Mientras que bajo los olmos y entre las flores de Trianón salían a luz estas intrigas subalternas, avivando la existencia ya en extremo animada de los oradores de aquel mundo, las grandes intrigas de París, tempestades amenazadoras, abrían sus anchas alas sobre el palacio de Themis, como escribía mitológicamente Juan du Barry a su hermana.
Los parlamentos, aunque menguado resto de la antigua oposición francesa, habían tomado aliento bajo la mano caprichosa de Luis XV, pero luego cayó M. de Choiseul que era su protector, y conociendo que corrían peligro, aprestábanse a conjurarlo con medidas tan enérgicas como consentían las circunstancias.
Así, pues, el rey a quien el parlamento de Bretaña y la Francia entera había inundado con un diluvio de representaciones más o menos sumisas y filiales, acababa, gracias a la du Barry, de dar la razón al feudalismo contra el estado llano, otorgando a M. de Aiguillon el nombramiento de comandante de la caballería ligera.
Formulaba Juan du Barry con exactitud semejante acto, afirmando que era dar un bofetón en la mejilla de sus amados y fieles consejeros que se erigían en tribunal de parlamento.
—¿Cómo se recibiría aquel bofetón? Esta era la pregunta que en la corte y la villa se hacían todos diariamente al despuntar de la aurora.
Los miembros del parlamento tenían no escasa habilidad, penetrando bien a las claras lo que otros no entendían.
Empezaron, pues, por ponerse de acuerdo entre sí acerca de la aplicación y resultado del bofetón, y cuando quedó perfectamente consignado que había sido dado y recibido el susodicho bofetón, adoptaron la resolución siguiente:
El tribunal del parlamento deliberará respecto a la conducta del exgobernador de Bretaña y dará su dictamen.
El rey detuvo el golpe intimando a los pares y príncipes la prohibición de que no fuesen a palacio para asistir a deliberación alguna acerca de M. de Aiguillon; y estos obedecieron al pie de la letra.
El parlamento entonces, resuelto a obrar por sí, dictó una sentencia declarando que en atención a que se acusaba a M. de Aiguillon de hechos que manchaban su honra, se le suspendía en el cargo de par hasta que se vindicase plenamente ante el tribunal de los pares, en la forma y con la solemnidad determinadas en las leyes y ordenanzas del reino, que con nada podía suplirse, de las acusaciones y sospechas que empañaban su honra.
No bastaba dictar semejante sentencia delante de los interesados e inscribirla en las actas judiciales, sino que era necesario publicarla, era necesario dar con ella ese escándalo que nadie teme excitar en Francia con jácaras y canciones, motivos porque la canción domina en nuestro país los acontecimientos y a los hombres; era preciso, en fin, elevar la sentencia del parlamento a la esfera de la canción.
Era justa la sentencia; y el parlamento designó una comisión para que la mandara imprimir a vista de todos, tirándose en consecuencia diez mil ejemplares, cuya distribución se organizó enseguida.
Seguidamente, siendo como era ajustado a las fórmulas que el principal interesado conociese lo que el tribunal había hecho con él, la comisión fue al palacio del duque de Aiguillon, quien concluía de apearse en París para acudir a una cita imperiosa.
Dicha cita no era otra cosa sino una explicación clara y leal entre el duque y su tío el mariscal, explicación que cada día iba siendo más necesaria.
Debido a Rafté, todo Versalles supo en una hora la nobleza con que el anciano duque se rebeló contra las órdenes del rey tocante a la cartera de M. de Choiseul; y gracias a Versalles, todo París, y la Francia toda se enteraron de la noticia; de suerte que hacía algún tiempo que M. de Richelieu se hallaba colocado en el pedestal de la popularidad, desde donde hacía muecas, aunque con política, a la du Barry y a su estimado sobrino.
Tal posición no era muy buena para M. de Aiguillon, impopularísimo en extremo, y el mariscal, tan odiado del pueblo, pero a quien temía, por ser el representante de esa nobleza tan respetada como respetable en el tiempo de Luis XV, el mariscal, tan versátil, que después de escoger partido se sobreponía a él sin contemplaciones, cuando las circunstancias lo toleraban, o podía resultar de ello decir una agudeza; Richelieu, en una palabra, era un enemigo importuno, con tanto mayor motivo, cuanto que siempre reservaba para hacer lo que llamaba sorpresas el peor lado de su enemistad.
Desde la entrevista de Aiguillon con la du Barry, presentaba su coraza dos puntos débiles, y comprendiendo todo el rencor, así como todo el apetito por vengarse, que Richelieu disimulaba bajo las apariencias de un humor siempre igual, hizo lo que se debe hacer cuando sobreviene una tempestad; esto es, deshizo la tromba a cañonazos, seguro de que el peligro sería menor abordándolo de frente.
Dedicóse, pues, a buscar a su tío por todas partes a fin de alcanzar de él una explicación seria; pero nada tan difícil como esto, desde que el mariscal se apercibió de su deseo.
Convertíase todo en marchas y contramarchas, y así que el mariscal veía a su sobrino, por lejos que fuese, le disparaba una sonrisa y se rodeaba enseguida de personas, delante de las cuales no era posible hablar, desafiando desde allí al enemigo, como desde un fuerte irreductible.
Deshizo la tromba el duque de Aiguillon, presentándose pura y simplemente en casa de su tío en Versalles.
Pero encontrábase Rafté de centinela en su ventana, la cuál daba al patio, y conociendo la librea del duque, avisó al punto a su amo.
Entró el duque hasta el dormitorio del mariscal, y allí encontró a Rafté, quien con una sonrisa preñada de confianza, incurrió en la indiscreción de contar al sobrino que el tío había pasado la noche fuera de casa.
Aiguillon mordióse los labios y tocó retirada.
Cuando llegó a su palacio escribió al mariscal solicitando una audiencia.
No tenía, pues, el mariscal, otro remedio sino contestar, y si contestaba no podía negar la audiencia; concedida la cual, no le era posible negarse tampoco a una explicación. M. de Aiguillon se parecía en esto a los espadachines políticos y finos, que ocultando su mala intención bajo la capa de una cortesanía adorable, conducen al terreno de la lucha haciéndole reverencias al hombre que buscan, y allí le degüellan sin piedad.
El amor propio del mariscal no era tan grande que fuera a hacerse ilusiones; al contrario, sabía lo fuerte que era su sobrino, y que si se colocaba en su presencia, su antagonista le arrancaría o un perdón o una concesión, cuando precisamente jamás perdonaba Richelieu, y tenía muy presente que es un error mortal en política hacer concesiones a un enemigo.
Disimuló, pues, así que recibió la carta de M. de Aiguillon, que había dejado a París por unos cuantos días.
Rafté, a quien consultó acerca de este particular, le dio el siguiente dictamen:
—Estamos en camino de arruinar a M. de Aiguillon, pues los amigos con quienes contamos en el parlamento no se descuidan en su tarea. Si M. de Aiguillon, que lo sospecha, consigue atraparos antes de que se verifique la explosión, hará que le prometáis servirle en caso de una desgracia, pues vuestro resentimiento no será mayor que el interés de familia; pero si al contrario os negáis, M. de Aiguillon irá por ahí diciendo que sois enemigo suyo, os atribuirá el daño, y su alivio se asemejará al del que encuentra la causa de la enfermedad, aun cuando la enfermedad no se haya mejorado.
—Es muy justo todo eso —replicó Richelieu—; pero yo no puedo estar oculto siempre. ¿Cuántos días son necesarios para que dé el estallido?
—Seis.
—¿Eso es seguro?
Rafté buscó en su bolsillo una carta de un consejero del parlamento; carta que sólo contenía los dos renglones siguientes:
Se ha resuelto dar la sentencia, la cual se dictará el jueves, último plazo que ha fijado la compañía.
—Pues entonces, nada más fácil —replicó el mariscal—. Devuelve al duque su carta con un billete en estos términos:
Señor duque: Ya conoceréis la salida del señor mariscal para***, pues su médico ha creído que debía mudar de aires, hallándose, como se halla, un tanto fatigado. Sí, como no dudo, conforme habéis tenido la atención de manifestarme el otro día, deseáis hablar con el señor mariscal, puedo asegurar que el jueves en la noche, de regreso ya el señor duque de***, dormirá en París, donde le hallaréis sin falta alguna.
—Y ahora —agregó el mariscal—, escóndeme en alguna parte hasta el jueves.
Siguió Rafté aquellas instrucciones puntualmente, escribiendo y enviando el billete, y facilitando el escondite; pero fastidiado M. de Richelieu salió una noche de él para ir a Trianón a hablar con Nicolasa, con lo cual nada arriesgaba, o a lo menos así lo imaginaba, sabiendo que el duque de Aiguillon se encontraba en el pabellón de Luciennes.
De esta operación resultó que si M. de Aiguillon sospechó alguna cosa, no pudo parar el golpe que le amenazaba por no hallar la espada de su enemigo.
Conformóse, pues, con el plazo del jueves, y cuando llegó este día, salió de Versalles con la esperanza de que al fin iba a encontrarse y a combatir con aquel antagonista impalpable.
Hemos dicho ya que aquel fue el día en que el parlamento lo sentenció.
En las espaciosas calles por donde atravesó la carroza de M. de Aiguillon, reinaba una gran fermentación, sorda todavía, pero muy inteligible para el parisiense que tan bien conoce el nivel de sus ondas.
A nadie llamaba la atención, porque había adoptado la precaución de viajar en un carruaje sin armas y con dos lacayos vestidos de paño pardo, como si saliera a buscar fortuna.
Vio acá y allá grupos de gente que se mostraban un papel, lo leían haciendo grandes gesticulaciones, y se rebullían como las hormigas en derredor de un terrón de azúcar caído en el suelo; pero aquella era la época de las conmociones inofensivas, agrupándose el pueblo del mismo modo por un impuesto sobre el trigo, un artículo de la Gaceta de Holanda, una poesía de Voltaire o una canción contra la du Barry o M. de Maupeou.
Se dirigió Aiguillon en derechura al palacio de Richelieu, hallando únicamente en él a Rafté, quien le dijo:
—De un momento a otro se espera al señor mariscal; sin duda se habrá detenido en barreras por alguna tardanza en las postas.
M. de Aiguillon decidióse a aguardarle, manifestando al propio tiempo cierto mal humor contra Rafté, porque atribuyó la disculpa a una nueva derrota.
Peor fue cuando Rafté le manifestó que el mariscal se desesperaría así que llegase y supiera que M. de Aiguillon había tenido que aguardar; que sin duda alguna no volvería solo del campo, y no haría sino cruzar a París para informarse de las novedades que hubiese en casa: y que de consiguiente, haría bien M. de Aiguillon en retirarse a la suya, adonde el mariscal llegaría de paso.
—Rafté, escuchadme —dijo Aiguillon cada vez más incomodado al oír aquella réplica tan oscura—; vos sabéis cómo piensa y obra mi tío, y desearía me contestaseis como hombre de bien: se están mofando de mí, ¿no es cierto?, y el mariscal no quiere verme… No me interrumpáis, Rafté; infinitas veces habéis sido para mí un buen consejero, y yo fui para vos, como lo seré siempre, un buen amigo; ¿me vuelvo a Versalles?
—Bajo palabra de honor os digo, señor duque, que antes de que haya pasado una hora, irá a visitaros a vuestra casa el señor mariscal.
—Pero en tal caso, puesto que ha de venir, lo mismo es que yo le aguarde.
—He tenido la honra de deciros que acaso no vendrá solo.
—Lo comprendo, y confío en vuestra palabra, Rafté.
Se fue pensativo el duque, pero con un aire tan noble y gracioso como extraña era la figura que sacó el mariscal cuando salió de un gabinete con puerta de cristales al marcharse su sobrino.
Se sonreía el mariscal como uno de los feísimos demonios que Callot ha pintado en su cuadro de las tentaciones.
—¿No sospecha? —dijo a Rafté.
—Supongo que no, monseñor.
—¿Qué hora es?
—Nada importa la hora, monseñor; es necesario esperar a que venga a avisarme nuestro procurador del Châtelet, pues todavía continúan los comisionados en la imprenta.
Apenas concluyó de decir estas palabras Rafté, introdujo un lacayo por una puerta secreta a un personaje bastante mugriento, feo y negro; a uno de esos hombres-pluma que inspiraban a M. du Barry tanta antipatía.
Empujó Rafté al mariscal para que se encerrase en su aposento, y con la sonrisa en los labios salió a recibir a aquel hombre, diciéndole:
—¡Ah! ¡Sois vos, maese Flageot!, me alegro mucho de veros.
—Vuestro servidor, señor de Rafté; vengo a deciros que el negocio está ya terminado.
—¿Se ha impreso?
—Una tirada de cinco mil ejemplares; los primeros circulan ya, y los demás se están secando.
—¡Qué desgracia, señor Flageot! ¡Qué desesperación para la familia del señor mariscal!
Por no responder M. Flageot, es decir, por no mentir, sacó una gran caja de plata, y tomó lentamente un polvo de tabaco.
—¿Y qué hay que hacer enseguida? —prosiguió Rafté.
—Señor Rafté, la fórmula: seguros los señores comisionados de que se han tirado y repartido los ejemplares, subirán enseguida en la carroza que les está esperando en la puerta del impresor, e irán a notificar la sentencia a M. de Aiguillon, quien precisamente (ved qué fortuna, es decir, qué desgracia, señor Rafté) se halla en su palacio, de manera que se le va a hacer la notificación personalmente.
De repente hizo Rafté un movimiento y cogió de encima de una mesa un enorme saco lleno de papeles, entregándoselo a maese Flageot, a quien dijo:
—Ahí tenéis las piezas de que os hablé; el señor mariscal confía mucho en vuestras luces, y abandona en vuestras manos este asunto que debe proporcionaros no pocas ventajas. Gracias por la molestia que os tomáis avisándome el deplorable conflicto que ha sobrevenido entre M. de Aiguillon y el omnipotente parlamento de París.
Y suavemente empujó, pero con cierta rapidez, hacia la puerta de la antesala a maese Flageot, sumamente contento con el peso que llevaba a su espalda.
Enseguida sacó al mariscal de su prisión, y le dijo:
—¡Ea, señor, al coche!, no hay que perder tiempo, si es que deseáis asistir a la representación. Procurad que vuestros caballos caminen más aprisa que los de los señores comisionados.