Capítulo XC

Muy enojado Juan por aquella salida llena de provocación, se hizo atrás como para responder a ella, pero al momento se encogió de hombros acercándose al mariscal.

—¡Hola! —le dijo—. ¿Recibís en vuestra casa a semejantes sabandijas?

—No, ciertamente: las espanto.

—¿Conocéis a ese pelele?

—Mucho.

—¿Pero ignoráis quién es?

—Un Taverney.

—Un hombre que pretende colocar a su hija en el lecho del rey.

—¡Bah!

—Un hombre que aspira a suplantarnos y que recurre a todos los medios para conseguirlo. Pero aquí está Juan, y Juan no se duerme.

—Conque tienes seguridad de que procura…

—Os lo afirmo por difícil que os parezca.

—Se me resiste el creer…

—Y por medio hay un joven decidido a romperse la crisma con cualquiera; un joven que me ha herido… que ha herido al pobre Juan.

—¡A vos! ¿De modo que es un enemigo personal vuestro?

—Sí, fue mi adversario por un momento por causa de la delfina… No lo ignoráis.

—Este es un milagro de la simpatía; pues desconocía por completo este asunto, por más que me digáis, y no obstante, le he desahuciado completamente; de modo que lo hubiera pasado mucho peor a haber sabido yo…

—Lo que deseo es que a su hijo se le quiten los medios de molestar en un camino real a la gente honrada. Pero… ¡Con mil diablos! Todavía no os he dado la enhorabuena.

—Conque parece ya negocio terminado… ¿eh?

—Completamente terminado. ¿Queréis que os dé un abrazo?

—Con mucho gusto.

—Trabajito ha costado, pero ¿qué importa si hemos salido con la nuestra? Me figuro que estáis contento…

—¿Queréis que os hable con franqueza? Pues estoy satisfecho porque creo que podré ser útil.

—No hay que dudarlo; pero el golpe es formidable y va a meter ruido.

—¡Pues qué! ¿No me quiere el pueblo?

—¡A vos! Lo ignoro en absoluto, pero él es aborrecido.

Sorprendido Richelieu, exclamó:

—¡Él! ¿Quién es él?

—Ya lo sabéis. ¡Oh! Los parlamentos se van a sublevar como en tiempo de Luis XIV, porque han llevado una buena paliza.

—Explicadme eso.

—Por sí mismo se explica, pues los parlamentos odian al autor de sus persecuciones.

—¡Ah!, creéis que…

—Segurísimo estoy como lo está toda la Francia, pero la verdad es que os habéis conducido perfectísimamente haciéndole venir tan oportunamente.

—Pero, señor, ¿de quién habláis? Estoy en brasas y no comprendo una palabra de todo lo que me decís.

—De M. de Aiguillon, de vuestro sobrino.

—¿Y qué?…

—Repito que habéis dispuesto su venida en muy buena ocasión.

—Ya, ya; con eso me dais a entender que me ayudará en muchas cosas.

—A todos nos ayudará. ¿Sabéis que está en grande con Juanita?

—¿Es cierto?

—Lo que os digo. Ya han hablado y se entienden perfectamente.

—¿Lo sabéis?

—¡Vaya!

—¿De qué modo?

—¡Toma! Juanita es sumamente perezosa.

—¡Ah!

—Y jamás se levanta hasta que no son las nueve, o las diez o las once de la mañana.

—Bueno…

—Pero hoy a las seis he visto salir de Luciennes al duque de Aiguillon.

—¡A las seis! —exclamó Richelieu sonriéndose.

—Sí.

—¿Esta mañana?

—Esta mañana, y ya comprendéis que para haber madrugado tanto Juanita debe estar loca con vuestro sobrino.

—Sí, sí —agregó Richelieu frotándose las manos—. ¡A las seis! ¡Bravo Aiguillon!

—La audiencia, ya suponéis que ha debido empezar a las cinco… ¡Casi de noche…! ¡Es milagroso!, milagroso.

—¡Oh! Sí, milagroso en verdad, mi querido conde —replicó el mariscal.

—De modo que os encontráis los tres como Orestes y Pílades y otro Pílades.

En aquel momento apareció el duque de Aiguillon en la estancia de Richelieu.

Saludó el sobrino a su tío con cierto aire de compasión que sobró a Richelieu, si no para comprender toda la verdad, al menos para acertar la mayor parte de ella.

Púsose lívido como si hubiera recibido una herida mortal; pero al fin recordó que en la corte no hay amigos ni enemigos, y que cada uno se gobierna como mejor puede.

—He sido un necio superlativo —murmuró—. ¿Y qué hay, Aiguillon? —añadió en voz alta exhalando un suspiro.

—¿Señor mariscal, qué sucede?

—Un golpe de muerte para los parlamentos —dijo Richelieu pensando en las palabras de Juan. Aiguillon se puso como la grana.

—¡Hola! —repuso—, ¿ya lo sabéis?

—De todo me ha puesto al corriente el conde, hasta de vuestra visita a Luciennes esta mañana: vuestro nombramiento es un triunfo para mi familia.

—Creeréis, señor mariscal, que lo deploro mucho.

—¿Qué diablos está diciendo? —observó Juan cruzándose de brazos.

—Nosotros nos entendemos —interrumpió Richelieu.

—Eso es otra cosa; pero lo que es yo, maldito si os comprendo… ¡Conque lo deplora…! ¡Ah! Ya sé por qué… Porque no va a ser ministro al instante; sí, sí, eso es.

—Si así sucede habrá uno interino —dijo el mariscal, sintiendo que en su corazón penetraba la esperanza, la cual jamás abandona a los hombres ambiciosos o enamorados.

—Seguramente, señor mariscal, habrá uno interino.

—Sí, pero entretanto —exclamó Juan—, no sale mal recompensado, pues le dan el mejor mando de Versalles.

—¡Ah! —dijo Richelieu, sintiendo una nueva herida—. ¿De manera que le dan un mando?

—Exagera las cosas el conde du Barry —repuso el duque de Aiguillon.

—Pero explicadme ¿qué mando es ese?

—El de la caballería ligera del rey. Las mejillas arrugadas de Richelieu se cubrieron más y más de grandísima palidez, y con una sonrisa, cuya expresión sería difícil describir, dijo:

—Sí, es cosa que significa muy poco para un hombre como él, pero ¿qué queréis, duque? Por muy bella que sea una joven, y aun presumiendo que fuese la querida del rey, no podría conceder sino aquello de que puede disponer.

Aiguillon al oír esto se puso pálido; entretanto Juan pasaba el rato mirando los hermosos cuadros de Murillo que poseía el mariscal.

Richelieu dio en el hombro a su sobrino, diciéndole:

—Por fortuna os han ofrecido que ascenderéis pronto y yo os felicito por ello con toda mi alma, duque. La astucia y la habilidad que habéis desplegado en las negociaciones, corren parejas con vuestra dicha… Adiós, tengo ocupaciones; no olvidéis, mi querido ministro, que también necesito yo vuestros favores.

Lo único que Aiguillon respondió a esto, fue:

—Señor mariscal, vos sois lo mismo que yo, y yo lo mismo que vos.

Y saludando a su tío marchó del aposento, guardando la dignidad natural en él y librándose de una de las posiciones más difíciles en que se había hallado durante su vida llena de tantos obstáculos y escollos.

Cuando Richelieu le vio salir, dijo a Juan que no entendía una palabra de los cumplimientos entre tío y sobrino:

—Lo mejor que tiene es que Aiguillon es un hombre sencillísimo. Dotado de talento y cándido a la vez que conoce la corte, es tan honrado como la doncella más pura.

—Y luego os quiere bien —contestó Juan.

—Ya se ve que sí.

—Como que mejor parece hijo vuestro que M. de Fronsad.

—A fe mía que razonáis, conde.

Y al mismo tiempo que Richelieu decía esto, se paseaba agitado, buscando una cosa que no hallaba, y murmuró:

—¡Ah, condesa! Ya me las pagarás.

—Mariscal —dijo Juan con malicia—; los cuatro vamos a completar el famoso haz de la antigüedad que nadie podía romper.

—Querido amigo, ¿y quiénes son los cuatro?

—El poder lo será mi hermana; Aiguillon la autoridad; vos el consejo, y yo la vigilancia.

—Muy bien, muy bien.

—Y de este modo ya pueden venir a poner trabas a mi hermana. Reto a cualquiera a que lo intente.

—¡Voto a Dios! —dijo Richelieu, cuya cabeza ardía en un volcán.

—Que vengan, que vengan rivales —gritó Juan, ebrio de alegría con sus planes y sus ideas de triunfo.

—¡Oh! —dijo el mariscal pegándose una palmada en la frente.

—Señor duque, ¿qué es eso?, ¿qué os sucede?

—Nada; vuestra ocurrencia de formar una liga entre los cuatro me parece admirable.

—¿Es cierto?

—Tanto, que estoy acorde en un todo con vuestra opinión.

—¡Bravo!

—Decidme, ¿Taverney no habita en Trianón con su hija?

—No, que reside en París.

—Querido conde, esa joven es muy hermosa.

—Por más que fuese tanto como Cleopatra o como… mi hermana, no la temo, si es que llegamos a formar la liga propuesta.

—Habéis dicho que Taverney vive en París. ¿Es acaso la calle de Saint-Honoré?

—No, la calle de Coq-Heron. ¿Habéis pensado quizá algún medio para castigar a Taverney?

—Conde, espero que sí: también creo que he concebido cierta idea…

—Sois un hombre incomparable. Os dejo, porque deseo saber lo que por ahí se dice.

—Adiós, conde… mas, a propósito, no me habéis indicado quienes son los nuevos ministros.

—¡Oh!, puede afirmarse que son aves de paso; Terray, Bertin y no se quién más pues lo que es Aiguillon se ha aplazado el tiempo en que debe ser ministro.

—Y para siempre, acaso —pensó el mariscal saludando a Juan con una graciosa sonrisa.

Cuando este salió, penetró Rafté, quien todo lo había escuchado y sabía a qué atenerse, habiéndose realizado todas sus sospechas; pero nada quiso decir a su amo porque le conocía bien.

No avisó siquiera a un ayuda de cámara, sino que él mismo le desnudó y le llevó al lecho, en el cual se hundió el mariscal tiritando como si tuviese calentura, una vez que tomó una píldora que le dio su secretario.

Este corrió entonces las cortinas y se encaminó a la antecámara, la cual se hallaba ya llena de criados que habían acudido presurosos y estaban a la escucha. Rafté cogió por el brazo al primero y le dijo:

—Que cuides bien al señor mariscal, pues está enfermo; al parecer, esta mañana ha tenido un gran disgusto: sin duda ha debido desobedecer al rey…

—¡Desobedecer al rey! —exclamó sobresaltado el ayuda de cámara.

—Sí, Su Majestad ha mandado una cartera a monseñor; pero en cuanto este supo que lo hacía por mediación de la du Barry no quiso admitirla. ¡Oh! Es una acción dignísima, y los habitantes de París deberían levantarle un arco triunfal, pero como el choque que ha tenido que sostener era en exceso violento, se ha puesto malo y es necesario cuidarle bien.

Cuando Rafté terminó estas palabras, comprendiendo de antemano que no tardarían en circular, se dirigió a su habitación, y al cabo de quince minutos todo Versalles sabía la noble conducta y generoso patriotismo del mariscal, quien dormía a pierna suelta sin soñar siquiera con la popularidad que acababa de granjearse, gracias a su secretario.