Cuando hubo llegado el rey a la meseta de la escalera, todavía conservaba asida de la mano a la señorita de Taverney; pero allí la dejó, saludándola con tanta cortesía, que Richelieu pudo ver bien el saludo, admirar lo gracioso que fue e interrogarse a sí mismo a qué afortunada joven iría dirigido.
No duró mucho su ignorancia, pues el rey cogió a la delfina del brazo, quien todo lo había presenciado, conociendo perfectamente a Andrea, y le dijo:
—Hija mía, vengo sin cumplimiento alguno, a pedirte que me des de comer: para llegar hasta aquí he atravesado todo el jardín, y habiendo encontrado en el camino a la señorita de Taverney la supliqué me hiciera compañía.
—¡La señorita de Taverney! —murmuró Richelieu casi aturdido con aquel golpe imprevisto—. ¡A fe mía que no puedo estar quejoso de la suerte!
—De manera que no sólo no amonestaré a esa señorita por haber tardado —contestó la delfina con tono amable—, sino que le agradeceré el habernos traído a Vuestra Majestad.
Andrea, tan encarnada como una de las cerezas que se hallaban en una frutera en medio de las flores se inclinó sin articular palabra.
—¡Voto al diablo, y qué bella es! —dijo Richelieu allá para sí—, el pícaro de Taverney no hizo el elogio que se merecía.
Devolvió el rey el saludo que le hizo el delfín, sentándose acto seguido a la mesa; y como tenía, lo mismo que su nieto, un apetito excelente, comió de todo cuanto le sirvió el camarero mayor como por encanto.
Sin embargo, aunque tenía la espalda vuelta hacia la puerta, buscaba alguna cosa, o mejor dicho, a alguien.
En efecto, la señorita de Taverney, que no disfrutaba de ningún privilegio, porque aun no se sabía bien la posición que desempañaba al lado de la delfina, no penetró en el comedor, sino que después de hacer su reverencia en contestación a la del rey, se encaminó a la cámara de aquella, pues ya hemos indicado que la delfina la hacía leer así que se acostaba.
Presumió la delfina que lo que buscaba el rey era su hermosa compañera de camino, y dirigiéndose a un joven oficial de guardias que se hallaba detrás del rey, dijo:
—Señor de Cogny, haced que pase la señorita de Taverney con permiso de la señora de Noailles; por esta noche faltaremos a la etiqueta.
Salió Cogny, y la cabo de un momento volvió con Andrea, quien entró temblando, porque no podía entender de dónde nacía aquella serie de atenciones a que no estaba acostumbrada.
—Colocaos —le dijo la delfina— al lado de la señora duquesa.
Andrea subió la grada con timidez, y estaba tan turbada que tuvo la audacia de colocarse a un pie de distancia únicamente de la camarera mayor.
De manera que esta le dirigió una mirada tan terrible, que, como si la pobre doncella se hubiese puesto en contacto con una botella bien cargada de Leyden[32], retrocedió a lo menos cuatro pies.
Luis XV la contemplaba y se sonreía.
—Efectivamente —dijo el duque allá para sí—, que casi no debo tomarme la molestia de mezclarme en nada, pues las cosas marchan, según puedo ver, por sí solas.
Volvióse el rey y vio al mariscal, quien estaba preparado para sostener aquella mirada.
—Señor duque, buenas noches —dijo Luis XV—: ¿Os lleváis bien con la señora duquesa de Noailles?
—Señor, la señora duquesa sigue siempre dispensándome la honra de considerarme como un aturdido.
—¿Habéis estado también, duque, en el camino de Chanteloup?
—¡Yo, señor!, no a fe mía; Vuestra Majestad concede a los míos demasiados favores para que yo obrase de este modo.
No aguardaba el rey aquel golpe, pues si su intención era mofarse, había quien le saliese al encuentro.
—¿Qué es lo que yo he hecho, duque?
—Señor, Vuestra Majestad ha concedido el mando de su caballería ligera al duque de Aiguillon.
—Es verdad, duque.
—Y era preciso para ello toda la energía, toda la habilidad de Vuestra Majestad; casi es un golpe de Estado, señor.
Estaba la comida para terminarse, y el rey esperó un instante, levantándose enseguida de la mesa.
Para él hubiera podido ser engorrosa la conversación; mas como Richelieu se había decidido a no soltar su presa, cuando el rey entabló conversación con la señora de Noailles, el delfín y la señorita de Taverney, Richelieu maniobró con tanta maestría que se volvió a entablar la conversación, según su deseo.
—Señor —dijo—, no ignora Vuestra Majestad que el buen éxito da osadía.
—¿Duque, lo decís para demostrarnos que vos sois atrevido?
—Lo digo para solicitar de Vuestra Majestad una nueva gracia, después de la que se ha dignado otorgarme: un buen amigo mío, un anciano servidor de Vuestra Majestad, tiene un hijo en los gendarmes, joven lleno de mérito, pero falto de recursos. Una princesa augusta le ha concedido el despacho de capitán, mas le falta la compañía.
—¿Es mi hija esa princesa? —interrogó el rey volviéndose hacia la delfina.
—Sí, señor —dijo Richelieu—; y el padre de ese joven es el barón de Taverney.
—¡Mi padre…! —exclamó Andrea sin poderse contener—. ¡Felipe…! ¿Es para Felipe, señor duque, para quién solicitáis una compañía?
Después, avergonzada por haber faltado así a la etiqueta, Andrea retrocedió un paso, ruborosa y juntando las manos.
Se volvió el rey para contemplar el rubor y la emoción de la hermosa doncella, y también miró a Richelieu con tanta benevolencia, que el cortesano comprendió cuan grata era su petición a causa del encuentro con Andrea.
—Verdaderamente —dijo la delfina—, ese joven es encantador, y había contraído el compromiso de hacer su fortuna; pero ¡qué desventurados son los príncipes! Cuando Dios les da buena voluntad, les arrebata la memoria o el raciocinio: ¿por qué no se me había de ocurrir que ese joven era pobre, que no era suficiente darle el empleo, sino que era necesario concederle también una compañía?
—Señora, ¿y de qué modo quería saberlo Vuestra Alteza?
—¡Oh!, lo sabía —replicó vivamente la delfina con un gesto que recordó a Andrea la casa tan desnuda y modesta, y no obstante, en que tan dichosa vivió siendo niña—; lo sabía y creí que todo estaba arreglado con dar un grado a Felipe de Taverney… ¿No se llama Felipe, señorita?
—Sí, señora.
Contempló el rey todas aquellas fisonomías tan nobles y francas; al momento fijó la vista en la de Richelieu, en quien también se comprendía un reflejo de generosidad que sin duda tomaba de la augusta persona que tenía próxima, y dijo a media voz:
—Duque, voy a indisponerme con Luciennes.
Y dirigiéndose a Andrea agregó con viveza:
—Decid que eso os causará suma alegría.
—¡Ah!, señor —dijo Andrea juntando las manos—, yo os lo suplico.
—Pues concedido —dijo Luis XV—; vos, duque, elegiréis una buena compañía para ese pobre joven, y yo daré los fondos si no está ya completamente pagada y vacante.
Tan digna acción llenó de contento a todos los concurrentes, valiendo al rey una célica sonrisa de Andrea, y a Richelieu las gracias de aquella boca, a que en su juventud hubiera exigido más todavía el ambicioso y avaro mariscal.
Fueron llegando sucesivamente varias visitas, llegando entre otros el cardenal de Rohán, quien desde que la delfina residía en Trianón, le hacía asiduamente la corte.
Durante toda la noche sólo habló el rey con amabilidad a Richelieu: hasta hizo que le acompañase cuando se separó de la delfina para volver a su Trianón, y el anciano mariscal acompañó al rey estremeciéndose de alegría.
En tanto que Su Majestad penetraba con el duque y sus dos oficiales en las sombrías calles que se dirigían al palacio, la delfina despidió a Andrea, diciéndole:
—Podéis marcharos, porque tendréis necesidad de escribir a París esa buena noticia.
Y precedida de un lacayo que llevaba en la mano una linterna, la joven cruzó los cien pasos de la explanada que separaba Trianón del edificio en que habitaba la servidumbre.
También delante de ella saltaba de arbusto en arbusto, entre el follaje, una sombra que seguía con brillantes ojos todos los movimientos de la joven.
Aquella sombra era Gilberto.
Cuando llegó Andrea a la gradería comenzó a subir las escaleras de piedra, el lacayo volvió a las antecámaras de Trianón.
Gilberto entonces, deslizándose al mismo tiempo por el vestíbulo, llegó a los patios de las caballerizas, y por una escalerilla tan recta como una escala, subió a su tejado buhardilla, que se hallaba frente a las ventanas del aposento de Andrea, en un ángulo del edificio.
Desde este sitio vio a Andrea llamar a una criada de la señora de Noailles, que tenía su habitación en el mismo corredor; pero en cuanto aquella joven penetró en el aposento de Andrea, las cortinas de la ventana cayeron como un velo impenetrable entre los vivos deseos del mancebo y el objeto de aquellas ideas.
Solamente quedaba en el palacio M. de Rohán, aumentando cada vez más su galantería para con la delfina, quien le trataba con bastante indiferencia.
Terminó el prelado por temer no fuese indiscreto, tanto más cuanto que ya había visto al delfín retirarse; y así se despidió de Su Alteza Real con señal del más profundo y tierno respeto.
Al subir a la carroza se aproximó a él una doncella de la delfina, y casi penetró en el carruaje.
—Aquí tenéis eso —dijo.
Y le puso en la mano un papelito doblado con esmero cuyo contacto hizo estremecer al cardenal.
—Tomad —replicó con viveza, entregando a aquella camarista de baja esfera un bolsillo pesado, y que vacío hubiera constituido un buen regalo.
Sin perder tiempo mandó el cardenal al cochero que partiese para París, y que le pidiera órdenes en la barrera.
Durante el trayecto, sin luz en el coche, palpó y besó como un amante enajenado de gozo lo que contenía aquel papelito.
En cuanto llegó a la barrera, dijo:
—A la calle de San Claudio.
Instantes después cruzaba el patio misterioso, y se volvía a hallar en la salita en que se encontraba Fritz, introductor de silenciosos modales.
Balsamo se hizo esperar un cuarto de hora, hasta que al fin apareció, disculpándose con lo avanzado de la hora, pues presumía que ya nadie iría a visitarle.
En efecto, faltaba poco para las once de la noche.
—Es verdad, señor barón —dijo el cardenal—, y os pido perdón por esta molestia; pero recordad que un día me indicasteis que para estar seguro de ciertos secretos…
—Me era necesario el pelo de la persona de quien hablábamos aquel día —interrumpió Balsamo, que ya había visto el papel en manos del sencillo prelado. Efectivamente, señor barón.
—Y vos me traéis ese pelo, monseñor, ¿no es esto?
—Aquí lo tenéis: ¿creéis que sea posible volver a adquirirlo una vez hecho el experimento?
—A no ser que sea preciso aplicar el fuego… en cuyo caso…
—Sin duda, sin duda —dijo el cardenal—, pero entonces conseguiré otro mechón. ¿Puedo saber lo que deseo?
—¿Hoy?
—No ignoráis mi impaciencia.
Tomó Balsamo el pelo y subió con precipitación al aposento de Lorenza.
—Voy a saber —iba pensando por el camino—, el secreto de esa monarquía; al fin voy a penetrar los ocultos designios de Dios.
Y desde la parte opuesta de la pared, antes de abrir siquiera la puerta misteriosa, adormeció a Lorenza, quien lo recibió con un tierno abrazo.
Con sentimiento se deshizo Balsamo de sus brazos, pues no hubiera sido fácil decir qué apenaba más al pobre barón, si las reconvenciones de la hermosa italiana cuando estaba despierta, o sus caricias cuando dormía. Por fin, consiguió desatar la cadena que los dos brazos de la joven le habían echado al cuello, y colocándole el papel en la mano, le dijo:
—Lorenza mía, ¿te es fácil decirme de quién es este pelo?
Lo cogió Lorenza y lo apoyó, primero contra su pecho, y después contra su frente, pues aunque tenía abiertos los ojos, durante su sueño veía por el pecho y la frente.
—¡Oh! —exclamó—, la cabeza de que se ha quitado es muy ilustre.
—¡Es verdad que sí…! Y feliz, ¿eh?
—Puede serlo…
—Míralo bien, Lorenza.
—Sí, puede serlo, porque aun no tiene su vida mancha alguna.
—No obstante está casada…
—¡Oh! —dijo Lorenza sonriéndose con dulzura.
—¿Qué quiere decir mi Lorenza?
—Que se encuentra casada, querido Balsamo, y sin embargo…
—Y sin embargo, ¿qué?
—Y sin embargo…
Tornó Lorenza a sonreírse y continuó:
—Yo también me encuentro casada.
—Sin duda.
—Y sin embargo…
Balsamo la contempló con profundo asombro, y vio que a pesar de que la joven se hallaba dormida, se extendía sobre su rostro el rubor de la castidad.
—Y sin embargo, ¿qué? —repitió Balsamo—: Termina.
Lorenza enlazó otra vez sus brazos al cuello de su amante, y escondiendo la cabeza en su pecho, dijo:
—Y sin embargo estoy virgen.
—¿Y esa mujer, esa princesa, esa reina —exclamó Balsamo—, sin embargo de estar casada…?
—Esa mujer, esa princesa, esa reina —repitió Lorenza—, está tan pura y virgen como yo; más pura, más virgen que yo todavía, puesto que no ama como yo.
—¡Qué fatalidad! —murmuró Balsamo—. Gracias, Lorenza, ya sé cuanto quería.
La abrazó, se guardó el pelo como un rico tesoro en el bolsillo, y cortando a Lorenza un mechoncito de su negra cabellera lo quemó en las bujías, y guardó las cenizas en el papel donde había traído envuelto el pelo de la delfina.
Bajó entonces nuevamente, y sin cesar de andar despertó a la joven.
Aguardaba él prelado lleno de impaciencia y duda.
—¿Qué hay señor barón? —dijo.
—¿Qué queréis que haya, monseñor?
—¿Qué dice el oráculo?
—Que podéis tener esperanzas.
—¿Ha dicho eso? —exclamó el príncipe lleno de alegría.
—Deduciréis lo que os parezca, monseñor; lo cierto es que el oráculo indica que esa mujer no ama a su marido.
—¡Oh! —dijo M. de Rohán en un trasporte de alegría.
—Respecto al pelo —dijo Balsamo—, he necesitado quemarlo para conseguir la revelación por esencia: aquí están las cenizas que os devuelvo escrupulosamente después de haberlas recogido, lo mismo que si cada partícula valiese un millón.
—Gracias, caballero, gracias; jamás podré pagaros lo que os debo.
—Monseñor, no tratemos de eso: lo único que os recomiendo es que no vayáis a tragaros las cenizas en vino, como acostumbran algunas veces los enamorados, porque esto es una simpatía tan peligrosa, que vuestro amor no tendría cura, al paso que el corazón de la mujer amada se enfriaría.
—¡Ah!, me guardaré de ello —dijo el cardenal casi asustado—. Adiós, señor barón, adiós.
Transcurridos veinte minutos la carroza de Su Excelencia se encontraba en la esquina de la calle de Petits-Champs con el coche de Richelieu, al cual faltó poco para derribar en un enorme hoyo hecho para establecer los cimientos de una casa que estaban haciendo.
Se conocieron los dos señores.
—¡Hola, príncipe! —exclamó Richelieu sonriéndose.
—¡Hola, duque! —replicó el cardenal de Rohán llevándose un dedo a la boca.
Y corrieron en opuesta dirección.