Capítulo XCV

—Señorita, buenos días: soy yo —dijo Nicolasa haciendo una alegre reverencia, que no obstante no estaba exenta de inquietud, conociendo como conocía la joven el carácter de su ama.

—¡Vos!, ¿y a qué circunstancia se debe vuestra venida? —dijo Andrea soltando la pluma para seguir mejor la conversación que se entablaba de aquella manera.

—Señorita, vos me habéis olvidado, y yo he venido…

—Si os he olvidado, razones tendría para ello. ¿Quién os ha autorizado para que vengáis?

—El señor barón, señorita —contestó Nicolasa acercando con aire de descontento las dos hermosas cejas negras que debía a la generosidad de M. Rafté.

—En París os necesita mi padre, y yo para nada os necesito aquí. Podéis volveros, pues hija mía.

—¡Oh! —dijo Nicolasa—, vos señorita, no tenéis cariño a la gente… Yo creía que os habíais aficionado más a mí… ¡Y luego quiera una —agregó filosóficamente Nicolasa—, para que se lo paguen de este modo!

Y sus rasgados ojos hicieron los mayores esfuerzos para procurar atraer una lágrima a los párpados.

Encerraba aquella reconvención demasiada sensibilidad para que no promoviese la compasión de Andrea. Así es que le dijo:

—Hija mía, tengo aquí quien me sirva, y no puedo tolerar que se aumente la carga de la señora delfina con una boca más.

—¡Bien! ¡Cómo si esa boca fuese tan grande! —dijo Nicolasa con una sonrisa muy graciosa.

—Nicolasa, no importa, es imposible que permanezcas aquí.

—¿Por la semejanza? —preguntó la joven—. ¿No habéis visto mi cara, señorita?

—Es verdad que en ti hay alguna alteración.

—Ya lo creo; figuraos, pues, que ayer se presentó en casa un buen señor, el que ha hecho que den un grado al señorito Felipe, y al ver que el señor barón estaba triste porque no teníais una doncella a vuestro lado, le dijo que era muy fácil convertirme de blanca en negra. Me ha traído en su compañía, ha hecho que me adornen de esta manera, y aquí me tenéis.

Andrea se sonrió, y dijo:

—¿Conque tanto me quieres, que a todo trance te pretendes encerrar en Trianón, dónde estoy casi como prisionera?

Nicolasa lanzó a cuanto le rodeaba una ojeada rápida, pero inteligente, y repuso:

—Esta habitación no es muy alegre; pero no siempre permaneceréis en ella.

—No, sin duda —replicó Andrea—; pero ¿y tú?

—¿Yo?

—Tú, que no concurrirás al salón, al lado de la señora delfina; tú, que no asistirás ni a juegos, ni a paseos, ni a tertulias; tú, que residirás siempre aquí, te vas a morir de fastidio.

—Señorita —dijo Nicolasa—, no faltará una ventana por donde pueda verse algo de ese mundo, aunque sólo sea por las rendijas de la puerta. El que ve está expuesto a que le vean, y esto es lo que yo necesito; no os molestéis, pues, por mí.

—Nicolasa, insisto en que no; yo no puedo recibirte sin una orden expresa.

—¿De quién?

—De mi padre.

—¿Es esa vuestra última determinación?

—Sí, mi última resolución.

Sacó Nicolasa de su gorguera la carta del barón de Taverney, diciendo:

—Una vez que ni mis ruegos ni mi cariño os mueven, veamos si tiene poder sobre vos esta recomendación que traigo.

Andrea leyó la carta, que estaba redactada en los siguientes términos:

«Cónstame que se ha notado, querida Andrea, que careces en Trianón del lujo que tu rango exige imperiosamente; te convendría, pues, tener dos doncellas y un lacayo, como a mí me agradaría poseer veinte mil libras de renta; pero lo mismo que yo me contento con mil libras, confórmate tú con Nicolasa, que vale por todas cuantas criadas sean menester.

»Es ágil Nicolasa, inteligente y cariñosa, y en breve adoptará el tono y los modales de estilo, debiendo tú tener cuidado no de estimular sino de encadenar su buena voluntad: guárdala, pues, y no te figures que hago un sacrificio. Si lo crees, recuerda que Su Majestad, que ha tenido la bondad de pensar en nosotros, al mirarte ha reparado (esto me lo dijo en confianza un buen amigo) que te falta el fausto debido. Tenlo presente, porque es muy importante.

»Tu padre que te quiere».

Fue grande la impresión que esta carta causó a Andrea, al ver que hasta en su nueva prosperidad iba a perseguirla una pobreza que sólo ella creyó no era una falta, cuando todos se la echaban en cara como una mancha.

Por esto estuvo para tirar la pluma con furia y destrozar la carta empezada, para responder al barón con un magnífico trozo lleno de desinterés filosófico que Felipe hubiera firmado, no con una mano, sino con las dos.

Pero creyó que el barón se sonreiría irónicamente al leer aquel trozo, y enseguida se desvaneció su resolución, limitándose únicamente a responder al alegato del barón con un párrafo anejo a las noticias que le daba de Trianón.

«Padre querido —añadía—, en este mismo instante acaba de llegar Nicolasa, y la he recibido conforme a vuestro deseo; pero lo que me decís acerca de ella me ha desesperado. ¿Seré menos ridícula teniendo por doncella una muchacha llegada de una aldea, que estando sola en medio de los magnates de la corte? Nicolasa sentirá ver mi humillación, y no me lo perdonará, porque los criados son orgullosos o humildes de por sí, según el lujo o la sencillez de sus amos. Respecto a la observación de Su Majestad, padre mío, permitidme os diga que el rey tiene tanto talento que no puede mirarme mal porque no me es posible echármela de señorona, y además, Su Majestad tiene muy buenos sentimientos para que haya notado y critique mi miseria, en vez de convertirla en un estado de prosperidad que vuestro nombre y servicios legitimarían a los ojos de todo el mundo».

Esta es la respuesta que dio la joven.

Esta no habló una palabra de Nicolasa; lo que hizo fue retenerla a su lado, de suerte que entusiasmada y alegre esta, Dios sabe por qué, dispuso al punto una camilla en el gabinete de la derecha que daba a la antecámara, y trató de achicarse haciéndose aérea, por decirlo así, para no estorbar en nada a su señora con su presencia en aquel estrecho albergue.

Salió Andrea para Trianón a eso de la una adornada más pronto y mejor que nunca, porque Nicolasa se excedió a sí misma, sirviéndola con placer, gracia e intención.

Cuando se marchó la señorita de Taverney y Nicolasa se vio dueña de la casa, le pasó revista examinándolo todo, desde las cartas hasta los pequeños objetos del tocador; desde la chimenea, hasta los rincones más ocultos de los gabinetes.

Luego se puso a mirar por la ventana para tomar el aire de la vecindad.

Vio por debajo un gran patio, en el cual estaban los palafreneros limpiando y envolviendo esmeradamente en mantillas los caballos de la delfina.

—¡Palafreneros! —murmuró Nicolasa—, ¡quita allá!

Y volvió la cabeza.

Había a la derecha una fila de ventanas al nivel de la de Andrea, y observando Nicolasa que estaban asomadas a ellas algunas criadas y limpiasuelos, pasó desdeñosa a otro examen.

En frente unos profesores de música hacían repetir en una gran sala a varios coristas e instrumentistas trozos de una misa que había de cantarse en San Luis.

Se divirtió Nicolasa mientras sacudía el polvo, en canturrear allí a su manera de tal suerte, que los profesores se distraían y los coristas daban notas en falso impunemente.

Y como aquella distracción no podía satisfacer las ambiciones de la señorita Nicolasa, así que vio enzarzados a maestros y discípulos sobre si lo hacían bien o mal, pasó revista a la parte alta del edificio.

Las ventanas estaban todas cerradas, además de que eran unas buhardillas, de manera que Nicolasa volvió a emprender su tarea de sacudir el polvo; pero un momento después se abrió una de aquellas buhardillas sin saberse por qué procedimiento, pues nadie se veía allí.

Sin embargo, alguien había abierto aquella ventana y ese alguien había visto a Nicolasa, no parándose a mirarla, lo cual le pareció una cosa impertinente.

Y como todo lo estudiaba Nicolasa, no podía dejar de pretender estudiar el rostro de un impertinente, por manera que apenas daba una vuelta por el aposento de Andrea, volvía a asomarse a la ventana, y dirigía la vista hacia la buhardilla, esto es, hacia el que o la que le faltaba al respeto privándola de su mirada por no tener ojos. Una vez la pareció que había huido una persona al acercarse ella; pero como no era creíble, no lo creyó.

Casi se afirmó otra vez en ello porque vio por la espalda al fugitivo, sorprendido en una vuelta más rápida que lo que pensaba.

Nicolasa se valió entonces de una astucia; ocultóse detrás de la cortina dejando la ventana abierta a fin de no infundir sospecha.

Tuvo que aguardar mucho tiempo, pero por último apareció una cabellera negra, luego unas manos tímidas que sostenían en forma de arco un cuerpo inclinado con precaución, y por fin se descubrió perfectamente la figura de un hombre, cuyo aspecto produjo tal asombro a Nicolasa que desgarró toda la cortina por no caer en el suelo.

Era aquella figura la del señor Gilberto, quien observaba allí desde su elevada buhardilla.

Al ver temblar la cortina, Gilberto comprendió la astucia y no volvió a presentarse.

Hizo más, cerró la ventana.

Indudablemente Gilberto había visto a Nicolasa; su presencia le dejó estupefacto; quiso cerciorarse de que aquella era su enemiga, y al verse descubierto había huido confuso e iracundo.

Al menos así es como Nicolasa interpretó la escena, y por cierto que tenía razón, así era como convenía interpretarla.

Efectivamente, mejor hubiera querido Gilberto ver al diablo que a Nicolasa; y como la miraba con ojos de envidia desde antaño, como la joven conocía su secreto del jardín de la calle de Coq-Heron, se forjó mil terrores con la llegada de aquel cancerberillo.

Repetiremos que Gilberto huyó confuso, y no sólo confuso, sino colérico, mordiéndose los dedos de rabia.

—Desde hoy, ¡qué me interesa —decía allá para sí—, mi necio descubrimiento de que estaba tan orgulloso…! Aunque Nicolasa tenga un amante, el daño ya está causado, y no por eso la despedirán de aquí, al paso que si ella dice lo de la calle de Coq-Heron, me echarán de Trianón… No soy el que tengo a Nicolasa en mis redes, sino ella la que me tiene a mí en las suyas. ¡Oh rabia!

Y como el amor propio de Gilberto estimulaba su odio, hervía su sangre con una violencia jamás vista.

Comprendió demasiado bien, que tarde o temprano se declararía la guerra entre Nicolasa y él; pero, como Gilberto era un hombre prudente y político, no quería que dicha guerra diese principio hasta no estar en situación de hacerla de un modo enérgico y ventajoso.

Se decidió a hacerse el mortecino hasta que la casualidad le facilitase una ocasión favorable para resucitar, o hasta que por debilidad o precisión diese Nicolasa un paso que le hiciera perder la ventaja.

Y esto es lo que sucedió al cabo de ocho días, pues como Gilberto acechaba por tarde y noche, acabó por entrever al través de las verjas un plumero que no le era desconocido. Dicho plumero distraía a Gilberto constantemente, porque era el de M. de Beausire, quien había seguido a la corte, emigrando de París a Trianón.

Durante mucho tiempo se la echó de cruel Nicolasa; durante mucho tiempo dejó que M. de Beausire tiritase al frío o se derritiese al sol, y aquella virtud desesperaba a Gilberto; pero una noche sin duda traspasó M. de Beausire los límites de la elocuencia mímica y logró persuadir, porque Nicolasa aprovechó un momento en que Andrea se hallaba comiendo en el pabellón con la señora de Noailles, para descender al patio de las caballerizas, y reunirse con M. de Beausire, quien ayudaba al celador de las mismas a enseñar un potro de Irlanda.

La pareja marchóse del patio al jardín, y del jardín a la sombría calle de árboles que conduce a Versalles.

Siguió Gilberto a los amantes tan alegre como el tigre cuando olfatea la pista de alguna persona, y contó sus pasos y suspiros, aprendiendo de memoria cuanto les oyó decir. En resumen, debemos creer que le satisfizo y mucho el resultado, pues a la mañana siguiente, sin miramiento ninguno, se asomó a la buhardilla canturreando, poco temeroso de que le viera Nicolasa, antes al contrario, como provocando sus miradas.

Zurcía esta un mitón de seda bordado para su ama; pero así que oyó cantar alzó la cabeza y vio a Gilberto.

Su manifestación primera fue hacerle cierta desdeñosa mueca que olía a vinagre desde muy lejos; pero Gilberto sostuvo aquella mirada y aquella mueca con una sonrisa particular: tan provocadores eran sus ademanes y su modo de cantar, que Nicolasa bajó la cabeza y se ruborizó.

—Me ha comprendido —dijo Gilberto para sí—, y eso era lo que yo deseaba.

Luego dio principio al mismo manejo y Nicolasa tembló hasta el extremo de desear tener una entrevista con Gilberto para aliviar su corazón del peso que en el habían arrojado las miradas burlonas del joven jardinero.

Advirtió Gilberto que le buscaban en las tosecitas que resonaban cerca de la ventana, cuando Nicolasa sabía que se encontraba en su buhardilla, y las idas y venidas de la doncella al corredor cuando suponía que el mancebo iba a bajar o subir.

Un momento hubo en que creyó era una fortuna aquel triunfo, que atribuía por completo a la fuerza de su carácter y a su hábil conducta; y en cuanto a Nicolasa, le acechaba tan bien, que una vez le vio subir la escalera y le llamó, pero el joven no quiso responder.

Llevó la doncella más lejos su curiosidad o temor, pues una noche se descalzó los bonitos chapines que le había regalado Andrea, y se aventuró, aunque temblando, a ir con paso presuroso al cobertizo en cuyo fondo se veía la puerta de Gilberto.

Aún había bastante luz para que, prevenido este de la proximidad de la doncella, pudiese ver a Nicolasa perfectamente por las junturas, o mejor dicho por la separación que había entre tabla y tabla.

Llamó Nicolasa a la puerta, sabiendo harto bien que Gilberto estaba en su habitación, pero este no respondió.

Sin embargo, era peligrosa para él aquella tentación, pues podía humillar a sus anchas a la que de aquel modo iba a solicitar el perdón. Pero como había estado una noche y otra estremeciéndose cuando se acordaba de Taverney, con el ojo aplicado a la puerta, devorando la embriagadora hermosura de su voluptuosa hija, cada vez más excitado por la sensación preliminar de su amor propio, ya iba a alzar la mano para descorrer el cerrojo que había echado para que no le sorprendiesen; pero dijo allá para sí:

—No, no; esa muchacha procede por cálculo: por temor e interés viene a buscarme; de suerte que siempre ganaría algo; ¿y quién sabe si yo perdería?

Y reflexionando de esta suerte dejó caer la mano, por manera que Nicolasa, después de llamar a la puerta varias veces, se alejó frunciendo el entrecejo.

La ventaja toda quedó por Gilberto, y Nicolasa redobló entonces su astucia para no perder por completo la suya.

Por último, tantos proyectos y contraminas se redujeron a estas palabras, que los dos partidos beligerantes cruzaron entre sí una tarde a la puerta de la capilla, donde por casualidad se encontraron.

—¡Hola!, buenas tardes, señor Gilberto, ¿vos por aquí?

—¡Hola!, buenas tardes, Nicolasita, ¿vos en Trianón?

—Ya lo veis, sirvo a la señorita en calidad de doncella.

—Pues yo soy jardinero.

Nicolasa hizo una bonita reverencia a Gilberto, quien la saludó como hombre de corte y se apartaron.

Iba Gilberto a subir a su buhardilla y simuló que proseguía su camino.

Nicolasa salía de su cuarto y continuó su ruta; pero Gilberto bajó nuevamente con la astucia propia del lobo, y siguió a Nicolasa, figurándose que iba en busca de monsieur de Beausire.

Efectivamente, bajo los árboles había un hombre esperando, y Nicolasa se acercó a él; pero como había ya mucha sombra para que Gilberto conociese a M. de Beausire, no lo conoció. Como llevaba plumero, esto provocó de tal modo la atención al mancebo, que dejó a Nicolasa regresar a su habitación y siguió al hombre de la cita hasta la verja de Trianón.

No era M. de Beausire, sino un hombre de bastante edad, o por mejor decir, de una edad avanzada, modales de gran personaje y aire suelto a pesar de su vejez. Gilberto se aproximó pasando casi bajo las barbas de aquel personaje con tanta audacia como imprudencia, y conoció a M. de Richelieu.

—¡Diablo! —dijo—, después del exento el mariscal de Francia: la muchacha va ganando en grados.