Marchaba M. de Richelieu en dirección a la casa que ocupaba M. de Taverney en la calle de Coq-Heron.
Pero gracias al privilegio que nos ha concedido el diablo cojuelo de poder entrar en las casas, se encuentren o no cerradas, sabemos nosotros antes que Richelieu, que sentado el barón frente de la chimenea y con los pies sobre unos inmensos morillos, debajo de los cuales se estaba consumiendo un tizón, sermoneaba a Nicolasa, tomándole de vez en cuando la barba, a pesar de las muecas que en señal de rebelión y desprecio le hacía la joven.
No aseguraremos si a Nicolasa hubiese acomodado mejor la caricia sin el sermón que el sermón sin la caricia.
Verdaderamente que la conversación giraba entre amo y criada sobre un punto importante; a saber, que a ciertas horas de la noche no acudía Nicolasa con exactitud al oír la campanilla, que siempre tenía alguna ocupación en el jardín o en el invernáculo, y que todo lo hacía mal, menos en los mencionados dos sitios.
A lo que contestaba Nicolasa volviéndose y revolviéndose con sin igual gracia y suma voluptuosidad.
—¡Tanto peor…!, yo me aburro aquí; además, ¿no se me había ofrecido que iría a Trianón con la señorita?
Entonces M. de Taverney creyó caritativamente que debía pasarle la mano por las mejillas y la barba sin duda para entretenerla.
Siguió en sus trece Nicolasa, y rechazando toda clase de consuelos, se quejaba de su desgraciada suerte.
—En verdad —decía gimoteando—, que estoy encerrada entre cuatro pícaras paredes sin tener trato con nadie, y aun sin respirar el aire libre; mas para eso se abrió ante mis ojos mejor perspectiva, haciéndoseme saber que en lo sucesivo iba a divertirme.
—¿Cómo y dónde? —interrogó el barón.
—¿Dónde había de ser? —replicó Nicolasa—; ¡en Trianón!, allí hubiera visto gente o hubiera contemplado el lujo; hubiera mirado o me hubieran mirado a mí.
—¡Oh!, ¡oh! Nicolasa —dijo el barón.
—Para eso he nacido mujer y valgo como otra cualquiera.
—¡Voto al diablo! Esto sí que se llama hablar; aquí hay vida: hay movimiento. ¡Oh! ¡Si yo me encontrara joven y rico…!
Y no pudo evitar de arrojar una mirada de admiración y codicia a tanta juventud, saber y hermosura.
Poníase pensativa Nicolasa, y de vez en cuando se mostraba impaciente.
—Vamos, señor, acostaos —dijo—, para que yo pueda hacer lo mismo.
—Oye una palabra más, Nicolasa.
De pronto se oyó la campanilla de la puerta de la calle y Taverney y Nicolasa se estremecieron.
—¿Quién será el que ha llamado a las once y media de la noche? —dijo el barón—; ve a verlo.
Abrió Nicolasa, interrogó al visitante cómo se llamaba, y dejó la puerta medio abierta.
Por esta venturosa abertura, una sombra que salía del patio huyó; pero produjo mucho ruido para que el mariscal, pues él era el que había entrado, se volviese y viera la fuga.
Marchaba Nicolasa delante llevando una bujía en la mano y sin encogimiento.
—¡Tate, tate! —dijo el mariscal sonriéndose y siguiéndola al salón—; ese tunante de Taverney sólo me habló de su hija.
Era hombre el duque que no necesitaba mirar dos veces las cosas para verlas, y verlas por completo. La sombra que escapaba le hizo, pues, pensar en Nicolasa, y Nicolasa en la sombra; acertó en el bello rostro de la joven lo que la sombra había ido a hacer, y así que vio los ojos tan maliciosos, los dientes tan blancos y cintura tan delgada de la criadita, no fue necesario más que conocer su carácter e inclinaciones.
Anunció Nicolasa, no sin que le latiese precipitadamente el corazón, en la entrada de la sala:
—¡El señor duque de Richelieu!
Tal nombre estaba visto que había de causar sensación aquella noche, pues hizo tal efecto en el barón, que se levantó de su asiento y se dirigió hacia la puerta, sin poder creer lo que oía.
Antes de llegar a dicha puerta, vio a Richelieu en la penumbra del corredor, y exclamó tartamudeando:
—¡El duque…!
—Sí, querido amigo, el mismo en persona —replicó Richelieu con amable tono—. ¡Oh!, esto os asombra después de lo que sucedió en la última visita; pero sin embargo es cierto, ya lo veis. Ahora la mano, si no lo tomáis a mal.
—Señor duque, me honráis en demasía.
—Querido, veo que has perdido el seso —dijo el anciano mariscal entregando el bastón y el sombrero a Nicolasa para sentarse más cómodamente en un sillón—: Según parece, chocheas ya y no estás en el mundo.
—Sin embargo, duque, creo —respondió Taverney muy conmovido— que la manera que tuviste de recibirme el otro día era tan significativa que no daba lugar a duda.
—Préstame atención —respondió Richelieu—; el otro día te condujiste como un colegial y yo como un dómine, no habiendo otra diferencia de ti a mí sino la férula. Sé que vas a hablar, pero yo deseo ahorrarte ese trabajo, porque estás en el caso de decir alguna tontería, y yo de contestarte con otra: saltemos pues del otro día a hoy. ¿Sabes con qué fin vengo esta noche?
—Lo ignoro.
—Pues soy portador de la compañía que me pediste anteayer y el rey ha concedido a tu hijo. ¡Qué demonios!, así entenderás las diferencias de tiempo y ocasión: anteayer era semiministro, y pedir era una injusticia; hoy que he rechazado la cartera, y que soy simplemente el Richelieu de otros tiempos, cometería un absurdo si no pidiese. He solicitado, pues; he alcanzado y traigo.
—¿En verdad, duque?, tanta amabilidad de tu parte…
—Es efecto natural de lo que un amigo debe a otro… El ministro negaba, pero Richelieu solicita y da.
—¡Ah! Duque, me encanta tu amistad, ¿conque eres mi leal amigo?
—Pues no lo he de ser, ¡vive Dios!
—Pero el rey, el rey que me otorga tal favor…
—No sabe siquiera lo que hace, o tal vez me engañaré, y lo sepa perfectamente.
—¿Qué es lo que quieres decir?
—Quiero decir, que indudablemente tiene Su Majestad alguna razón en este momento para disgustar a la du Barry y que a este motivo, mucho más que a mi influencia, debes el favor que te otorga.
—¿Lo crees así?
—Seguro estoy de ello, y ayudo por mi parte. ¿Ignoras que por esa pícara no he querido aceptar la cartera?
—Me lo dijeron, pero…
—Pero no lo crees, vamos, habla con franqueza.
—Pues bien, lo confieso.
—Eso quiere decir que me tienes por hombre de escrúpulos, ¿no es cierto?
—A lo menos quiero decir que he visto eres hombre despreocupado.
—Querido, me voy haciendo viejo, y sólo me agradan las mujeres que son para mí… Y luego, tengo acá otras ideas… Pero volvamos a tu hijo: es guapo muchacho, ¿eh?
—Está muy mal con du Barry, quien se encontraba en tu casa cuando incurrí en la torpeza de presentarme en ella.
—Me consta, y he ahí por qué no soy ministro.
—Bueno.
—No lo dudes, amigo.
—¿Conque has rehusado la cartera por no disgustar a mi hijo?
—Si te dijera que sí no lo creerías, y harías bien; no he aceptado porque las exigencias de los du Barry, que empezaban por la exclusión de tu hijo, hubieran ido a parar a toda clase de desatinos.
—¿Pues te habrás indispuesto con esos entes?
—Sí y no: me temen, los desprecio y así les agradezco lo que me dan.
—Eso es una acción heroica, pero imprudente.
—¿Por qué?
—Porque la condesa tiene crédito.
—¡Bah! —dijo Richelieu.
—¿Cómo dices eso?
—Porque conozco la parte débil, y porque a ser preciso, sé colocar el minero en sitio a propósito para volar la plaza.
—Trasluzco la verdad: sirves a mi hijo por molestar a los du Barry.
—En gran parte sí, y no te engaña tu perspicacia: tu hijo es para mí una granada que disparo contra la fortaleza… mas a propósito, barón, ¿no tienes además una hija?
—Sí.
—¿Qué edad tiene?
—Dieciséis años.
—¿Bonita?
—Cual una Venus.
—¿Reside en Trianón?
¿Acaso la conocéis?
—He pasado la noche con ella, y he hablado una hora acerca de ella con el rey.
—¿Con el rey? —exclamó Taverney, cuyas mejillas se tiñeron de púrpura.
—Sí, con el rey.
—¿El rey ha hablado de mi hija, de Andrea de Taverney?
—Y la devora con los ojos, sí, querido.
—¡Ah! ¿Es cierto?
—¿Te contrarío diciéndote esto?
—A mí… no… seguramente… el rey me honra, con contemplar a mi hija… pero…
—¿Pero qué?
—El rey…
—Tiene malos hábitos, ¿no es eso lo que quieres decir?
—Dios me libre de hablar mal de Su Majestad; así como así tiene derecho para proceder como le agrade.
—Pues entonces, ¿qué significa ese asombro? ¿Pretendes acaso que la señorita tu hija no es absolutamente bella, y que por consiguiente no la mira el rey con ojos amorosos?
No contestó Taverney, lo que hizo fue encogerse de hombros y quedarte pensativo, no sin que le persiguiese con su indagadora vista el implacable Richelieu.
—¿A que adivino lo que dirías si en vez de pensar, hablases en voz alta? —prosiguió el anciano mariscal aproximando su sillón al del barón—; diríais que el rey está acostumbrado a vivir con malas compañías, que desciende de su esfera, como se dice en los Porchcrons, y que por lo mismo se abstendrá muy bien de fijar la vista en esa noble joven, de aire casto y amores puros; que por lo mismo no reparará en el tesoro de gracias y encantos… él, que únicamente se enamora de palabras licenciosas, guiñadas libertinas y chanzonetas de mal género.
—Ya se ve que eres un gran hombre.
—¿Y por qué?
—Por haber adivinado lo que estaba pensando —dijo Taverney.
—Barón, confiesa no obstante —prosiguió Richelieu—, que ya era hora de que nuestro soberano no nos obligase a nosotros que somos nobles, pares y compañeros del rey de Francia a que besemos la mano encanallada de una cortesana de esa índole: ya era tiempo de que nos reuniese en nuestra natural atmósfera, y que después de haber pasado de la Chateauroux, marquesa y de condición a propósito para hacer duquesas, a la Pompadour, la du Barry que se llama solamente Juanita, no pase de la du Barry a alguna Maritornes de cocina, o a alguna labriega. Barón, esto sería una cosa humillante, sí, sería una vergüenza que poseyendo, como poseemos, una corona con casco, bajásemos la cabeza a esas mujercillas…
—¡Oh!, ¡qué verdades tan bien dichas! —murmuró Taverney—, ¡y qué verdad es que en la corte es dónde se aprende!
—No habiendo reina, no debe haber mujeres, y no habiendo mujeres no hay cortesanos; pero el rey protege y enamora a una griseta, y el pueblo se ha sobrepuesto al trono, representándolo Juana Vaubernier, vendedora de lienzos en París.
—Es verdad, pero…
—Oye, barón —interrumpió el mariscal—, ¿sabes que sería un papel brillante el de la mujer de talento que quisiese reinar en Francia hoy?
—No cabe duda —dijo Taverney cuyo corazón palpitaba—, pero desgraciadamente está ocupado el puesto.
—¡Oh! Si hubiese una mujer —continuó el mariscal—, que sin tener los vicios de esas prostitutas, tuviera tanto atrevimiento, cálculo y amplitud de miras como ellas: una mujer que elevara tan alto su fortuna, que se hablase de ella aun cuando no existiera la monarquía. Barón, ¿tu hija es mujer de talento?
—¡Oh!, mucho, y sobre todo muy buen criterio.
—¡Y qué hermosa es!
—¿Lo crees tú así?
—Tiene ese corte voluptuoso y encantador que tanto agrada a los hombres, ese candor, esa flor de virginidad que impone respeto hasta a las mujeres… Amigo mío, es necesario cuidar ese tesoro…
—Me hablas de ella con un calor…
—¡Yo!, te digo que estoy locamente enamorado, y que mañana mismo me casaría con ella si no fuera por estos malditos sesenta y cuatro años… ¿Pero está bien colocada en palacio? ¿Tiene siquiera el lujo que conviene a una flor tan linda? Piensa en ello, barón; esta noche ha entrado sola en su gabinete, sin criadas, sin cazador, con sólo un lacayo del delfín que iba alumbrándola delante; esto tiene visos de pobreza.
—¿Y qué pretendes que haga, duque, si ya sabes que no soy rico?
—Querido: rico o no, es necesario a lo menos que tu hija tenga una doncella que la sirva.
Taverney exhaló un suspiro, y repuso:
—Comprendo que la necesita.
—Y qué, ¿no tienes una?
—No —contestó el barón.
—¿Quién es esa bella muchacha —prosiguió Richelieu—, que ha salido a abrirme? A fe mía que es linda y tiene finura.
—Sí, pero…
—¿Pero qué, barón?
—Justamente por eso no puedo enviarla a Trianón.
—¿Y por qué? Al contrario, la considero a propósito para el caso; hará una doncella de mi flor.
—Veo que no la has mirado la cara, duque.
—Precisamente no he hecho otra cosa.
—¿La has mirado, y no has notado a quién se parece de una manera extraordinaria?
—¿A quién?
—A… acuérdate… pero antes mírala despacio… Ven, Nicolasa.
Esta, que había estado escuchando en la puerta, se acercó.
El duque le cogió las manos y apretó con sus rodillas las de la joven, a quien ni intimidó ni turbó un momento siquiera aquella impertinencia del señorón.
—Sí —dijo—, sí; es verdad que tiene una semejanza.
—Ya sabes con quién, y ves de consiguiente que es imposible exponer el favor de nuestra casa a semejante hazaña de la casualidad. ¿Quién había de decir que Nicolasa tuviese tanto parecido con la dama más ilustre de Francia?
—¡Oh!, ¡oh! —respondió en tono agrio Nicolasa, desprendiéndose de manos del duque, para responder mejor a M. de Taverney—; ¿es cierto que me parezco a esa ilustre señora…? ¿Tiene como yo los hombros bajos, vivos los ojos, una pierna redonda y un brazo tan fino como la que tenéis delante? En todo caso, señor barón —concluyó de decir furiosa—, si me despreciáis de este modo es porque no me habéis visto bien.
Nicolasa estaba roja de cólera y por consiguiente extraordinariamente bella.
Volvió el duque a estrechar sus lindas manos, aprisionó nuevamente sus rodillas, y mirándola cariñosamente, dijo:
—Barón, Nicolasa no tiene igual en la corte, o a lo menos así me lo parece. Respecto a la ilustre dama con quien, lo declaro, tiene cierta semejanza aparente, vamos a poner a cubierto el amor propio. Tenéis unos cabellos rubios hermosísimos, Nicolasa, unas cejas y una nariz perfecta; pero con que os sentéis delante de un tocador un cuarto de hora, desaparecerá lo que al señor barón le parecen imperfecciones. Nicolasa, ¿querrías tú ir a Trianón?
—¡Oh! —exclamó Nicolasa, expresando con este monosílabo toda la codicia que encerraba su alma.
—Pues iréis a Trianón, querida; iréis, y allí haréis suerte sin perjudicar a la de los demás. Barón, una palabra y me marcho.
—Decid cuanto os plazca, mi querido duque.
—Hija mía; vete —dijo Richelieu—, y déjanos hablar.
Salió Nicolasa y el duque se aproximó al barón.
—Si insisto en que envíes a tu hija una doncella es porque esto será del agrado del rey. A su Majestad no le gusta la miseria, y las criadas bonitas no le causan miedo. En fin, yo sé lo que me digo.
—Que vaya Nicolasa a Trianón, supuesto que crees agradará esto al rey —replicó el barón sonriéndose.
—Entonces, si me autorizas, yo me la llevaré, y con eso se aprovechará de la carroza.
—¡Sin embargo, el parecido que tiene con la delfina! Es forzoso pensar en esto, duque.
—He pensado ya en ello: esa semejanza desaparecerá en un cuarto de hora, gracias a Rafté; yo te lo aseguro… Escribe, pues, dos palabras a tu hija, barón, manifestándole lo importante que es para ti que tenga a su lado una doncella, y que esta doncella se llame Nicolasa.
—¿Crees también urgente el que se llame Nicolasa?
—Sí que lo creo.
—¿Y si no se llamara Nicolasa?
—No desempeñaría tan bien sus deberes, yo te lo digo bajo palabra de honor.
—Pues voy a escribir ahora mismo.
Y el barón empezó a escribir una carta que entregó a Richelieu así que la terminó.
—Duque, ¿no instruimos a Nicolasa?
—Ya la instruiré: ¿es muchacha inteligente?
El barón se sonrió.
—Tú me la confías… ¿no es eso? —dijo el duque.
—Sí, a fe mía: el asunto corre de tu cuenta: me la has pedido, y te la entrego; haz de ella lo que puedas.
—Niña —dijo el duque levantándose—, venid conmigo, y pronto.
No aguardó Nicolasa a que se lo repitieran; sin pedir su consentimiento al barón reunió en cinco minutos un lío de ropa, y con tal rapidez que podía decirse que volaba, se sentó junto al cochero del mariscal.
Se despidió Richelieu de su amigo, y este le dio repetidas gracias por el favor que había hecho a Felipe de Taverney.
No hablaron de Andrea una palabra, silencio que fue mucho más elocuente que cuanto dijesen.