se dejó llevar del cariño, y el cuadro fue interesante; pero se veía no obstante en Aiguillon deseo de entrar en explicaciones, mientras que el mariscal alejaba la ocasión lo mejor que podía, mirando, ora un cuadro, ora una estatua de bronce, ora un objeto de tapicería, y lamentándose de que estaba sumamente cansado.
Cortó el duque la retirada a su tío, le obligó a embutirse en un sillón. Como monsieur de Villars al príncipe Eugenio en Marchiennes, y empezó el ataque diciéndole:
—¿Es cierto, tío, que a pesar de que sois el hombre más agudo de Francia me juzgáis tan mal que creéis seré yo tan egoísta como vos?
Como no existían términos hábiles de poder retroceder, Richelieu adoptó su partido replicando:
—¿Qué es lo que me dices, y en qué ves, querido, que yo te juzgue bien o mal?
—Vos, tío, estáis enfadado conmigo.
—Pero ¿a qué propósito?
—¡Oh!, dejémonos de evasivas, señor mariscal, vos os apartáis de mí cuando yo os necesito, y con esto está dicho todo.
—Bajo palabra de honor que no te entiendo.
—Más claro. El rey no ha tenido a bien nombraros ministro, y como yo he aceptado el mando de la caballería ligera, suponéis que os he abandonado y hecho traición, siendo así que esa adorable condesa os quiere de corazón.
Richelieu aplicó el oído, pero no fue solamente a las palabras de su sobrino, y luego agregó:
—¿Conque dices que esa adorable condesa me quiere de corazón?
—Y lo probaré.
—Querido, ¿para qué, si yo no lo dudo?… Yo te hice venir para que me ayudaras a llevar la carga, y como eres más joven, y por lo tanto más fuerte, tú triunfas y yo sucumbo. Esto está en el orden, y a fe que no adivino por qué abrigas esos escrúpulos; si has procedido conforme a mis intereses, apruebo tu determinación una y mil veces, y si has obrado en contra mía te devuelvo tu reprimenda… ¿Merece esto que medien explicaciones?
—Efectivamente, tío…
—Duque, eres un niño. Tu posición es brillante; siendo como eres par de Francia, duque, comandante de la caballería ligera y ministro de aquí a seis semanas, debes sobreponerte a cosas que nada valen, porque el buen éxito absuelve de culpas, hijo mío. Supón (me gustan mucho los apólogos), supón que nosotros somos las mulas a que se refiere la fábula… ¿Pero qué es lo que oigo por ahí?
—Nada, tío, proseguid.
—Si tal, oigo una carroza que entra en el patio.
—Tío, os ruego que continuéis, porque vuestra conversación me interesa mucho, y también a mí me agradan los apólogos.
—Bien, querido, iba a decirte que mientras estés en prosperidad, nadie te reconvendrá en tu cara ni tendrás que temer el despecho de los envidiosos; pero procura no cojear ni dar tropiezos, porque entonces es cuando embiste el lobo… Bien te decía yo; en la antesala se oye ruido; seguramente vendrán a traerte la cartera… La apreciable condesa habrá trabajado en tu favor desde la alcoba.
Entró el conserje y dijo con cierta zozobra:
—Una comisión del Parlamento.
—¡Toma! —saltó Richelieu.
—¿En mi casa una comisión del Parlamento? ¿Qué me querrán? —respondió el duque poco tranquilo al ver la sonrisa de su tío.
—¡En nombre del rey! —prorrumpió una voz sonora al «tin» de la antesala.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Richelieu.
Se levantó M. de Aiguillon extremadamente pálido, y él mismo fue a introducir a los comisionados, detrás de los cuales estaban dos alguaciles impasibles, y a cierta distancia una legión de criados y lacayos sobresaltados.
—¿Qué sucede? —preguntó el duque con voz conmovida.
—¿Es el señor duque de Aiguillon con quién tenemos el honor de hablar? —preguntó uno de los comisionados.
—Yo soy el duque de Aiguillon, sí, señores.
Hizo el comisionado un cortés saludo, sacó de su cintura un acta en forma y la leyó en voz alta e inteligible.
Era la sentencia circunstanciada, completa y con todos sus detalles en que se declaraba sujeto a graves inculpaciones y sospechas que empañaban su honor, al duque de Aiguillon, suspendiéndole en su empleo de par del reino.
Oyó el duque aquella lectura como oye el estampido del trueno aquel a quien priva del sentido un rayo: ni siquiera se movió, semejando una estatua sobre su pedestal, y ni extendió la mano para tomar la copia de la sentencia que le presentaba el comisionado del Parlamento.
El mariscal, de pie también, pero con aspecto alegre y vivaracho, cogió el papel, lo leyó y contestó al saludo de los comisionados.
Estos se hallaban ya muy lejos, y el duque todavía continuaba en su estupor.
—El golpe es duro —dijo Richelieu—, ya no eres par de Francia, y esto es una cosa denigrante.
Volvióse el duque hacia su tío como si sólo en aquel momento hubiese recobrado la vida y el pensamiento.
—¿Tú no lo esperabas? —dijo Richelieu en el mismo tono.
—¿Y vos, tío? —preguntó Aiguillon.
—¿Cómo supones que uno sospeche que el Parlamento se proponía descargar un golpe tan fuerte contra el favorito del rey y de la favorita?… Esos hombres desean que se les pulverice.
El duque tomó asiento con la mano en la mejilla, de la cual brotaba fuego.
—Lo peor es que —prosiguió el anciano mariscal hundiendo el puñal en la herida—, que si el Parlamento te degrada del cargo de par porque has sido nombrado comandante de la caballería ligera, ordenará tu prisión y te condenará a morir en una hoguera el día en que seas nombrado ministro. Aiguillon, desconfía de esa gente porque te odia.
Arrostró el duque aquella horrible burla con la constancia propia de un héroe porque su desgracia le engrandecía purificando su alma.
Richelieu pensó que aquella constancia era insensibilidad o falta de inteligencia, y que las picadas no habían sido bastante hondas, por lo cual dijo:
—Menor expuesto estarás al odio de estos golillas no siendo par; refúgiate, pues, en la oscuridad durante algún tiempo; además de que ya ves que esa oscuridad que ha de ser tu salvaguardia se acerca a ti, quieras o no quieras. Degradado del cargo de par, te será más difícil llegar a ser ministro, y esto te librará del apuro, al paso que si quieres luchar, para eso te ama de corazón esa apreciable condesa que es muy buen apoyo.
Alzóse Aiguillon, y ni siquiera miró al mariscal con ojos de furia en cambio de lo que el anciano le estaba mortificando.
—Tío, decís bien —respondió tranquilamente—, conociéndose vuestra prudencia en lo último que me habéis dicho. La señora condesa du Barry, a quien tuvisteis la bondad de presentarme, y a quien hablasteis de mí tan bien y con tanto entusiasmo, que todo el mundo lo puede testificar en Luciennes, me defenderá. Gracias a Dios, me ama, es valiente, y tiene valimiento sobre Su Majestad: os agradezco, pues, vuestro consejo, y me amparo en él como en un puerto de salvación. Bourguignon, prepara caballos y a Luciennes.
Interrumpió el mariscal la sonrisa que brillaba en sus labios, y M. de Aiguillon le saludó ceremoniosamente, dejándole en el salón muy inquieto, y sobre todo, confuso por la crueldad con que había mordido aquella carne viva tan noble.
En parte se consoló el anciano mariscal, al ver el júbilo de los parisienses al leer aquella tarde los diez mil ejemplares de la sentencia que se arrebataban de las manos unos a otros en las calles; pero no pudo menos de suspirar cuando Rafté le interrogó acerca del resultado de su visita.
No obstante, se lo contó todo sin callar nada.
—¿Conque hemos parado el golpe? —dijo el secretario.
—Rafté, sí y no, pues la herida no es mortal; pero tenemos en Trianón una cosa que vale más, y que lamento no haber cuidado exclusivamente. Hemos corrido dos liebres, lo cual es una locura, Rafté.
—¿Por qué, si hemos cogido la buena? —replicó Rafté.
—Acuérdate, querido, de que la buena es con frecuencia la que no se ha cogido, y que por esta daría uno la otra: es decir, la que ha cogido.
A pesar de que M. de Richelieu discurría con acierto, Rafté se encogió de hombros.
—¿Tú supones que el rey saldrá de esta, bobo?
—¡Oh!, el rey escapa por donde le acomoda; pero no se trata del rey, que yo sepa.
—Por donde se escapa el rey se escapará la du Barry, teniéndole como lo tiene tan sujeto; y por donde se escape la du Barry se escapará también Aiguillon, porque… Pero no entiendes tú de política, Rafté.
—Monseñor, no opina así maese Flageot.
—¡Bien! ¿Y qué es lo que piensa ese señor Flageot? Pero antes dime quién es.
—Es un procurador.
—¿Y qué más?
—Nada, sino que maese Flageot afirma que el rey no saldrá de esta.
—¡Oh! ¡Oh! ¿Y quién será el que ponga dificultades al león?
—¿Quién ha de ser, señor? ¡El ratón…!
—¿Es decir, maese Flageot?
—Sostiene él que sí.
—¿Y tú lo crees?
—Siempre creo a un procurador que ofrece hacer daño.
—Veremos los medios de que se vale.
—Monseñor, eso es lo que yo me pregunto.
—Pues ven a cenar, que deseo acostarme… Estoy apesadumbrado al ver que mi pobre sobrino no es ya par de Francia, ni será ministro. O es uno tío, o no lo es, Rafté.
M. de Richelieu exhaló un suspiro, y al momento se puso a reír.
—Sin embargo —le objetó Rafté—, tenéis lo necesario para ser ministro.