Capítulo XCI

A las tres de aquel mismo día salió de su aposento la señorita Taverney, a fin de dirigirse a casa de la delfina, quien tenía la costumbre de que le leyesen una hora antes de empezar a comer.

El primer lector de Su Alteza Real, que era el abate, no desempeñaba ya aquel cargo, pues se había dedicado a la política por experiencia desde algunas intrigas diplomáticas en que desplegó el talento propio de un gran hombre de negocios.

Salió bastante adornada la señorita de Taverney para desempeñar su comisión, pero sufría, como todos los que residían en Trianón, las dificultades inherentes a una instalación algo brusca. Sin haber organizado nada, ni aun lo preciso para su servicio, ni la colocación de su escaso ajuar, la había vestido provisionalmente una de las doncellas de la señora de Noailles, camarista a la cual la delfina llamaba la señora Etiqueta.

Llevaba Andrea un traje de seda azul, largo de talle, y de pintitas como el cuerpo de una avispa; abierto por delante, permitía ver una camisola de muselina con tres filas de bordados, y unas mangas cortas, bordadas lo mismo y ahuecadas desde el hombro, completaban en buena armonía con la pañoleta que escondía púdicamente lo que el cuello de la camisola pudiera dejar descubierto en la garganta de la joven. La señorita a quien nos referimos, llevaba sujetos los cabellos con una sencilla cinta azul, y cayendo como le caían sus espesos bucles sobre el cuello y los hombros, proporcionaban al rostro fiero y modesto de aquella joven de tez apagada, pero purísima, mayor realce que las plumas, penachos y encajes.

Por el camino se puso Andrea sus mitones de seda blanca, escondiendo en ellos los dedos más afilados y redondos que podía darse, mientras iba imprimiendo en la arena del jardín la punta del tacón de sus chapines de raso azul de cielo.

Después de llegar al pabellón de Trianón se enteró que había ido a dar un paseo la señora delfina con su arquitecto y jardinero mayor; pero en el piso superior se escuchaban el ruido del torno en que el delfín se entretenía en hacer una cerradura para un cofre que le gustaba mucho.

Andrea, a fin de reunirse con la delfina, cruzó un cuadro del jardín en que había algunas flores, que, a pesar de lo adelantada que estaba la estación, levantaban su pálida cabeza para aspirar los furtivos rayos de un sol más pálido aún que ellas; y como ya se iba aproximando la noche, pues en esta estación anochece a las seis, unos aprendices de jardinero se entretenían en tapar las plantas más delicadas con campanas de vidrio.

En el ángulo que hacía una calle de verdes árboles que, enlazados en forma de seto y rodeado de rosales de Bengala, iban a parar a un bonito pedazo de terreno cubierto de césped, Andrea divisó de pronto a uno de los jardineros, que así que la vio soltó la azada y la saludó con una política bastante más inteligente que la que usan los hombres del pueblo.

Le miró detenidamente y conoció a Gilberto, cuyas manos estaban bastante blancas, a pesar del trabajo, para no desesperar a Taverney.

Sin darse cuenta se ruborizó Andrea, pareciéndole que el encontrarse Gilberto en aquel lugar se debía a una condescendencia muy singular de la suerte.

Repitió su saludo Gilberto, y Andrea le contestó con otro sin cesar de andar.

Era una criatura en exceso leal y animosa para que fuese a resistir a un impulso del alma y no contestar a lo que lo interrogaba su imaginación.

Volvió atrás, y Gilberto, que había quedado sin color, y la miraba con ojos de mal agüero, recobró de pronto la vida y dio un brinco para reunirse con ella.

—¿Aquí vos, señor Gilberto? —dijo Andrea con indiferencia.

—Señorita, ya lo veis.

—¿Y a qué coincidencia se debe?

—La vida es necesaria, señorita, pero lo es más vivir honradamente.

—¿Sabéis que sois afortunado?

—¡Oh!, mucho, señorita —dijo Gilberto.

—¿Me queréis explicar por qué?

—Os repito, señorita, que mi fortuna no puede ser más grande.

—¿Quién os ha colocado aquí?

—M. de Jussieu, que es quien me protege.

—¡Ah! —dijo llena de sorpresa Andrea—. ¿De modo que conocéis a M. de Jussieu?

—Fue amigo de mi primer protector, esto es, de mi amo M. de Rousseau.

—Ea, ánimo, señor Gilberto —dijo Andrea disponiéndose a continuar su camino.

—¿Estáis mejor, señorita? —dijo Gilberto con una voz tan temblona que se veía harto bien lo cansada que salía de su corazón, cuyas vibraciones representaba.

—¿Cómo mejor? —dijo Andrea fríamente.

—Pues… ¿y la desgracia?

—¡Ah!, sí… gracias, señor Gilberto, estoy mejor, no fue casi nada.

—¡Oh!, faltó poco para que perecieseis —dijo Gilberto en el colmo de la emoción—, el peligro era grande.

Creyó Andrea que era tiempo de abreviar aquella conversación con un trabajador en medio del jardín, y dijo:

—Señor Gilberto, buenas tardes.

—Señorita, ¿consentís en aceptar una rosa? —preguntó Gilberto estremeciéndose y cubierto de sudor.

—Ignoro —respondió Andrea—, si podéis ofrecer una cosa que no es vuestra.

Sorprendido y aterrado Gilberto, nada respondió: lo que hizo fue bajar la cabeza, y viendo que Andrea le miraba con cierta alegría por haber demostrado su superioridad, se levantó, rompió una rama cubierta de flores del rosal más bonito, y se puso a deshojar las rosas con una sangre fría, con una nobleza que llamaron la atención a la joven.

Y como era demasiado justa y bondadosa para no conocer que había ofendido gratuitamente a un joven cogido in fraganti delito de urbanidad, estuvo a punto de disculparse o reparar su ofensa; pero continuó su camino sin añadir una palabra, cualidad natural en las personas orgullosas que se consideran culpables.

Gilberto tampoco pronunció una palabra más; tiró la rama del rosal y tornó a coger la azada; pero como era a la vez que arrogante, astuto, se bajó para trabajar, sin duda, más también con la intención de ver alejarse a Andrea, quien al volver la calle le fue imposible dejar de mirarle: ¿qué mucho, si al fin era mujer?

Contentóse Gilberto con aquella debilidad para decirse a sí mismo que en aquella lucha había alcanzado la victoria.

—No posee la fuerza que yo —dijo—, y al fin la dominaré: a pesar de lo orgullosa que está con su hermosura, su nombre y su fortuna que va creciendo; a pesar de la insolencia con que considera mi amor, que adivina quizá, la desea más y más el pobre trabajador que tiembla con sólo verla. ¡Oh!, este temblor, este estremecimiento es digno de un hombre; pero ya me pagará algún día las bajezas que me obliga a cometer… Por hoy —añadió—, basta de trabajar: ya he vencido a mi enemigo, sí, cuando debí haber sido el más débil de los dos, puesto que la amo, me he mostrado cien veces más fuerte que ella…

Estas palabras las repitió con bárbara alegría, llevándose una mano convulsiva a su frente llena de inteligencia, de la que separó su hermosos cabellos negros; clavó con fuerza su azada en el acicate, se arrojó como un ciervo por entre la calle de cipreses y tejas, cruzó ligero como el viento un bosquecillo de plantas cubiertas con campanas, sin estropear una siquiera, a pesar de la furia con que corría, y fue a colocarse al otro extremo de la diagonal que acababa de describir para tomar la vuelta del camino por donde iba Andrea y que formaba un círculo.

Así fue; allí la vio adelantarse pensativa y casi humillada, inclinados sus hermosos ojos y moviendo con suavidad su blanca mano sobre su traje que crujía con el roce; parapetado detrás del seto de rosales, la oyó suspirar dos veces como si hablase consigo misma; y por fin pasó tan próxima de los árboles, que con sólo alargar el brazo, hubiera podido Gilberto coger el de Andrea según se lo aconsejaba un impulso insensato y calenturiento.

Mas frunció las cejas con un movimiento de voluntad, que se asemejaba a odio, y colocándose en el corazón una mano crispada, dijo allá para sí:

—Vuelvo a ser bajo; ¡pero es tan hermosa! Quizá hubiera estado mucho tiempo Gilberto contemplando a Andrea porque la calle era larga y la joven caminaba con paso lento y acompasado, pero a dicha calle iban a parar otras por donde podía llegar algún importuno, y la casualidad favoreció tan poco a Gilberto que, en efecto, desembocó uno por la primera calle lateral que se hallaba a la izquierda, es decir, casi enfrente del bosquecillo de arbustos en que Gilberto se ocultaba.

Caminaba el susodicho importuno con paso metódico y mesurado, levantada la cabeza, con el sombrero debajo del brazo derecho y la mano izquierda en el pomo de la espada. Por lo demás, vestía un traje de terciopelo bajo una capota de marta cibelina, y alargaba al andar la pierna, hermosa en verdad, luciendo un empeine alto, señal de noble raza.

Al adelantar a aquel señor, divisó a Andrea, y sin duda le agradó el aire de la joven, pues apresuró el paso cortando oblicuamente, a fin de ir a parar a la línea que seguía Andrea y encontrarla cuanto antes.

Cuando Gilberto vio aquel personaje lanzó sin darse cuenta un grito no muy fuerte, y huyó como un mirlo espantado debajo de los zumaques.

La operación del importuno tuvo feliz éxito, y sin duda estaba habituado a ella, porque a los tres minutos iba detrás de Andrea a quien tres minutos antes seguía a larga distancia.

Al percibir Andrea pasos cerca de sí, se hizo a un lado para que pudiera pasar el que aun no había visto; y así que pasó llevó la vista hacia aquella parte.

También el señor miraba con ansiedad; hasta se separó para ver mejor, y volviéndose al momento dijo con voz muy dulce:

—¿Adónde os dirigís que así corréis, señorita?

Aquella voz le hizo alzar a Andrea la cabeza, y vio a treinta pasos detrás de ella dos oficiales de guardias que caminaban lentamente; vio también bajo la capota de piel de marta del que le hablaba el cordón azul, y sumamente pálida, asustada con aquel tropiezo inesperado y una interrupción tan graciosa, dijo en voz baja inclinándose:

—¡El rey!

—Señorita —replicó Luis XV acercándose—: Perdonadme si os digo que tengo tan mala vista que me veo obligado a interrogaros cómo os llamáis.

—Andrea de Taverney —contestó la joven tan confusa y tímida que apenas se oyó su voz.

—¡Ah!, es cierto; ¿y a qué feliz casualidad se debe, señorita, el que así viajéis por Trianón?

—Iba en busca de Su Alteza Real la señora delfina, que me está esperando —respondió Andrea.

—En este caso os haré compañía, señorita —prosiguió Luis XV—, pues voy a hacer una visita a mi hija como se acostumbra en el campo entre vecinos; tened la bondad de aceptar mi brazo, una vez que llevamos el mismo camino.

Sintió Andrea que le cruzaba por la vista una especie de nube, y que bajaba en hirvientes olas con toda su sangre hasta el corazón. En efecto, tal honra dispensada a una pobre joven, darle el rey el brazo, tratarla tan amablemente el soberano señor de todos, una gloria tan inesperada como increíble, una gracia en fin que hubiese dado envidia a toda una corte, le parecía así como un sueño.

Ofreció a Andrea su mano, esta descansó la punta de sus dedos sobre el guante del rey, y siguieron el camino hacia el pabellón en que habían indicado al rey hallaría a la delfina con su arquitecto y su jardinero mayor.

Se puede afirmar que aunque a Luis XV no le gustaba mucho andar, cogió el camino más largo para conducir a Andrea al pequeño Trianón. El hecho es que los dos oficiales que seguían detrás conocieron el error de su majestad y se quejaron, porque iban vestidos a la ligera y el tiempo estaba bastante frío.

Llegaron tarde, pues no hallaron a la delfina en el punto donde creían se hallaba; María Antonieta se había marchado por no hacer esperar al delfín, a quien gustaba comer entre seis y siete.

Llegó, pues, Su Alteza Real a la hora precisa, y como el delfín era muy exacto, se mantenía ya en el umbral del salón para estar más cerca del comedor cuando llegase el camarero mayor; de suerte que la delfina dio el manto que llevaba puesto a una camarista, se cogió con alegría del brazo del delfín y lo condujo al comedor.

Estaba en disposición la mesa para los dos ilustres anfitriones.

Ocupaban uno y otro el medio de la mesa quedando la parte alta, la cual nunca se ocupaba aun cuando fuesen un gran número los convidados, desde ciertas sorpresas del rey.

Colocado el cubierto del rey con su candado, ocupaba un espacio considerable; pero como el camarero mayor no hacía cuenta con aquel huésped, servía desde aquel sitio.

Detrás de la silla de la delfina, en que había el espacio preciso para que los criados pudiesen pasar, se mantenía la señora de Noailles muy tiesa, pero con la amabilidad en el rostro que se debe tener en una comida.

Tres veces por semana acompañaba a comer la señora de Noailles al delfín y la delfina, pero los días en que no le tocaba se hubiera guardado muy bien de faltar a la comida; entre otras cosas porque aquel era un modo de protestar contra la exclusión de aquellos cuatro días de siete que tiene la semana.

Enfrente de la duquesa de Noailles, a quien como ya hemos indicado llamaba la delfina la señora Etiqueta, se mantenía en una grada casi igual el duque de Richelieu, quien observaba las ceremonias palaciegas; pero su etiqueta era invisible para todos, porque tenía el mérito de ocultarla con una elegancia exquisita y muchas veces con un tono de broma finísimo.

De esta antítesis entre el primer gentilhombre de cámara y la camarera mayor de Su Alteza Real la delfina, resultaba que con frecuencia dejaba la conversación la duquesa de Noailles y la continuaba el duque de Richelieu.

Había viajado el mariscal por todas las cortes de Europa tomando en cada una de ellas el tono de elegancia más adecuado a su índole, de modo que como tenía un tacto admirable y una gran dosis de urbanidad, sabía, a la vez que las anécdotas que podían contarse en la mesa de los tiernos infantes, las que no había dificultad en referir en la mesa de la du Barry.

Vio que la delfina aquella noche, comía con apetito y que el delfín devoraba: y presumiendo que no le ayudarían a sostener viva la conversación, comprendió que sólo se trataba de hacer pasar a la señora de Noailles una hora de purgatorio anticipado.

Empezó, pues, a hablar de filosofía y literatura dramática, doble objeto de conversación, tan antipático el uno como el otro para la venerable duquesa.

Tenía afición a las artes, la delfina, y sobre todo al teatro (como que había enviado un traje completo de Clitemnestra a la Raucourt), y así oyó a Richelieu no sólo con indulgencia sino con gusto.

Entonces, sin acordarse de la etiqueta, la pobre camarera mayor, se agitó en su grada, sonó recio y movió su venerable cabeza, sin pensar que con sus movimientos cubría su frente de una nube de polvo, como las bocanadas de aire tapan de nieve la cima del Mont-Blanc.

Pero como todo no se reducía a divertir a la delfina, sino que también era necesario agradar al delfín, Richelieu abandonó la cuestión teatral, a que el heredero de la corona de Francia nunca había sentido gran simpatía, y empezó a hablar de filosofía humanitaria, empleando a propósito de los ingleses, todo el calor que Rousseau despide como un fluido vivificador sobre el personaje de Eduardo Bomston.

Odiaba la señora de Noailles a los ingleses tanto como a los filósofos, y como una idea nueva era para ella un fastidio y un fastidio turbaba toda su economía animal, comprendiendo que había nacido para conservar y nada más, ladraba a las nuevas ideas como los perros a las máscaras.

Se proponía Richelieu una doble intención con semejante manejo; pues mortificaba a la señora Etiqueta, lo cual agradaba en gran manera a la delfina, y hallaba aquí y allí algunos apotegmas virtuosos, o algunos axiomas de matemáticas que el delfín, amante de las cosas exactas, recogía con alegría.

Hacía la corte a las mil maravillas buscando con la vista a alguien que aguardaba ver allí y no encontraba, cuando llegó a la sonora bóveda un grito dado al pie de la escalera, que repitió una voz colocada en el primer descanso, y al momento otra en el remate de la misma escalera.

—¡Su Majestad el rey!

Tan pronto oyó la señora de Noailles esta mágica palabra, se levantó como si la hubiera hecho saltar sobre su grada un resorte de acero; Richelieu se puso de pie lentamente como hombre acostumbrado a tales sorpresas, y el delfín se limpió con precipitación la boca con la servilleta, quedando en pie delante de su sitio con el rostro vuelto hacia la puerta.

Respecto a la delfina, se aproximó hacia la escalera para encontrarse con el rey más pronto y recibirle dignamente.